La figura del vampiro clásico resulta, según todos los parámetros actuales, muy incorrecta políticamente. Y es que, a diferencia de otros monstruos de la literatura y el cine (véanse zombis, hombres-lobo, asesinos en serie…), el vampiro clásico no ataca aleatoria y arteramente —al menos en los ejemplos más conocidos— ni con absoluta indiferencia ante la suerte de su víctima, sino que se empeña en subyugar, seducir e incluso obtener el consentimiento de esta, llegando a requerir su permiso (es una de las reglas escritas del vampirismo) para acceder a su casa o al entorno familiar. Ese consentimiento, fascinación y entrega de la víctima pondría en serios apuros a abogados, jueces y periodistas si un caso vampírico llegase a un tribunal del siglo XXI. ¿Atenuante? ¿Culpabilización de la víctima? ¿Pero de verdad usted dijo claramente que no? Etcétera.
No faltan ejemplos. El Lord Ruthven de John Polidori (relato fundacional del mito) es un aristócrata que conquista románticamente a las muchachas antes de matarlas; incluso se casa con ellas. El Drácula de Bram Stoker domina las mentes de Lucy y Mina, y también la primera, ya medio convertida ella misma en chupadora de sangre, intenta atraer y besar a su novio Arthur, con otras intenciones, por supuesto. Pero si hay una obra donde esta dimensión cautivadora y equívoca se muestra en todo su esplendor, esa es Carmilla (1872), de Joseph Sheridan Le Fanu, que presenta además un elemento nuevo y sumamente inquietante para la época en que fue publicada: el vampiro es una adolescente lesbiana.
Entre Carmilla y Laura, la joven protagonista de la novela, surge desde el principio una amistad apasionada, sobre todo por parte de la primera, cuyos arranques de cariño y sensualidad incomodan (pero fascinan) a la segunda:
“Sus labios ardían con suaves besos en mis mejillas […]. Yo deseaba liberarme de esos insensatos abrazos, pero mis energías parecían fallarme. Las palabras que murmuraba sonaban en mis oídos como una canción de cuna y suavizaban mi resistencia hasta inducirme a una especie de trance”.
Esa seducción llega a su cénit en el momento estelar de todo vampiro que se precie: el mordisco, o más bien los mordiscos, que no son en realidad ataques o actos de coacción sino una sucesión de momentos amorosos espaciados en el tiempo y al parecer nada desagradables.
“A veces era como si unos labios cálidos me besaran, besos cada vez más prolongados y amorosos hasta alcanzar mi garganta, donde la caricia se instalaba de forma permanente. Mi corazón latía más deprisa y mi respiración se aceleraba, subiendo y bajando muy rápido. Entonces me sobrevenía un sollozo […] que se convertía en una terrible convulsión, durante la cual mis sentidos me abandonaban y me quedaba inconsciente”.
¿Alguien ha reconocido en estas líneas un orgasmo? No los contemporáneos de Le Fanu, desde luego.
Efectivamente, Carmilla pertenece, de pleno derecho, a la legión de los vampiros encantadores y elegantes (no los sucios y desagradables de cierto cine reciente). Y tal vez el desasosiego que produce tenga que ver con esa condición y todo lo que lleva aparejado: la fuerza y la debilidad, el éxtasis y la muerte, la crueldad y el amor, como caras de la misma moneda, sentimientos gemelos. En Carmilla la violencia y el crimen no son categorías absolutas, y la pasión se confunde con el asesinato. Todo en la novela es una cosa y la otra: Carmilla es una mujer que enamora a jovencitas pero también las corrompe; es una mujer libre e independiente pero también una insufrible clasista (corteja a las niñas de clase alta y a las campesinas las mata sin más); es una mujer frágil y tierna pero también feroz y despiadada; es una mujer sujeta a las convenciones y limitaciones de su sexo en aquel tiempo y lugar, pero también una rebelde, un espíritu libre. En suma, es cuanto los hombres temían de las mujeres que se salían de ciertos parámetros, y por ello buscan y obtienen su castigo.
¿Cuándo las hordas del nuevo puritanismo condenarán, como ha sucedido con tantos clásicos, la ambigüedad moral de esta historia deliciosa y gamberra, tan adelantada a su tiempo, tan provocadora y hermosa? Hasta que eso suceda, Carmilla seguirá siendo una obra maestra del terror gótico, una lectura que se presta a todo tipo de interpretaciones y un certero bosquejo de la cambiante, evasiva y compleja naturaleza humana.
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Autor: Joseph T. Sheridan Le Fanu. Traductor: José Luis Piquero. Título: Carmilla. Editorial: Navona. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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