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Carmen Balcells, traficante de palabras, de Carme Riera

Carmen Balcells, traficante de palabras, de Carme Riera

Carmen Balcells fue mucho más más que una agente, fue un mito. Una combinación afortunada de talento, inteligencia y ambición que la convirtió en un referente internacional de la literatura en lengua española. La escritora y académica Carme Riera aborda su figura en la primera biografía escrita de una de las agentes más influyentes del mundo, de la que Zenda adelanta las palabras preliminares a esta obra.

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Carmen Balcells me cambió la vida. Lo he repetido muchas veces como si el hecho fuera algo extraordinario. Lo fue, en efecto, para mí, aunque no para ella. Para ella, cambiar la vida de sus escritores, hacerla mucho más digna y confortable, era algo ordinario. Entraba en su día a día, en su manera de entender el trabajo de agente literaria, si le caías bien o si consideraba que tenías un mínimo talento en el que valía la pena invertir.

Invertir en el talento de los creadores formaba parte de su negocio. Un negocio sumamente rentable, ya que seis de sus representados, entre ellos dos de los más cercanos y más queridos, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, consiguieron el Premio Nobel. Las obras de ambos supusieron durante una larga época un alto porcentaje de los ingresos de la agencia. Cuentan que un día, a la pregunta de García Márquez: «¿Me quieres, Carmen?», ella le respondió: «No te puedo contestar. Eres el 36,2 por ciento del total de la facturación». Ese sentido del humor aplicado a los números, de los que debía ocuparse para que sus autores pudieran dedicarse a las letras, fue una constante. Solía referirse a sí misma como una administradora de fincas literarias, una traficante de palabras e incluso una mujer de papel. No se comportó del mismo modo con la larga lista de escritores que llegó a representar, pero sí con la mayoría. Muchos, además de sus clientes, fueron sus amigos, para los que organizó almuerzos y cenas exquisitos con los platos predilectos de cada cual. Unas veces cocinados por Lola Carmona, la persona que estuvo en casa de Carmen más de cincuenta años, y cuyos arroces de bacalao entusiasmaban a los García Márquez; otras veces, por los mejores cocineros, los más elegantes y sofisticados del momento, como Ferran Adrià, del restaurante El Bulli, que sirvió un memorable menú en homenaje a Mario Vargas Llosa, de paso por Barcelona tras recibir el Premio Nobel en 2010, o quizá antes, puesto que no era necesario llegar a conquistar el Nobel para que Balcells organizara un convite de alta gastronomía en honor de un autor. Cuando en 1995 apareció Tiempo de beleño, de Javier Fernández de Castro, su agente quiso celebrarlo en el restaurante La Fuencisla de Madrid con una comida basada exclusivamente en los ingredientes mencionados en la novela.

Cuando se cambió de casa, prestó a algunos de sus autores el piso que tenía en la barcelonesa calle de Benedicto Mateo, 24 —hoy Benet Mateu—, del barrio de Sarriá, para que pudieran escribir sin apuros. Por allí pasaron Antonio Rabinad —un grandísimo novelista con poca fortuna, que se ganó la vida como librero de viejo, al regresar a Barcelona tras una larga estancia en Venezuela—, el escritor y guionista cubano Senel Paz, el editor y librero colombiano Ricardo Arango y Mario Vargas Llosa con su segunda mujer, Patricia, entre algunos más. Otros se refugiaron temporadas en Santa Fe de la Segarra, invitados por la agente, para encontrar la tranquilidad necesaria con la intención de trabajar en un nuevo libro, como Manuel de Lope.

Celebró con muchos de nosotros los premios que conseguimos, invitando a nuestras familias y amigos. Recuerdo que en 1995 asistí en el restaurante Casa Leopoldo al almuerzo que le ofreció a Manolo Vázquez Montalbán, al que tanto quiso, cuando ganó el Premio de las Letras. Pocos días después me tocó el turno a mí, en una cena en el Via Veneto, cuando me concedieron el Premio Nacional de Narrativa.

Organizó fiestas majestuosas en su casa de la calle Anglí y, más adelante, en los pisos que alquiló sobre el despacho de la agencia, en la avenida Diagonal, 580, con motivo de los cumpleaños de sus autores más cercanos, Juan Marsé o José Luis Sampedro, o de sus amigos más queridos, Luis Feduchi o Luis Izquierdo.

Atendió a muchos de los escritores hispanoamericanos de paso por Barcelona con diversos agasajos, en los que nunca faltaban flores enviadas a sus hoteles ni taxis a su disposición —se llegó a asegurar que tenía una flota de su propiedad— esperando en la puerta. Les prodigó cuantas exquisiteces gastronómicas le parecieron apetecibles, tanto a los recién representados, casi acabados de conocer —tal fue el caso de Isabel Allende en 1982, a la que ofreció un festín con caviar iraní en abundancia, «como nunca antes había visto», según cuenta ella misma—, como con los más veteranos en sus afectos, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Nélida Piñón, casi siempre alojada en casa de Carmen, o Carlos Fuentes.

Dio «becas» para que pudieran dedicarse a terminar obras iniciadas a autores desconocidos en los que confió y ayudas mensuales a otros conocidos que pasaban apuros, no siempre a cuenta de futuros derechos. En ambos casos, a menudo no recuperó el dinero subvencionado, bien porque el libro, una vez terminado, no encontrara editor, bien porque las cantidades sufragadas no tuvieran la posibilidad de retorno y fueran consideradas un regalo. El hecho de perder ese dinero no le importaba; sí, en cambio, lo que suponía de fracaso creativo por parte de los escritores. La cantidad gastada en la inversión que, como cualquier otra, podía haber obtenido ganancias o pérdidas era lo de menos.

En algún caso, el mero ofrecimiento fue un éxito rotundo, como la llegada a Barcelona de Mario Vargas Llosa. Cuentan que Carmen le garantizó un sueldo pagado por la agencia para que dejara el Queen Mary College, donde enseñaba literatura hispanoamericana, abandonara Londres, se instalara en Barcelona y pudiera dedicarse en exclusiva a escribir. No obstante, según el testimonio del propio Vargas Llosa, aunque hizo caso a Carmen y se trasladó con su familia a Barcelona, no recibió ningún estipendio fijo, los tantas veces citados quinientos dólares, de parte de su agente. En cambio, me asegura que, gracias a Balcells, pudo empezar a vivir con holgura de los derechos de autor, ya que esta se ocupó de situarlo convenientemente en el mercado editorial, como corroboran los biógrafos del novelista.

La oferta al futuro premio Nobel sí marcó un precedente, que en este caso a Balcells le salió redondo. Manuel Vázquez Montalbán se refirió con ironía al trabajo de la agente, que consistía en:

El empeño prometeico de robarles los autores a los editores para construirles la condición de escritores libres en el mercado libre. Hasta Carmen Balcells, los escritores […] firmaban contratos vitalicios con las editoriales, percibían liquidaciones agonizantes y, a veces, como premio, recibían algunos en especie, por ejemplo, un jersey o un queso Stilton. Muchos escritores padecían el síndrome de Estocolmo con respecto a los editores, y se cuenta que un famosísimo y hoy venerado gran autor catalán se amoscó cuando le ofrecieron un cheque en blanco y prefirió seguir en régimen de producción esclavista. Demasiado dinero. El oferente no podía ser serio.

En efecto, creo que ningún agente ha defendido de una manera más enconada y decidida a sus escritores ni ha luchado más para que los contratos entre escritores y editores no supusieran una cadena perpetua para los primeros, ya que en algunas editoriales se exigía que los autores cedieran sus derechos de por vida y, en otras, los contratos eran inexistentes o no se cumplían, como me sucedía a mí.

Cuando en 1979, desde la Agencia Balcells, Magdalena Oliver se puso en contacto conmigo para preguntarme si quería que me representaran y acordar una cita con Carmen, me pidió que le llevara los contratos firmados hasta la fecha. Por entonces, la relación con mi editor, Alfonso Carlos Comín, era tan buena como económicamente nula. Él, con sus habilidades de seductor y la gracia híbrida de su discurso —cristiano entre los marxistas y marxista entre los cristianos—, me había convencido para que yo no reclamara las cantidades que la editorial Laia me adeudaba desde 1975, año en que apareció Te deix, amor, la mar com a penyora, que se reeditó sin parar durante aquella época. Me persuadió diciéndome que, de ese modo, yo ayudaba a otros compañeros míos, cuyos libros podrían publicarse aunque no se vendiesen, ya que yo tenía la fortuna de haber conseguido todo lo contrario. Recuerdo perfectamente la cara que puso Carmen cuando se lo conté. Recuerdo su sonrisa, primero, y su risa franca, después, y mi desconcierto. En aquellos momentos —una mañana de lunes de finales de marzo que ya apuntaba maneras primaverales— no supe interpretar si su sonrisa entre irónica y condescendiente la provocaba mi ingenuidad —le conté lo que ocurría con mis contratos, convencida de las bondades de la justicia distributiva que Comín ejercía en la editorial— o si la carcajada que siguió a la sonrisa que me había dedicado mientras le describía mi situación la motivaba por adelantado imaginar la cara que pondría el editor cuando ella le dijera que a partir de entonces se entendería con la agencia y no con la tonta del bote que era yo.

Carmen, no desplegó, el día en que la conocí, sus habilidades hiperactivas, que tantas veces pude observar después y que tan admirados solía dejar a quienes la visitaban, pues era capaz de dar órdenes, atender llamadas, reclamar la inmediata presencia de alguno de sus empleados, sin dejar por ello de escucharte con solicitud, tomando notas en sus cuadernos amarillos, en los que apuntaba la estrategia que había que seguir en cada caso. En el mío, por supuesto, acertó. Desde entonces no solo cobré derechos de autor por los dos libros de narraciones publicados en Laia, sino por todos los que he ido publicando hasta el día de hoy. Además, a partir de aquel momento, por esas misteriosas afinidades que surgen de manera espontánea entre las personas, me convertí en amiga de Carmen Balcells. Debo decir, no obstante, que antes pasé algunas pruebas.

En aquella primera visita a su despacho de la agencia, en el piso principal del número 580 de la avenida Diagonal de Barcelona —en el nomenclátor de entonces llamada del Generalísimo Franco—, me preguntó de manera directa, una de sus características, sin mediar el más mínimo circunloquio, por mis orígenes, por mis padres. «¿Eres de buena familia?», me espetó de pronto. Luego quiso saber mi estado civil, como se decía en aquella época, dónde vivía y de qué, además de mis aficiones. Tiempo después tuve ocasión de comprobar que Carmen deseaba saberlo todo de cuantas personas le interesaban mínimamente, por una enorme curiosidad innata, la misma que le llevaba a coger el teléfono cuando sonaba a cualquier hora, porque no podía soportar no enterarse de quién llamaba y para qué, no fuera a ocurrir que esa llamada pudiera cambiarle la vida. Necesitaba abarcarlo todo, controlarlo todo y no permitía que se le escapara el más mínimo detalle.

A veces, durante las entrevistas de trabajo para escoger empleados o colaboradores, hacía alguna pregunta que dejaba descolocado al personal. A Jorge Manzanilla le pidió que le concretara «cuál era su anclaje en la angustia universal». Al parecer, tamaña cuestión era una pregunta que en su día le habían hecho a García Márquez o que quizá García Márquez, con su particular e ingenioso sentido del humor, le había contado a Carmen Balcells que alguien le había hecho. Se trataba, tal vez, de una broma inventada por el escritor colombiano. He podido averiguar que la frase aparece en una carta de García Márquez a Alfonso Fuenmayor, datada precisamente en Barcelona.

En mi caso, excepto eso de si era de buena familia, que me chocó y que alguna otra vez también le oí preguntar a personas variopintas e incluso a algunas conocidas y reconocidas, como el editor Emiliano Martínez, el interrogatorio no incluyó nada extravagante. Ni siquiera trató de averiguar quiénes eran mis escritores predilectos, como haría con Laura Freixas cuando, muy joven, entró en la agencia, o cuáles eran los motivos que me impulsaban a publicar, como le ocurriría a Rosa Montero. Mis respuestas debieron de parecerle apropiadas, y unas semanas más tarde me invitó a cenar con mi marido a su casa, cerca de donde entonces vivíamos nosotros. Carmen había convidado a otros escritores, más que amigos, clientes suyos, enfatizó con gran jolgorio mientras me los iba presentando.

No sé si aquel convite incluía otra prueba o quizá ya solo media. Por mi parte, tuve que vencer mi timidez infinita y hablar con el comensal que me tocó al lado, Lluís Palomares, el marido de Carmen, una persona estupenda y un gran lector, con el que enseguida congenié y a quien después quise mucho. Ya aquel día me pareció que la relación entre Carmen y Lluís más que matrimonial era fraternal, con lo que eso implica a veces de diversas y variopintas crueldades, más o menos manifiestas según la ocasión, algo que pude ir constatando a lo largo de más de treinta años de amistad.

Escribir sobre una persona que se ha convertido en personaje no es fácil, y menos aún sobre alguien que ya en vida ha sido considerada un mito, porque existe la tentación de caer en lo hagiográfico, algo que, por descontado, trataré de evitar. Carmen tuvo muchas virtudes, y bastantes defectos, por más genial que la consideraran algunos. Yo la primera. Aunque ya se sabe que los genios no lo son para su ayuda de cámara pero ese no fue mi empleo respecto a la señora Balcells.

Glòria Gutiérrez, que desde 1983 ha trabajado en la agencia ejerciendo diversos puestos de responsabilidad, asegura que Carmen Balcells podía ser desconcertante porque los genios lo son. Aunaba, como tal, «una enorme inteligencia, una extraordinaria capacidad de improvisación y una peculiar estrategia».

Carina Pons, otra pieza fundamental de la agencia, hace hincapié en su gran inteligencia: «Cuando tú ibas, ella ya había ido y vuelto dos veces».

Gonzalo Suárez, que conoció a la agente en los primeros años sesenta, cuando empezaba, la califica de genio y afirma en una entrevista de Inma Tubau que «Carmen Balcells es un emperador romano con todo lo que el cargo conlleva. Hay que serlo para llevar a cabo todo lo que ella ha hecho».

Juan Luis Cebrián destaca también su inteligencia y perspicacia.

El periodista Héctor Feliciano concluye: «Ella veía todo el campo. Veía los árboles y el bosque. Su perspectiva era extraordinaria y diferente a la de cualquier otro agente».

Puedo dar fe de que, en efecto, tenía cualidades geniales; sin estas no habría llegado a donde llegó. En una muy importante coincidía con Picasso: en la capacidad de captar y absorber de los demás. En el caso de Picasso de las obras de los demás, como de las del pobre Georges Braque, de quien libó su etapa cubista; y en el caso de Balcells, de los escritores en general. Digamos que la agente libaba del comportamiento, las ideas, las ocurrencias, las reacciones, etcétera, los puntos que más le llamaban la atención, los más relevantes e interesantes, para una vez pasados por su filtro particular, asumirlos.

García Márquez, por ejemplo, no representó solo el 36,2 por ciento de la facturación de la agencia, sino algo mucho más importante: fue el espejo en el que muchas veces Carmen se miró, y en ese espejo destacaba el sentido del humor, la capacidad de sorprender, de quebrar la expectativa del interlocutor, la seguridad no exenta de cierta arrogancia y, muy especialmente, la fascinación por el poder y por quienes lo ejercen.

Además de esos aspectos hay otro, que, a mi juicio, los García Márquez potenciaron y sobre el que volveré más adelante: las creencias supersticiosas de Balcells, que antes de su trato con ellos o no las tenía o, si las tenía, habían permanecido absolutamente arrumbadas en el rincón más oscuro del cuarto de atrás, puesto que ninguna de las personas a las que he preguntado sobre el particular, y que conocieron a la agente durante su primera etapa como tal, vinculan su interés por el esoterismo en fechas anteriores a 1965, año en que inició su intensa relación con el autor colombiano y su familia.

Se podría pensar que la lista de coincidencias que he enumerado más arriba eran fruto exclusivo de la influencia, de una voluntaria y muy consciente imitación del autor al que Balcells admiraba con total veneración y consideraba un genio, tal y como me contestó cuando le pregunté que me lo definiera, en la entrevista que en 1982 le hice para la revista Quimera; sin embargo, creo que no es así, en todo caso se trataba de un aprendizaje del método.

Carmen Balcells aprendió muchísimo de García Márquez porque atesoraba en su manera de ser los ingredientes de la particular cocina del autor de Cien años de soledad, que se vieron afianzados con su constante trato. Me atrevo a sugerir que, si Balcells no le hubiera llegado a representar y no hubiese trabado con él una relación tan íntima, su comportamiento habría sido diferente. Por su parte, también él sin Balcells habría sido otro. Así lo asegura Gerald Martin:

No es extraño que Carmen Balcells adquiriera tanta importancia en su vida: se convirtió en su agente en muchos más sentidos de los que implica el mero hecho de negociar sus contratos con las editoriales. Ella lo ayudó, sin lugar a dudas, a llevar a cabo la posibilidad de ser, en la medida de que es capaz de serlo cualquier ser humano, «el dueño de todo su poder».

A la muerte de García Márquez, Balcells declaró a la Agencia EFE que la desaparición del escritor generaría una nueva religión e incluso, por primera y única vez en su vida, publicó en un periódico un breve artículo, «Ha nacido el gabismo», incluido en La Vanguardia.

Espero que la vida me alcance para adorarlo y disfrutar de los primeros milagros. Seguro que hará cosas extraordinarias. Yo prometo avisarles si la primera cosa que le he pedido esta madrugada me la concede. Si hay fe, las cosas más inverosímiles suceden.

También ella bromeaba conmigo sobre los milagros que haría tras su muerte para la causa de su beatificación, de la que yo habría de encargarme. El primer milagro de Carmen Balcells fue que la agencia no cerrara ni se vendiera, sino que siguiera funcionando y que además su hijo Lluís Miquel se hiciera cargo de su continuidad con el mismo equipo y sin que los más importantes autores desertaran, como algunos pronosticaban. Al contrario, desde la muerte de su fundadora, la agencia ha incorporado nuevos nombres: Alejo Carpentier, Luis Sepúlveda, Jaume Cabré, Maria Climent, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Belén López Peiró, José Morella…, y sigue luchando, como lo hizo Balcells, por la defensa de los derechos de autor y la dignidad del trabajo de los creadores.

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Autora: Carme Riera. Título: Carmen Balcells, traficante de palabras. Editorial: Debate. Venta: Todostuslibros.

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