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Carnaval

«No es una fiesta más ni una feria de tantas,
es un modo de estar de la gente de Cádiz,
que hace de su cantar su semana santa,
su semana de gloria, de olvido y pasión»
(Los Millonarios)

Sucede en la Tacita de Plata, blanquecina y fenicia, que a las pocas semanas de finalizar la Navidad, comienzan los vecinos, como quien a dice, a felicitarse el carnaval. Apenas da tiempo a desprenderse de ese espíritu que, lejos de ser fiestero, tiende más a lo sacro y al ritual. Así son los gaditanos, fieles a las costumbres, a las suyas; a lo atávico y lo ancestral, y todos y cada uno de ellos, sabedores del legado, lo han mantenido tan intacto como innato desde que se lo inculcaron. Es el carnaval, su carnaval querido, una festividad, una celebración por todo lo alto, que se transmite de generación en generación desde tiempos inmemoriales; donde no hay brecha, como tanto se empeñan en hacer ver ciertas personalidades. No, ahí todo queda en casa, en familia. Y no contentos con ello, si alguien de fuera siente la curiosidad de asomarse y perderse por las calles que conducen a La Viña, a El Mentidero o a la imponente catedral; de atravesar Puerta de Tierra, o pasearse por los jardines de La Alameda o por La Caleta, donde es posible contemplar la semejanza que guarda con aquel otro malecón, descubrirá lo que es estar embrujado y caer rendido, enamorado. «Tengo un amor en La Habana y el otro en Andalucía», cantaba la que fuera una de las grandes damas de la música de nuestra tierra, María Dolores Pradera, que acertaba al entonar y afirmar eso de que «La Habana es Cádiz con más negritos; Cádiz es La Habana con más salero», pues quienes han estado en ambos sitios, pueden dar buena cuenta de ello. Sin embargo, si allá se respira el dulzor de guayaba o de los huertos, acá, en la pequeña y grande a la vez Cádiz, previa Gadir donde se fundó la antigua necrópolis fenicia, lo que se respira es arte y folclore, tradición y pasión por todas partes; pueblo salvaje que jamás se ha dejado domesticar. Y quien la pisa por primera vez no puede evitar sentirse prendado de su magia, de su duende, pues no sólo Sevilla lo tiene. Cádiz y sus gentes están tocados por la varita de la naturalidad y noble sencillez que en otros lugares escasea; del buen hacer, de la belleza, de la bondad de un corazón que se abre, como la ciudad, de par en par, ante el extranjero, el forajido o el alma desorientada y desvalida que sin rostro ni nombre consulta el viraje de su brújula en busca de un horizonte y paisaje donde asentarse, adoptándole como uno más en su tribu, compartiendo con él sus rarezas, sus costumbres, su historia, sus misterios y leyendas. Por eso durante estas fechas en Cádiz no cabe un alfiler, pues de tanto correrse la voz, nadie se lo quiere perder. Todo curioso e inquieto de mente y espíritu ansía ver el espectáculo que, además de celebrarse por las calles estrechas desde donde a veces se deja ver la torre erigida allá por el siglo XVIII, bautizada con el nombre de La Bella Escondida, arde de puro talento el escenario del Gran Teatro Falla, haciendo crujir y temblar las maderas de este coliseo, desarmando los cuerpos de los asistentes, y a sus testigos, por completo.

"Es el Falla, junto a los personajes que por allí desfilan, el emblema carnavalero por antonomasia, que se mantiene indemne e incólume al paso del tiempo"

No podía ser de otra manera que un lugar diseñado con la forma de herradura, como si con ello se pretendiera ya no sólo dejar huella sino que la propia huella quedase impregnada, a propósito, tanto en el cielo como en la tierra, y por algo en su interior hay un espacio reservado al Paraíso, situado en el gallinero, fuese concebido y construido al estilo neomudéjar, continuando así la moda arquitectónica que imperaba a finales del siglo XIX y principios del XX. «Qué tiene, ladrillitos coloraos, dime qué tiene, que loquito a mí me tiene», cantaría Manolito Santander con su chirigota del 97, bautizada como El séptimo de caballería. Claro que, si no llega a ser por Adolfo Morales y Juan Cabrera Latorre, este coliseo, tal y como lo conocemos, no existiría, pues fue en su día víctima del polvo, del fuego y la ceniza. Sin embargo, pasa con ciertos lugares que han nacido para convertirse en mito y ocupar un sitio en el Olimpo del arte, la cultura y la memoria; que han de trascender, pues ese es su sino: hacerse y saberse inmortal. No caer en el olvido, y por ello renacen cual Ave Fénix con el fin de restaurar el orden de las cosas, de renovarse, de aceptar una muerte que se sucede jornada tras jornada sobre las tablas del Falla. De esto entienden las agrupaciones, que como bien indicó Camus en su célebre ensayo de Sísifo cuando se centra en el poder que tiene el actor, único ser capaz de nacer y morir en cada obra, en cada actuación. Sólo el intérprete, el artista, conoce lo que es la vida y la muerte y, a su vez, el renacer. El resurgir cual ave de sus cenizas para dar paso a un nuevo espectáculo, a una nueva vida cargada de disfraz, de simbolismo y mitología. Es el Falla, junto a los personajes que por allí desfilan, el emblema carnavalero por antonomasia, que se mantiene indemne e incólume al paso del tiempo, guardando en sus entrañas los más anhelantes entresijos y secretos del arte y ADN gaditano. El templo de las comparsas, las chirigotas, los coros y  cuartetos, donde se disfrutan las presentaciones, los pasodobles, las coplas, los cuplés o los popurrís que se aprenden, tararean y silban después por las arterias que comprenden y conforman esta Tacita de Plata que no deja de cantar, bailar y palmear al son de un 3 por 4 que, cual veneno transmutado en música y verso, se inocula por los cinco sentidos y poros de la piel; por las venas del espectador que goza deslumbrado y maravillado ante el despliegue de personalidades que aderezan el escenario durante treinta minutos para crear y generar un nuevo universo y misterio.

"¿Qué tendrá Cádiz que todo aquel que la visita, y la corteja, desea quedarse con ella y en ella?"

En este rincón siempre ha lugar para las alegrías y las penas, pero también para la reivindicación y la queja. No hay censura en el Falla, pues es el pueblo, sabio, el que se desahoga y habla en el sanctasanctórum de sus plegarias, aunque sea a través de una máscara. Ya lo dijo Dylan en su día: “Aquel que lleve una máscara, te dirá la verdad. Pero aquel que no la lleve, es muy poco probable”. Y de eso trata esta farsa: de cantarse, entre otras cosas, las verdades a la cara. “Si me preocupa, es por algo que las tripas se rebelan”, sentenció el año pasado otro gran poeta, Antonio Martínez Ares, conocido en Cádiz como El niño coplero cuando le preguntaron por sus letras. «Soy distinto, diferente, un alma descarriada, / siempre voy contracorriente, tengo la lengua afilada. / El guijarro en el zapato, el acorde disonante, / un traidor pa’ los callados, la vergüenza de mi sangre. / Cuando sopla carnavales, soy el verso que molesta / a las columnas vertebrales de una sociedad que apesta. / Me recuerdo mi promesa, me disfrazo, me desangro…», declamó su comparsa al unísono al presentarse bajo el nombre de La Oveja Negra, cuando desestabilizó la superficie labrada de este suelo sagrado donde no es obligatorio descalzarse, pero sí abrirse en canal y desnudarse. Esta temporada, sin embargo, no podrá verse ni a Martínez Ares ni a su comparsa, vigente ganadora del primer premio. No será la única ausencia, pues es inevitable el vacío que pesa en los corazones de los carnavaleros, así como en el de los gaditanos, cuyo afán, y voluntad, es también mantener vivo el recuerdo de quienes ya se fueron, como Pedro Romero, Adela del Moral, Julio Pardo Merelo o el eterno Juan Carlos Aragón quien, con Los Inmortales, cantó aquello de que «Cádiz ha sido y será una ciudad que cuando suena, enamora desde el ancho mar hasta la luna llena; de la música aquí más de lo prohibido, es un sexto sentido, el sentido de sobrevivir». Y es que Aragón fue —seguirá siendo en esta vida y en la otra, como me dijo el que fuera antes amigo y ahora hermano—, un revolucionario que defendía y hablaba en nombre del pueblo que lo parió y vio crecer. Porque en Cádiz, si alguien es profeta, primero se le reconoce, se le rinde culto, se le aplaude y defiende en su tierra, y después afuera. Lo suyo, lo de casa, ni se toca ni se juzga. Se protege y se respeta. La filosofía gaditana puede no ser al gusto de todos, debido a su forma de entender y apreciar la vida y, a veces, puede resultar difícil de comprender, pero una vez la interiorizas, una vez te inicias en ella, sientes en tus adentros el fervor de una nueva religión, ¿o acaso fe?, que está al servicio de sus gentes y de su pueblo; que no se amedrenta, que no se hace chica, pues en su arte en el saber y buen vivir, traspasa fronteras. ¿Qué tendrá Cádiz que todo aquel que la visita, y la corteja, desea quedarse con ella y en ella?

En fin, no cabe duda de que la fiesta acaba de empezar; que estamos en fase preliminar hasta el próximo 13 de febrero, y a partir de entonces se sucederán los cuartos, la semifinal y la gran final de un concurso que si algo tiene por lema es, como sentenció Queen, que el espectáculo debe continuar. Queda mucho carnaval por delante, y muchas agrupaciones que ansían ponerse un uniforme que se concibió como sagrado por la responsabilidad que suponía —y supone— lucirlo y llevarlo. Y todo en pos de un ritual que se sucede cada año, donde el desangro de versos, estribillos y letras está asegurado; donde el sabor de vino amargo sabe a verdad, a pellizco del alma, a certeza. Este es el Carnaval de Cádiz, una especie de fiesta nacional, que no sólo se la quiere, sino que también se ha aprendido a quererla. Festividad de unos pocos, festividad de todos. No se la pierdan. Y, por favor, sean bienvenidos; pasen y vean.

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