Majestad:
Yo sabía que debía empezar así, pues éste es el tratamiento que debo daros como rey de España, mi rey. Además, si lo pienso no es la primera carta que os escribo; hace muchos años, cuando escribí una novela titulada El pequeño rey, que fue publicada finalmente hace unos años por la editorial Imágica, yo os envié el libro. Por esas fechas cumplíais años, no recuerdo cuántos, pero mi libro lo debí escribir en el 2003 aproximadamente. Acompañé el paquete con una carta en la que ahora no recuerdo bien lo que puse, pero sí debí hacerlo con mucho respeto, el que siempre me inspiráis, y muy buenos deseos. Sinceramente pensé que mi novela os podía gustar, puesto que trata sobre un príncipe de España, un príncipe niño, imaginario, que algún día sería rey, como lo sois ahora, Majestad.
El personaje de mi novela, que en la ficción sería algún día Carlos V, un nuevo Carlos V, es, tal vez, como dice mi amiga María Fidalgo, un “niño utópico”, de lo buenísimo e inteligente que es. Yo también os tengo en la mejor consideración, siempre os he tenido una gran simpatía y me parece admirable vuestra función y cómo la lleváis a cabo todos los días, siempre que podéis con una sonrisa amable, afable. Verdaderamente me parece que sois un rey digno del amor de su pueblo, y creo que posiblemente no se puede aspirar a más siendo un rey, y quizá sea esto el principio y el final de todas las cosas para un monarca. ¿Qué más se puede pedir que el amor de un pueblo? ¿Qué más puede desear un rey? También, pienso yo, la salud y prosperidad de ese mismo pueblo. Que a todos nos vaya lo mejor posible, que seamos lo más felices que podamos ser.
Lo cierto es que no os conozco. Nunca nos hemos visto. Lo cierto también es que os conozco desde niño, gracias a la televisión, a los medios en general. He seguido vuestros pasos, aunque seáis mayor que yo. Si no me equivoco sois ocho años mayor. Recuerdo el día de vuestra proclamación que fue un día muy alegre para mí, feliz y alegre, muy optimista. Pensé, y lo dije en mi casa, que nos iba a ir muy bien a los españoles, a todos. Ahora también me gustaría decir aquí que tengo en gran consideración a vuestro padre, Juan Carlos I, que para mí fue un gran rey, y que recuerdo que mientras lo fue los españoles en general estábamos muy contentos con él, muy orgullosos de él. Cuántas veces he oído, por ejemplo, que el rey era el mejor embajador de España en el extranjero. Como sin duda lo sois ahora. Él siempre decía, por lo que he podido leer, que ser rey era un trabajo, una profesión, y sin duda él fue un gran profesional, como vuestra madre, Doña Sofía.
Intuyo, siempre lo he intuido, que es un trabajo muy duro, mucho más duro de lo que la gente piensa. Recuerdo que una vez entrevisté al embajador Inocencio Arias en el Club Siglo XXI, y me dijo, hablando del rey Juan Carlos, y me parece que también de vos, que verdaderamente la función de rey era, es, un trabajo. Y seguramente para valer para ello, aparte de una gran formación, hay que nacer para ello, y ser educado para ello desde siempre. A medida que os he ido conociendo más y más, desde lejos, he llegado a la conclusión de que sois la persona adecuada para vuestra función. Una función tan difícil y en mi opinión, al menos en España, tan necesaria.
Pero no quiero tratar de política porque Zenda no es una revista política ni tiene color político, aunque estáis a mi juicio más allá de la política, más allá y más “acá”, si me lo permitís. Zenda es una revista de libros, y los libros son de lo más hermoso que tiene el mundo. Al menos desde mi punto de vista. Nacen de nosotros, los seres humanos, de nuestro amor y discernimiento, de nuestra imaginación y pensamiento, y van al otro, a los otros, nos llevan al encuentro de los demás y al revés: los lectores conectan también con nosotros, los que escribimos los libros, con placer y esfuerzo. Como así sucede con esta carta.
Yo tengo, en esta misma mesa en la que escribo la presente carta, dos libros: El Príncipe, de José Apezarena, que contiene mucha información interesante sobre vuestra vida y figura, y El Rey. Conversaciones con Don Juan Carlos I de España, de José Luis de Vilallonga, libro sobre vuestro padre que leí hace muchos años, en 1996, y que me gustó mucho. Recomiendo desde aquí estos libros a los que no los conozcan o a los que no los hayan leído.
Ambos nos acercan a personas que siempre tenemos presentes, que son muy importantes para nosotros, pero que no tenemos próximos, que no conocemos bien. Conocemos lo que nos dicen los telediarios, la prensa, los reportajes de los medios, los discursos… Los conocemos, os conocemos, desde lejos, muy desde lejos. Ahora que lo pienso, en el fondo conocemos mejor a los personajes de nuestras novelas más queridas, porque nos metemos en ellos, porque los autores nos meten en ellos. En cambio el contacto que tenemos con vosotros, siendo trascendentales para nosotros, insisto, es superficial. Aunque sé los esfuerzos que hacéis, sin embargo, por acercaros a la gente, porque os conozcan, porque os conozcan mejor. Sé, por ejemplo, que cuando vuestra madre, Doña Sofía, hizo su biografía con Pilar Urbano, le dijo a la periodista y escritora: “Quiero que los españoles me conozcan.” Me parece esto muy hermoso y muy necesario.
Majestad, mi carta toca a su fin. Podría hacerla mucho más larga, tanto, ahora lo pienso, podría ser un libro, un pequeño libro, como aquel Pequeño rey que escribí hace ya tantos años, pero éste sobre un rey de verdad, real. Podría contaros muchas cosas y preguntaros muchas más, porque mi curiosidad es grande y la curiosidad de cualquiera que se dirigiera a vuestra persona lo sería. ¡Cuántas cosas le preguntaría a un rey! Cuántas cosas le contaría a un rey que he visto crecer y desarrollarse, ser príncipe y rey durante toda una vida, mi vida, vuestra vida. Pero como dice nuestra sabia lengua española, “para muestra un botón”. También la forma de la carta es una muy sabia forma de comunicación. Estoy lejos, no os conozco, pero sé que tengo en vuestra persona, en el rey, como todos los españoles, a un amigo, un gran amigo. ¿Qué más puedo decir, qué más puedo pedir? Así, aquí, debe terminar mi carta, Majestad.
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