Carnaval sin fiesta no es exactamente un poemario sobre la pandemia aunque ése sea uno de los temas que abordan estas crepusculares y aceradas composiciones. En realidad, la pandemia sería para Iñaki Ezkerra la fase más acabada del tétrico proceso de prohibiciones, límites, moralismos extemporáneos, imposturas, simulaciones y máscaras que caracterizan nuestra época. Poesía metasocial llama el autor a estos versos que reflexionan sobre sí mismos sin tratar de sentar ninguna cátedra ética ni estética: “No sé si hay que llamarla de algún modo. / Sé que uno escribe así, mirando a los otros, / en un momento exacto de la vida / en que no le bastan los cielos / y los océanos en el atardecer.”
Un sincero y descarnado poemario concluido en estos últimos meses, que habla de un tipo de restricciones más extensas, profundas y alienantes que las que nos ha impuesto el famoso virus.
Demasiadas máscaras
Las máscaras de Anonymous,
las capuchas del Daesh,
las capuchas que les impone a sus víctimas el Daesh,
los capirotes hoy apolillados
que usaron nuestros terroristas autóctonos
bajo unas redundantes boinas;
los de los penitentes en la Semana Santa;
las caretas en el Parque de la Ciudadela
con el rostro pintado de un profugo de la Justicia
o las de Lenin y Bolívar o Franco o el Cid Campeador
que se venden en el mercado negro de la ilusión política
como aquellas de Nosferatu o Frankenstein
que aún siguen colgadas en algún escaparate
humilde de mi infancia junto a las bombas fétidas,
los polvos de estornudar, los petardos y tebeos
del Capitán Trueno.
Las carátulas de los linchadores y los justicieros
de Facebook o de Twitter,
la sonrisa del Joker que se multiplica
en la foto de una despedida de solteros
colgada en Instagram;
los velos y los burkas de las hijas de Alá,
los velos y los burkas de silicona o de botox
de las occidentales, el antifaz de Batman…
Había demasiada gente entusiasmada
con la idea de cubrirse la cara
antes de que las mascarillas quirúrgicas
cubrieran el rostro del planeta.
Había ya antes demasiada impostura.
Mas luego está toda esa cultura de la restricción
que es en el fondo máscara social de lo que somos
y que se ha ido afianzando como una inapelable teología:
prohibido fumar porque mata,
prohibido opinar porque hiere,
prohibido beber porque exalta
e invita a decir la verdad
con más claridad de la conveniente;
prohibido comer porque afea los cuerpos,
prohibido trasnochar porque delata
una naturaleza poco convencional;
prohibido reír porque no te tomarán en serio;
prohibido envejecer porque es de mal gusto;
prohibido enfermar, prohibido sufrir,
prohibido besar sin un consentimiento explícito,
prohibido desear…
Esta peste no viene de ahora.
Ya estaba aquí antes. Esta peste,
este tedioso Carnaval sin fiesta
sólo es la etapa final de una vieja carrera hacia la sombra,
la profundización en un infierno soñado durante años,
el adentramiento en la noche de un tiempo sin rostro.
No me quito la pegajosa sensación
de que simplemente hemos llegado a la meta.
Florencia, 1348
Huir de Florencia como hacen esos jóvenes
del libro de Boccaccio cuando llega de Oriente
el mal desconocido. En estos días
releo esos vitales y eróticos relatos
en los que asoma el genio italiano y prefigura
la alegría, la pasión, el ángel hedonista de la Edad Moderna.
Hay algo emocionante en esas páginas
escritas en la noche de Europa:
la experiencia cercana del fin no les lleva
a esos chicos y chicas a preparar sus almas
para la vida eterna a la que miran las ojivas góticas
del orden medieval sino a la risa
y a la celebración del reino de este mundo.
Si todo esto sirviera para un Rinascimento;
para encender la luz de siete siglos…
Somos hijos de la peste bubónica.
Catacumbas
Oigo en una televisión confesional
a una mujer de labios de silicona,
de nariz y de pechos operados
y de pelo teñido,
hablar del mensaje actual del Evangelio.
Me pregunto si será la puta del Anticristo.
De pronto me acuerdo de los cabellos blancos
y de los rostros arrugados
y de los morados labios de varias mujeres
que nunca saldrán por ese canal
no sé muy bien si porque son la antítesis
de esa ética o de esa estética:
María Zambrano, Ana María Matute, Doris Lessing, la viuda
del poeta García Hortelano…
¡Y a mí que todas ésas me parecen cristianas
de las catacumbas romanas!
Años de patriotismo
El alcalde de ese lugar perdido en el mapa de mi país
allá esperándome
con su corbatón verde fosforescente
bajo un arco románico,
su rubia de bote oficial y su flamante mercedes,
que se dan de hostias con el suelo embarrado
y póvera de la plazuela rural.
El concejal de cultura, luego,
que sólo ha leído en su vida a José Hierro y lo recita
con un melodramatismo impostado y radiofónico,
el concejal de urbanismo, que lo lleva recalificado todo
hasta los injertos capilares, la omertá local en pleno…
Después, la conferencia sobre la tragedia vasca,
la metopa, las insignias del lugar, las palabras emotivas, el himno
nacional,
el que se pone al oírlo la mano en el pecho
porque su referencia existencial es el fútbol…
Decía el doctor Johnson que “el patriotismo
es el último refugio de los bribones”.
Y Ambrose Bierce mejoró la sentencia
en su Diccionario del Diablo:
“El patriotismo es el primer refugio de los bribones”.
Años de giras y de trato con esos especímenes
de los que me habían advertido Johnson y Bierce.
Años de cenas interminables en las que un cacique local
con su corbatón verde fosforescente, su puro, sus cuatro secuaces,
su balde de whisky con Coca-Cola, sus ojos entornados y lacrimosos
de ebriedad solemne, su voz de una afectada gravedad,
brindaba por España.
Años de desconciertos y perplejidades
en los que, en una de esas sobremesas, me preguntaba de pronto:
“¿Qué hago yo con estos tipos?”
Ilusión
Cómo le gusta a cierta gente levantar el tono
de voz para prohibir.
En el hotel de la que fue mi ciudad,
y en el que ahora me hospedo,
cierran el bar a las diez y media en punto.
Me lo ha dicho el conserje de recepción
con una ilusión suicida
en esa Ley Seca que amenaza su puesto de trabajo.
Gracias a su amable advertencia,
he conseguido llegar cinco minutos antes
del implacable cierre y me he pedido un whisky
que he tenido que acabarme en la puerta
como si perpetrara una travesura.
Inesperado momento de euforia y plenitud
un Macallan con hielo, un cigarrillo…
en la puerta de un hotel bilbaíno
en cuyo interior las prohibiciones crecen
y alguien las riega como a una planta o a un tumor.
Antes de que llegaran las leyes de la peste
ya era ilegal beber al cielo raso
y fumar bajo el techo de cualquier restorán.
Se trataba de impedir a toda costa
la simultaneidad de ambos placeres.
Gracias a los virus, hemos dado otro paso
en la ruta que marca la espada flamígera
del bíblico guardián del Paraíso.
Digamos que rozamos la perfección.
Ahora rige por fin la prohibición de beber
tanto delante como detrás de esa puerta acristalada.
Ahora soy yo el que está prohibido.
Vivo un instante legalmente imposible.
Y toco las estrellas con mi pitillo y mi whisky de malta.
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Autor: Iñaki Ezkerra. Título: Carnaval sin fiesta. Editorial: Huega y Fierro. Venta: Todostuslibros
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