La escritora Carmen Posadas acaba de publicar La leyenda de la Peregrina, una novela sobre la historia real de la perla más valiosa del mundo, un obsequio para Felipe II que acabó en el joyero de Elizabeth Taylor. La entrevistamos en el Salón Inglés del Hotel Palace, donde combatimos el día gris con un delicioso té verde. Soñando secretamente con esa perla “del tamaño de una pera pequeña”, que asoma bellamente en la portada, iniciamos esta conversación sobre joyas, malvados de la literatura, recetas literarias y mucho glamour.
—Cuenta usted en el prólogo el arranque de esta novela (una joya familiar) que es casi otra novela. ¿Cómo fue el momento en el que descubre que esa perla va a ser la protagonista de su novela?
—La historia de la joya familiar, con varias vidas, primero broche, después colgante, después anillo, coincidió en mi vida en con la relectura de El Escarabajo, de Mujica Láinez, donde se desarrolla un poco la misma historia: un escarabajo de lapislázuli de Nefertiti que va cambiando de manos, tumbas, dedos, joyeros, vidas, lo que le sirve al escritor como excusa perfecta para contar tres mil años de historia. En el caso de mi libro, me pareció que elegir una joya familiar era tal vez demasiado personal, y por eso opté por una de las piezas más famosas y deseadas de la historia: la perla Peregrina. Digamos que la joya de mi abuela fue el detonante y El Escarabajo de Láinez el argumento.
—De todas las dueñas de La Peregrina, ¿cuál es su favorita?
—Bueno, no necesariamente tiene que ser una mujer. De hecho, mi personaje favorito de esta novela es Nicolasito Pertusato, el enano del cuadro de Las Meninas de Velázquez, ese personaje con apariencia de niño precioso que es en realidad un adulto. Siento debilidad por la historia de las llamadas “sabandijas reales”, estos enanos que, en la corte de los Austrias sobre todo, tuvieron un papel destacado, muy cercano a los monarcas. De hecho, también va a aparecer por ahí otro enano, Diego de Acedo, al que el rey llamaba “mi primo”. En realidad, en este libro yo lo que he querido hacer es escribir la “cara B” más desconocida; esa que explica la “cara A”, que es la que al final se termina conociendo porque sale en los libros de historia.
—¿Qué hay de histórico y qué hay de novelado en cada uno de los momentos en la azarosa vida de esta perla?
—De la perla se saben muchas cosas: su origen, pescada por un esclavo en Panamá, su primer viaje a Europa en manos de un alguacil que pretende un acercamiento nada menos que con el todopoderoso rey Felipe II… La perla, además, comienza a rodar por los escotes, tocados, cabellos, de miembros de la nobleza y aristocracia europeas que la lucen en retratos pintados por los más grandes: Antonio Moro, Juan Pantoja de la Cruz, Velázquez… Todo ésto es histórico. Pero llegamos al siglo XIX, y ahí la historia cede a la leyenda, y a mí me permite novelar ese fragmento, la escena de Goya y la duquesa de Alba, por ejemplo. Además, por anteriores novelas, conozco especialmente bien ese momento y a esos personajes.
—Como en aquel lejano 85, le vuelvo a plantear: ¿a qué personaje histórico invitaría usted a cenar hoy?
—Ufff (risas). ¿Y cuál dije entonces? Porque voy cambiando… Bueno, no importa, porque la verdad es que hay algo que no cambia: a mí me gustan los malos. Tengo fascinación por los personajes malvados, porque además los buenos no me los creo mucho. Me interesa también la gente que ha tenido una biografía de altibajos (un poco como mi vida). Este que he elegido, además de un malo fascinante, era guapo, así que la combinación es fenomenal. Por supuesto, puede venir. La invito a cenar con César Borgia.
—De todas las historias que pueblan la novela, ¿cuál le costó más trabajo de documentar o de rastrear?
—Lo que más me costó fue la historia de Napoleón III, porque todo el mundo conoce su historia con Eugenia de Montijo, pero si él llegó a ser emperador fue gracias a una novia que tuvo antes, Harriet Howard. Una mujer fascinante. Hija de un zapatero, se casa en dos ocasiones heredando de sus maridos una fortuna piramidal. Y de repente llega a Londres y a su vida Napoleón III, que no era precisamente un Adonis, pero ella se enamora de él perdidamente y se propone hacerle emperador. Por desgracia, de esta fascinante mujer se tienen muy pocos datos, pero a mí me ha encantado sacarla a la luz de nuevo, otorgarle una nueva oportunidad, aunque sea literariamente.
—¿Cuál es la que más trabajo le ha costado escribir?
—Pues con el fragmento dedicado a Margarita de Austria estuve bordeando la catástrofe todo el tiempo. La historia de las gemelas Austrias —bueno no eran exactamente gemelas, sino hermanastras del mismo padre)— sestá inmersa en un tema truculento que roza todo el tiempo el incesto, y eso es un tema tabú hoy en día. Ya van quedado pocos tabúes, pero ese es uno de ellos. Tenía que enfrentarme al reto de contar una historia sin echar para atrás al lector, pero al mismo tiempo siendo fiel a los hechos y al curso de la novela.
—¿Y cómo lo consiguió?
—Reescribiéndola sesenta veces. O más (risas). Afortunadamente, en el caso de la novela histórica, el tiempo parece acolchar o amortiguar el efecto de temas tan sensibles como el incesto o el abuso de menores. Y la literatura, además, se encarga de envolverlos con ciertas dosis de ficción.
—Abundando en eso, ¿hay materia novelable en el presente?
—Este presente es inaudito. Y yo creo que no se debe escribir en caliente. Me acuerdo de que después de la caída de las Torres Gemelas los autores decidieron escribir sobre el tema, y algunos de los más importantes los hicieron: Ian McEwan, Martin Amis…Fueron novelas fallidas que hoy apenas nadie recuerda. La historia, para ser contada, debe reposar. Imagino que de la pandemia tendremos, en unos años, millones de libros, pero dudo mucho que sean buenos. La historia requiere perspectiva, en términos generales.
—¿Qué peso tienen los objetos en la construcción narrativa de sus novelas?
—A mí siempre me han fascinado los objetos, desde chica. La verdad es que era una niña muy fantasiosa que tenía relaciones con objetos como si fuesen personas. Cuento esta anécdota personal e igual suena rara, pero de pequeña yo estaba obsesionada con una silla de mi casa. Una casa enorme y un poco destartalada, típica de una familia con mucho dinero que había terminado arruinada y que, con naturalidad y resignación, compartía, desde hacía generaciones, esa casa con los fantasmas; nosotros en el piso de abajo, y ellos en el de arriba. Aquella silla ella de una bisabuela que se había fugado a Francia con su amante. Era lo único que quedaba de ella. Me fascinaba ese objeto delicado de petit point. Supongo que lo que de verdad me interesaba era la historia oculta de su dueña.
—¿Puede un objeto definir a una persona? O mejor, ¿se podría construir literariamente a un personaje a partir de los objetos que lleva?
—Absolutamente. Los objetos definen a una persona mejor que ella misma, pues delante de otros, en mayor o menos medida, todos mentimos. Sin embargo, tu casa, la forma en la que la decoras o te vistes, todo eso es muy revelador de cómo es una persona en realidad.
—¿Cómo es la relación de Carmen Posadas escritora con los objetos que decide introducir en una novela?
—Yo utilizo mucho los objetos para describir a los personajes, pero también me gusta el recurso de los gestos involuntarios. Creo que son materia valiosa para la construcción de personajes creíbles: un tic, por ejemplo; movimientos inconscientes, lo inesperado, lo que se intenta ocultar o disimular. Siempre me he fijado en ese tipo de cosas. Por ejemplo, mucha gente no se daría cuenta de que usted es zurda. Yo me he dado cuenta enseguida, entre otras cosas porque yo también lo soy (risas).
—¿Cree que hoy en día somos capaces de fabricar objetos de deseo que transciendan la historia, como esta peregrina?
—Me temo que ahora hay multitud de objetos, porque además vivimos en una sociedad muy fetichista. Mire, Debbie Reynolds, la madre de Carrie Fisher, fue una actriz bastante de segunda fila a la que, para colmo, Elizabeth Taylor le robó el marido. Bueno, el caso es que ganó muchísimo dinero porque se dedicó a coleccionar algunos de los objetos icónicos o personales de los actores de Hollywood en un momento en el que a nadie le interesaba, y gracias a ellos pudo costearse una digna vejez.
—¿Cuál es, según la autora, ese “toque Posadas” de sus libros?
—Pues no sé, esa definición es cosa de los editores (risas). Sí le puedo contar mi receta literaria —para mí escribir es un poco como cocinar—. En realidad, los ingredientes son pocos. En mi caso, yo siempre pongo dos: una sátira de la sociedad y un retrato sicológico de los personajes. Revuélvase con humor y sírvase muy frio. Esto último es importante. Si lo sirves en caliente, no sé cómo iba a saber aquello.
—El Universo Posadas está lleno de mujeres singulares. ¿Cómo las definiría usted?
—Una vez más, me interesan las malas. Pero es que los grandes personajes literarios son todos reprobables: Otelo, un asesino y un maltratador; el Humbert de Lolita, un pederasta…
—Bueno, Jean Sorel era un buen chico…
—Bastante idiota, todo sea dicho. Y si hablamos de inocentes o buenazas… uff. Madame Bovary, una frívola y una tonta; Scarlett O’Hara, una superficial y una banal. No hay color, si las comparas, por ejemplo, con la tremenda Lady Macbeth.
—¿Existe la literatura del glamour? Estoy pensando en Oscar Wilde, Somerset Maugham, Amor Towler, Paul Valéry, José Carlos Llop, Mauricio Wiesenthal…
—Sí, creo que sí. Pero tiene que tener humor, porque si no lo tiene es una cursilada imperdonable. Yo estoy de acuerdo con una frase de Oscar Wilde, precisamente, que dice que la mejor manera de hablar de las cosas serias es hacerlo en broma. Yo eso lo llevo a rajatabla.
—¿Podríamos clasificar los libros de Carmen Posadas como producción literaria con glamour?
—A mí me ha divertido bastante retratar a la clase alta porque cuando yo empecé a escribir, era una clase no muy descrita. Y cuando aparecía en alguna novela, siempre lo hacía de una manera bastante caricaturizada. Por ejemplo, me estoy acordando de Terenci Moix, un gran escritor, pero cuando escribía Garras de visón retrataba a unas mujeres que iban todo el tiempo con pamelas gigantescas y fumaban, indolentes, con boquilla, tumbadas en un diván. Yo creo que en este país ha habido una especie de prejuicio que consistía en hablar de la clase alta riéndote de ella. Nunca lo entendí. En Inglaterra o Francia eso no es así.
—¿Cuál sería la receta del glamour en literatura?
—El verdadero significado de glamour es “brillo falso y engañoso”, y se utilizó en un primer momento para, de manera peyorativa, describir a las actrices de Hollywood, que no eran exactamente señoras, sino estrellas con “falso brillo”, falsamente elegantes o ricas. Si fuese una receta —de nuevo mi obsesión por la cocina—, para cocinar una novela con glamour habría que poner sitios elegantes, estar un poco viajado, saber de geografía, de historia, de protocolo, de comidas, de hoteles, de lugares… porque para describirlos bien hay que haber estado en ellos. Todo esto puede parecer fácil o incluso innecesario. La gente piensa que el cine o los libros pueden dar la clave de este tipo de detalles, pero no es tan así. Cuando uno se sienta a escribir sobre ese mundo e intenta recrearlo con veracidad, se nota mucho cuándo la fuente es original o solo cinematográfica.
—Por último, una novela que recomiende a esos lectores que quieran empezar a escribir novela de historia.
—Pues, sinceramente, hay que leer a Pérez-Reverte, porque sus novelas están maravillosamente bien documentadas y no comete nunca un error que es bastante común en los escritores de novela histórica, que es el exceso de datos para demostrar lo mucho que saben o lo que han conseguido reunir para escribir. Pérez-Reverte jamás cansa con datos, su conocimiento está al servicio de la narración, y ese es un buen aprendizaje. Pero ¡ojo! Digo todo esto porque lo creo sinceramente, no para hacerle la pelota; esto tiene que quedar claro, ¿eh?
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