Lo adelanté la semana pasada: se acercaba un artículo sobre animales de experimentación. Y de éticas ridículas y cuestionables. El tema es controvertido. Dentro del mundo académico no hay consenso. Si acaso, lo que hay es un acuerdo generalizado para defender que todo vale si lo justifica el avance de la ciencia. Bueno, todo, todo, no. Los experimentos diseñados por locos que se realizaban con seres humanos allá por los años cincuenta en toda Europa y Estados Unidos son hoy día una cosa impensable. No tanto, sin embargo, si el sujeto en cuestión no sabe ponerse unos pantalones.
Los usos que un investigador puede darle a estos organoides conocen pocos límites, desde conectarlos a robots para dirigir sus movimientos, modificar sus genomas mediante bases de datos de genes Neandertales, enviarlos al espacio a bordo de la Estación Espacial Internacional, como modelos para desarrollar inteligencia artificial que imite la química humana o hasta, recientemente, medir los efectos de diversas medicaciones frente al SARS-CoV-2-coronavirus.
Hasta aquí bien. Es sencillo imaginar que, dadas las aparentemente ilimitadas opciones que ofrecen a la ciencia y a la imaginación, los organoides cerebrales son un gran avance para la ciencia. Incluso hay un equipo que logró añadir organoides humanos a cerebros de ratones y viceversa.
El equipo del doctor Muotri ha sido capaz incluso de crear organoides que imitan los patrones de ondas cerebrales de bebés humanos. En un mundo donde todavía hay quien cree en el creacionismo, donde se prohíbe el aborto, o se limitan los experimentos con fetos humanos, ¿qué clase alma cándida iba a esperar que esto no despertara a la Guardia de la Moralidad del Popurrí? ¿A dónde iríamos a parar si la ciencia fuera capaz de crear consciencia? Uy, qué espanto.
Lo más espantoso de todo es que las objeciones a estos avances lleguen de una rama de la ciencia. Pero claro, en un país en el que inyectarse lejía para combatir un virus suena plausible y demanda que los efectivos de emergencias crearan una línea telefónica solo para desmentirlo, ¿a quién narices le va a sorprender?
Los españoles peleamos por los muertos en las cunetas. Otros pelean por su anticuado sentido del bien y el mal. Por supuesto, ahora resulta que son seres humanos. Una masa de carne en un disco de Petri tiene derechos. Repito, derechos. Más de los que se les reconocen a muchas personas. Indudablemente los derechos que se les niegan a millones de animales de experimentación. Porque no he olvidado de lo que va esta publicación. De los millones de pobres criaturas que mueren anualmente y, en muchos casos, para nada, debido a malos diseños experimentales, a fallos absurdos, o a negligencias imperdonables.
Pero vivimos en una era magnifica en la que el más mínimo resto de un ser humano debe ser venerado, preservado y protegido. A esta gente no se le puede convencer de ceder en sus posiciones ni explicándoles que estos organoides pueden ser una pieza clave para descifrar el autismo y la esquizofrenia.
Pues andaba uno muy entretenido entre chats de colegas investigadores, artículos de opinión y demás andamiaje montado en torno a este pequeño tema, cuando leí que los meapilas querían darles a las hamburguesas de cerebro la misma normativa bienestar que existe para la experimentación animal.
Si se les dota de consciencia, dicen los defensores de esta idea, los rastrojos de neuronas humanas, bien podrían percibir su entorno e incluso sufrir. ¿Cómo sería esto posible en ausencia de sistemas sensoriales periféricos? Pues no lo sé, por no decir que no es posible. Pero todos los no expertos en el área empiezan a picar el anzuelo. Y es preocupante. La fuerza de este argumento depende en gran medida de la teoría en la que crea la gente en mayor número. Al final, es un absurdo círculo, o un anzuelo, en el que pican más peces de los que esta caña puede soportar. Aquí mi cerebro dejó de divertirse y explotó de rabia. ¿Bienestar en los animales de experimentación?
Sepa esto el lector. Hay que ser muy miserable para experimentar con seres vivos en ciertas condiciones que en breve adelantaré. Se debe ser una persona depravada y degenerada para tratar a tantos seres como si no fueran más que pedazos de un rompecabezas. Pero para fingir que los animales de experimentación tienen derechos, o que se respetan un mínimo de normativas de bienestar, esta gente que va a misa todos los domingos y le rezan a un pedazo de madera tienen que estar tan muertos por dentro que me asustaría la posibilidad de echar un vistazo a lo que repta por sus cerebros.
Y es que tenemos largos compendios de normativas y guías acerca del trato que hay que darle a cada animal de laboratorio. Según la especie, la edad, el sexo, el estadio de su vida, los experimentos para los que son usados… Se determinan hasta los más y los menos. Cuánto dolor se les puede infligir, cómo se puede hacer, los sistemas de obligado cumplimiento para evitarles el sufrimiento, cuándo y como eutanasiarlos, las dimensiones de sus jaulas… En fin, todo y más de lo que uno se pueda imaginar está disponible como normativa que un investigador debe conocer y respetar más, incluso, que la enclenque y vieja constitución española.
De momento el problema está estancado en definiciones. Como en todo lo que afecta al sistema nervioso. Ni siquiera somos capaces de alcanzar un acuerdo sobre la definición de «inteligencia». Estaba claro que no iba a ser diferente con la definición de «consciencia». Mientras esto siga así, los investigadores que realizan increíbles avances científicos usando cultivos de células madre podrán continuar con un trabajo admirable.
Ahora deseo proseguir con aquello a lo que fueron a parar mis pensamientos. Los animales de experimentación. Leo en Nature que hay quienes con una mano exigen derechos para células, material de laboratorio, mientras que con la otra mano desnucan rata tras rata, o decapitan ratones con guillotinas de papel.
Ya lo dije. La normativa de bienestar en animales de experimentación es clara y muy extensa. Hasta tal punto está llegando en países como España que el número de personas que puede interactuar con animales de experimentación, y el modo en que pueden hacerlo, se ve cada vez más constreñido.
Y esto es perfecto. Está muy bien si dedicamos un momento de respeto a pensar en los millones de ratas, ratones, peces, cerdos, perros, gatos, aves, invertebrados y demás que viven como tornillos en una ferretería, apilados. Privados de los estímulos de la vida en libertad, que nunca sentirán el viento, el sol o las mareas, y que deberán pasar por un calvario de torturas antes de que se les permita siquiera morir. Algunos de ellos nacerán ya con mutaciones terriblemente dolorosas provocadas por nuestra manipulación de su código genético.
¿Alguno de los lectores ha pensado alguna vez cuántos animales de experimentación sometemos a las más terribles torturas ideadas por un ser humano? Porque estoy seguro de que muchos habrán dedicado un momento, aunque sea, a los animales que sacrificamos. Pero los de experimentación, salvo en el peculiar caso de los monos, son otra historia.
Verán, hay una razón por la que un científico como yo se muestra tan reaccionario a la experimentación animal. Mejor, son dos. La primera de ellas es que gracias a la maravillosa técnica del cultivo de células madre, cada vez más avanzado, somos capaces de recrear los tejidos que deseemos, los órganos que necesitemos. Tuve un compañero que desarrolló la magnífica idea de imprimir órganos con impresoras 3D. Maravilloso. De esta forma, uno es capaz de someter estos cultivos, que bien pueden ser unidimensionales o tridimensionales, a cuantas condiciones experimentales necesite. Mutaciones, sustancias químicas, exposición a enfermedades, hibridaciones… El horizonte es nuestro para tomarlo. Y aquí llega lo más alucinante de todo: es más barato que mantener animales de laboratorio, más limpio y ocupa menos espacio. Con los avances adecuados en energías renovables, también podría representar un menor impacto ambiental.
“Pero hay casos en los que se necesita un organismo completo”, dirán algunos. Para estos casos disponemos de software capaz de imitar a estos organismos con complejos y realistas algoritmos que han necesitado décadas para nacer. Y en el caso de que estos tampoco fueran necesarios, no habría más remedio que recurrir a los animales de experimentación. Pero estaríamos en un contexto en el que la acumulación de los mismos se habría visto exponencialmente reducida, y la capacidad y disposición para tomar cuidado apropiado de ellos se vería incrementada.
Ahora, si esta es una situación de win-win, como dicen los estadounidenses para indicar que todos ganamos, ¿por qué no se pone en práctica? Resulta que crear y mantener un cultivo de células madre es barato. Pero no es fácil. Requiere de personal correctamente formado, cuidadoso, limpio, siempre alerta. Las células pueden contaminarse en cualquier momento, desecarse, consumir el medio de cultivo; es decir, una serie de factores que requieren la atención que los investigadores por lo general no mantienen. Es así. Bájennos ya de los altares.
Suelen estar más ocupados luchando entre sí por reputaciones, o buscando dinero. Pero además de ello, buena parte de los pabellones científicos está compuesta por momias. Personas que por edad, o por falta de decencia, son incapaces de adquirir las nuevas habilidades que el mundo de la ciencia demanda de ellos. Os sorprendería cuántos son incapaces siquiera de manejar adecuadamente una hoja de cálculo. Y claro, deshacerse de ellos no es viable por el coste que tendría. Sería más barato cambiar el equipo titular del Real Madrid por gatos persas.
Otra razón menor es que el cuidado de estos animales de experimentación suele estar en manos de estudiantes de primer año. Trabajan duro y gratis. No tienen derechos, y empiezan a aprender que la academia va de pelear con todo Cristo, o de lamer culos. Sí, la ley prohíbe que personas sin formación específica se hagan cargo de estos animales. Pero se hace igualmente. Se puede denunciar. Pero entonces, el tonto ocurrente no solo verá cómo no pasa nada en lo que quiso mejorar, sino que será señalado. Adiós carrera.
La segunda razón por la que me opongo radicalmente a la existencia de animales de experimentación es porque llevo más de una década siendo testigo de una cantidad de torturas encarnizadas tan grande que, de verdad, ya nada puede quitarme el apetito. Viven en espacios minúsculos. Hacinados. Sucios. Son tratados a patadas. Manipulados por personal sin tacto ni respeto. Cuando enferman son sacrificados instantáneamente. Su destino es un horno crematorio o un congelador. Se experimenta con huevos, con fetos, con adultos, con hembras preñadas; se les abre, se les inyecta sustancias de todo tipo, se les corta la cabeza tras sacarles los ojos en vida, se les cose el ano, se les amputan miembros… Y lo peor de todo, aunque no se pueda creer, es que los hay que se destinan a disecciones en las prácticas de las carreras científicas. Son pobres animales que los profesores, incapaces de escapar al sentimiento de superioridad, entregan con vida. Tras impartir imprecisas instrucciones, se procede a la masacre de sacrificar al animal con tijeras, bisturí, o lo que sea. Incluso en algunos casos interesa sujetar el animal a una placa con alfileres y viviseccionarlo para ver su interior en vida.
Lo curioso es que, después de todas estas fútiles clases de anatomía, nadie recuerda al año siguiente la localización de los órganos internos de los animales que mataron un año antes. Y existe presión a este respecto. Un estudiante es obligado a matar. Recuerdo mi primer año como estudiante, en el que me negué a todas las vivisecciones, e incluso robé algún animal con vida —not sorry—, y en el que una profesora me predijo la ausencia de futuro en la ciencia si no accedía a torturar al pobre bicho del día.
Al final, la mayoría de estudiantes se dedican a menesteres que nada tienen que ver con la ciencia, o trabajan como profesores de instituto, lo que se traduce en que miles de muertes fueron innecesarias. Como también resulta innecesario el uso de animales de experimentación en proyectos que no son aprobados por los comités de ética de las universidades, que están mal diseñados y peor ejecutados, lo que conduce a la imposibilidad de convertir sus resultados en publicaciones científicas. El fin último de la investigación.
Teniendo todo esto a la vista, ¿cómo puede nadie atreverse a pedir derechos para células madre solo por el hecho de ser humanas? ¿Cómo es posible que sin tener en orden la casa propia, haya personas tan faltas de escrúpulos que pretendan acosar a investigadores prominentes y suspender trabajos que aportarían a la ciencia descubrimientos verdaderamente significativos?
La academia debe ser el paradigma del conocimiento, de la sabiduría. Estas requieren indispensablemente de respeto por la vida, compasión, honestidad, humildad y una búsqueda incansable de conocimiento sobre la base de que nunca sabremos todo.
Los moralistas son personas que se especializan en ver pajas en los ojos ajenos, y nunca se miran al espejo. Son, por ende, la clase de personalidad que nos sobra en un mundo acelerado en el que los experimentos deben ser más rápidos, más certeros y proporcionar más respuestas. Las generaciones pasadas comienzan a desaparecer de nuestras universidades, no seamos tan necios de honrarlas imitando sus formas.
Hemos sacrificado millones de ratones, de ratas, visones, cerdos y perros como sujetos de experimentación por el coronavirus. Quiero que abandonen este artículo elucubrando cuántas veces pueden equivaler a la población humana. Quiero que cuando llegue el momento de alzar la voz, existan personas que sepan por qué lo hacen.
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