Foto de portada: EFE/David Fernández
Recuerdo mirar el reloj otra vez más y comprobar con hastío que José María García se había pasado de su hora y seguía machacando al presidente de la Federación española de fútbol, Pablo Porta. No es que no me gustara ese deporte, pero ya estaba un poco aburrido de las corruptelas del Rubiales de los 80. A la una y media debía haber sonado ya la sintonía de Polvo de estrellas en Antena 3 Radio, y seguíamos con «Pablo, Pablito, Pablete». Mi abuela no se podía imaginar que yo estaba todavía despierto para escuchar un programa de cine —y que iría al instituto casi sin dormir al día siguiente—. Jennifer Jones, John Barrymore y Victor McLaglen llevaban varios minutos esperando su turno y me empezaba a entrar el sueño. Por fin, la voz de Carlos Pumares empezaba a sonar en el equipo de música: chillona, divertida, inconfundible.
En los 80 no había redes sociales y solo teníamos dos canales de televisión. Si querías algo diferente, tenías que esperar a que fuesen las once de la noche y verlo en la 2: Metrópolis, En portada, La Clave —donde Carlos Pumares trabajó—… Pero la mejor alternativa era la radio. En Antena 3 había un Dream Team de periodistas de la información y además estaba él, Pumares, el locutor punk, que podía pasar de la risa al grito en solo un segundo, el presentador que abroncaba de forma airada al osado escuchante que preguntaba por un detalle de una película de Frank Capra que el crítico de cine ya había explicado en la emisión anterior. Pumares arrancó Polvo de estrellas con solo media hora y de ahí pasó a las tres horas de duración, se hizo trending topic con el boca a oreja y fue el profesor de una generación de amantes del cine que ya no puede existir, en una época en la que los lunes había un ciclo dedicado a Barbara Stanwyck y al día siguiente otro con Paul Newman de protagonista. Sus asuntos eran recurrentes: el western, John Ford, 2001: Odisea en el espacio, aquella secuencia de La soga de Hitchcock, el final de Duelo al sol, Juan Nadie y Arsénico por compasión… A sus oyentes nos encantaba cuando volvía sobre uno de sus temas, como un viejo catedrático orgulloso de poder contar de nuevo a sus alumnos sus partes preferidas de la asignatura. De entre todos esos momentos, yo me quedo con las madrugadas en las cuales tocaba hablar de Jefferson Smith y de esa escena —»la escena»— en la cual el ingenuo senador, interpretado magistralmente por James Stewart, decide luchar contra la injusticia y pronunciar un interminable discurso que es historia del cine. Me imagino a Pumares así, convertido en todo un «caballero sin espada».
Pienso esta mañana, en la que acabo de leer en Twitter que Carlos Pumares ha muerto, en el transistor de mi abuela Mercedes, por el cual lo mismo sonaba la voz de Encarna Sánchez que la de Iñaki Gabilondo. Imagino que lo enciendo, que giro la rueda para sintonizar la emisora, que extiendo la antena metálica y entonces se hace el milagro: alguien dice con un tono de voz inconfundible: «Sí, buenas noches, ¿dígame?». Cierro los ojos y le escucho contar otra vez la escena de la batalla de Barry Lyndon, hablar sin parar de Qué verde era mi valle y narrar ese momento de Blade Runner. Con cada pérdida, nos acercamos más a la puerta de Tannhauser, donde de momento solo hay oscuridad, ni rastro de los brillantes rayos-C. Nos quedan los Cowboys de Medianoche, las películas rescatadas del olvido por Filmin y las cuentas de redes sociales que recuerdan las películas de John Ford, pero sin Pumares ese Hollywood dorado está un poco más oxidado, más lejano y menos cierto.
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