Postales desde el filo (Mike Nichols, 1990), cuyo título español, sin parafrasear demasiado el original inglés, bien podría haberse traducido como Postales desde el borde del abismo, no debe confundirse con el resto de los melodramas familiares que tanto gusta protagonizar a Shirley MacLaine. Basada en la autoficción homónima que Carrie Fisher publicó en 1987, también hubiera podido titularse El vuelo más bajo —o más alto, según se mire— de la princesa Leia Organa.
El rasante despegó cuando la estupefacción, por harto repetitiva, se convirtió en aburrida. Una dependencia que, en el mejor de los casos, sólo procuraba el sosiego de saberse embriagado, pero ninguno de los placeres que brindaba cuando la toxicomanía era liberación. Con todo, a la lideresa de la Alianza Rebelde el siempre falso don de la ebriedad aún habría de procurarle una satisfacción última: la de su superación. Porque Carrie Fisher, cuando abandonó la space opera más popular de toda la historia del cine, supo hacer del vicio una virtud, reconvirtiéndose en novelista. En su nuevo empleo conoció el renacer de su éxito cuando todo el mundo la daba por perdida en el abismo de las drogas. Toda una lección de superación personal que hizo rectificar a cuantos quisieron condenarla al ostracismo aduciendo que una estrella del cine familiar no podía ser cocainómana.
De ahí que Postales desde el filo (1987), la novela, la autoficción en cuestión, tampoco pueda considerarse uno de esos libros de autoayuda que tan a menudo copan las listas de ventas. Su asunto es el mismo que el de la película. Aquí sí que vale aquello de «tanto monta, monta tanto», porque fue la misma Fisher quien escribió el libreto de la cinta de Nichols. No hubo lugar, por lo tanto, a las frecuentes quejas de los escritores sobre las adaptaciones al cine de sus novelas. En ambos casos el argumento es el mismo: Suzanne Vale —Meryl Streep en la cinta— es una actriz que trata de volver a poner en marcha su filmografía, junto al resto de su vida, tras salir de un centro para la rehabilitación de cocainómanos. Obligada por el estudio que la contrata a vivir con una persona “de confianza” que cuide de ella, ésta resulta ser su madre, la también actriz Doris Mann, Shirley MacLaine en la película. Mujer tan pagada de sí misma como aficionada al vodka, parece tener más interés en sus vanidades que en la suerte de su hija. Trasunto de la relación que la propia Carrie mantuvo con la autora de sus días, Debbie Reynolds —una de las grandes intérpretes del musical y la comedia estadounidenses de los años 50—, la nueva escritora había pasado de protagonista a secundaria a consecuencia de sus vicios. Pero en sus primeras páginas, a través de la sutil crónica de las debilidades de su casa, demostró ser una aguda observadora de las miserias de la alegre colonia de Hollywood.
Antes de dar vida a la princesa Leia Organa, Carrie Fisher ya era toda una princesa de Hollywood. Nacida en Beverly Hills en 1956, su padre fue uno de los grandes vocalistas de los días previos al rock & roll. Las ventas de sus discos eran millonarias y, como el resto de los cantantes más celebrados de aquella época, tenía su propio show televisivo. Su hija sólo tenía dos años cuando su padre abandonó la casa para irse detrás de Elizabeth Taylor.
Aquello supuso uno de los mayores escándalos de la época. Sólo habían pasado diez meses desde que el primer marido de la actriz inglesa —el productor Michael Todd, impulsor de uno de los grandes formatos de pantalla, el Todd-AO, y el mejor amigo de Fisher— había muerto en un accidente de aviación. El abandono marcó a la futura Leia como marca a cualquier niño el que su padre le deje, para correr junto a una mujer que no es su madre. Cabría pensar que el trastorno bipolar, que le fue diagnosticado a la Carrie adolescente, tuvo algo que ver con el desorden sentimental que imperaba en su casa. Pero no impidió que cursase sus estudios en la Beverly Hills High School. La lectura, que con el tiempo habría de ser el germen de esa escritura que la rehabilitó, fue el gran placer de su infancia. Pero llevaba el espectáculo en la masa de la sangre.
Corría 1971 cuando la joven Carrie salió al escenario por primera vez, en un show de su progenitora en Las Vegas. Siempre mantuvo con Debbie Reynolds una relación peliaguda. Por un lado, el amor, que su madre no le dio ni en el tiempo ni en la forma debidos; por el otro, la competencia, la inevitable rivalidad que se establece entre una actriz y una aspirante. Aún cursaba sus estudios superiores en el Sarah Lawrence College cuando Carrie Fisher debutó en el cine a las órdenes de Hal Ashby en Shampoo (1975). Al punto llegó George Lucas y le confió el personaje con el que habría de hacer historia en la Galaxia.
Quién sabe si la interpretación, además de esa impronta en la masa de la sangre, no fue asimismo una terapia para su bipolaridad. Bien es cierto que ella también —como Frances Farmer, Gene Tierney y tantas musas de la gran pantalla— hubo de padecer el electroshock. Lou Reed, tan letraherido como Carrie y también sometido a convulsiones eléctricas, aseguraba que las pérdidas de la memoria que produce hacen que, al leer un libro, “al llegar a la página diecisiete no te acuerdes de nada y tengas que volver al principio”.
Como tantos jóvenes de aquellos años, toda una generación alucinada, fanáticos del rock & roll de Lou Reed, antes de probarlas por primera vez, Carrie Fisher mitificaba las drogas. Parece que fue John Belushi, con quien coincidió en el reparto de Granujas a todo ritmo (John Landis, 1980) y en algunas emisiones de Saturday Night Live, un legendario espacio de la antena estadounidense, quien la introdujo en el consumo de sustancias tóxicas. Pero esto es algo que Belushi nunca ha podido desmentir, porque exhaló su último aliento con el speedball —cierta mezcla de heroína y cocaína— que se chutó el cinco de marzo de 1982 en Los Ángeles, en el bungalow número tres del Chateau Marmont de Sunset Boulevard, para ser exactos.
La misma Carrie Fisher escribió que las drogas fueron la causa de que su matrimonio con el músico Paul Simon —a quien también había conocido en Saturday Night Live— sólo durase trece meses: los que se fueron entre julio de 1983 y agosto de 1984. “Le di tanto a la cocaína durante el rodaje de El imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980) que incluso John Belushi me dijo que tenía un problema con ella”. Huelga apuntar que la coca, el alcohol y los ansiolíticos —que siempre estimó más oportunos para tratar su trastorno bipolar que el electroshock— también interfirieron en su actividad profesional. Todo lo que prometía tras el éxito de la primera trilogía de Star Wars, cuando era conocida como las tres partes de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), se quedó en nada. De hecho, entre los muchos telefilmes y cintas menores por los que discurrió su carrera posterior, sólo pueden destacarse Hannah y sus hermanas (Woody Allen, 1986) y Cuando Harry encontró a Sally (Rob Reiner, 1989). En esta última recreaba a Marie, la amiga de Sally (Meg Ryan). A eso se vio relegada en Hollywood Carrie Fisher, a ser la acólita de los protagonistas, después de sufrir una sobredosis en 1985 y someterse al correspondiente proceso de desintoxicación. Exactamente igual que la Suzanne Vale de Postales desde el filo. Empezó a escribirla mientras se desintoxicaba.
Tras el éxito como novelista, desarrolló como guionista una filmografía paralela a la de actriz de reparto. Escritora de algunas de las aventuras del joven Indiana Jones, se dice que incluso enmendó los libretos de Hook (Steven Spielberg, 1991) o Sister Act: Una monja de cuidado (Emile Ardolino, 1992).
Eso sí, nunca volvió a protagonizar una película. Se reconcilió con su madre en el guion del telefilme Esas chicas fabulosas (Matthew Diamond, 2001). En 2009 publicó Wishful Drinking, una suerte de memorias presididas por el sarcasmo sobre su alcoholismo. En ese mismo texto aseguraba que su segundo marido, el representante Bryan Lourd, la dejó cuando se descubrió homosexual. De Harrison Ford recordaba la historia que tuvieron mientras rodaban La guerra de las galaxias. En 2010 apareció Mi vida en esta galaxia, un nuevo texto autobiográfico.
Por último, ya en 2017, dio a la estampa El diario de la princesa, una evocación del rodaje de La guerra de las galaxias, partiendo del dietario que escribió entonces, cuando era una chica de diecinueve años perdidamente enamorada de Harrison Ford, a quien dedicaba sus versos más exaltados.
Carrie Fisher emprendió su último vuelo el veintisiete de diciembre de 2016. Pese a lo que pudiera parecer, su madre acusó tanto su muerte que sólo la sobrevivió veinticuatro horas. Sí señor, Debbie Reynolds se fue tras ella el veintiocho.
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