Querido Fernando:
Ahora te leo, por ejemplo El camino del corazón, que lo tengo en esta casa de Pontedeume donde veraneo, en A Coruña, dedicado por ti, por cierto… “con libertad, con espiritualidad, con amistad”… ahora te leo, decía, y disfruto más de lo que escribiste, como si el escritor tuviera que morir —todos moriremos un día—, desaparecer, para dejar sola a su obra, para que brille, sin competencia ya de ninguna clase con el ser humano que es el autor.
Tú fuiste también muy brillante, y muy polémico, heterodoxo, lleno de contradicciones, pero siempre también inspirador, interesante, muy capaz de enseñar al joven escritor, de divertir por supuesto con las palabras, siempre cargadas de luz, de fuerza, a los que te oían o te leían. Y tenías legiones de lectores, de seguidores, de admiradores. También tenías bastantes detractores.
Una vez te dije, ahora que recuerdo, que me gustaba más cómo hablabas que cómo escribías —cosa que estoy dejando de pensar al releer El camino del corazón, porque veo que tu escritura se potencia ante mis ojos—, y me dijiste que no te gustaba que te lo dijera, o que dijeran eso otros. Al fin y al cabo eras, eres, escritor, y un escritor quiere escribir bien, muy bien, lo mejor posible, quizá mejor que nadie, mientras que el hablar parece algo más del día a día, más práctico, utilitario. Luis Alberto de Cuenca me diría que toda diferencia está en el lenguaje connotativo de la escritura, de la literatura, del arte de la palabra. Aunque ese lenguaje connotativo también se puede dar en la lengua oral. La literatura también puede ser oral, y para mí tu hablar era literatura.
Por supuesto tú y yo sabemos, y creo que todo el mundo lo sabe, lo difícil que puede resultar hablar, y cómo puede constituir un verdadero arte. Yo en ocasiones pienso que la gente admira más al que habla muy bien que al que escribe muy bien, pero es una apreciación personal. Lo cierto es que quizá pienso esto porque a mí siempre me ha costado hablar y en cambio siempre he escrito con mucha facilidad.
“La escritura es un trabajo de orfebrería”, me dijiste una vez, para destacarme lo difícil del empeño, lo laborioso, lo artístico, insisto. Comparabas el hablar con el torear, y me parece muy bonita la comparación, la metáfora. “A las palabras se las lleva el viento”, me decías también, animándome a que te escribiera correos electrónicos, mejor que llamarte por teléfono. Apenas conocí contigo ya la edad de las cartas, y ésta que te escribo es una carta muy especial. Me gusta escribir cartas cuando nadie, casi nadie, las escribe.
Fuiste una persona muy trabajadora que hizo muy bien cuanto hizo, o cuanto yo te vi hacer. Los libros, los artículos, los programas de televisión —que me apasionaban, especialmente Negro sobre blanco—, los debates, las conferencias —esto lo conocí menos—… Trabajabas duro. Duro pero feliz, seguro. “Hay que trabajar”, repetías, quizá como supremo consejo literario. Yo fui contigo algunas veces a la tertulia de “Las lentejas”, con Juancho Armas Marcelo, Pepe Esteban, Juan Carlos Chirinos, Ignacio del Valle, Nicolás Melini… y tú en seguida te ibas a casa a trabajar, a escribir. Así salen los libros, currando. Todos los escritores que conozco que se ganan la vida con la literatura son grandes trabajadores, y tú eras uno de ellos. “Yo me podría ganar la vida ahora sólo con los libros”, me dijiste hace años. Creo que poca gente podía decir eso.
Durante un tiempo, no mucho, te perdí la pista, y luego volví a llamarte, después de la pandemia, y ahí volvió nuestra relación, en este caso, en aquella época, telefónica, porque ya no volví a verte. Hablábamos con bastante frecuencia, pero no volvimos a vernos. Te llamaba, te preguntaba por temas que me interesaban y luego te citaba en mis artículos. Tú los compartías en Twitter, generosamente. Un día te dije que me apetecía mucho que quedáramos, y me diste una respuesta que yo consideré afirmativa: “Vamos viendo.”
Te quejabas mucho de la fama, y creo que con mucha razón: “No puedo salir a la calle; se me echan encima. Y no me lo explico, porque yo he tenido programas de televisión, pero eran de libros…”
Aparte de todo esto, yo siempre capté cómo conservabas tu carácter, afable, cercano, con la mano tendida. Te gustaba sonreír y siempre te recordaré en tu programa de libros sonriente, con un bolígrafo en la mano y hablando de un libro. “Que no me oigan”, me confiaste cuando fui a Las noches blancas, en TeleMadrid, “pero lo haría gratis”.
Siempre se aprende muchas cosas tratando a personas como tú. Era el caso de un escritor novel como lo era yo, y que tal vez lo siga siendo, tal vez me gustaría seguir siéndolo, por la juventud que implica, juventud que ya siento que no tengo, o que tengo bastante menos, mejor dicho. En cualquier caso yo aprendí mucho de ti, pues eras zorro viejo en las lides literarias, y sabías mucho tanto como autor como, digamos, periodista cultural o literario. “Las reseñas no sirven de mucho; las entrevistas sí”, me decías, y te referías a la utilidad de unas y otras para promocionar los propios libros.
La verdad, Fernando, es que no te siento muerto, y para mí no lo estás: los escritores no mueren mientras se les lee, mientras se les recuerda. Una persona fallecida se mantiene viva en el recuerdo de sus familiares y de sus amigos. Los libros son en gran parte memoria; todo lo que escribimos lo es. Un escritor es más difícil que se le olvide, que muera. Siempre habrá, algún día, alguien lejano que vuelva a abrir un libro nuestro, por muy sellado y olvidado que parezca. Si nuestros libros están vivos nosotros lo estamos también, pues en ellos nos movemos, pensamos, dialogamos con el lector, por siempre. Un libro cerrado, en mi opinión, también es un libro vivo. Es un libro que permanece a la espera, paciente. Bulle en su interior. Tiene todo el tiempo del mundo; no conoce el cansancio.
Lo que leo en tus libros me parece que está muy vivo, y hasta risueño, vital, vitalista, enormemente dinámico, ágil. Es posible, como escribí en otra ocasión, que la auténtica vida de un escritor empiece “cuando se apaga la vela”. Yo noto tu “vela”, la literaria, que es una forma muy intensa de vida, muy brillante, muy fuerte, muy luminosa, querido Fernando.
Gracias Eduardo por darle vida a SD por unos minutos. Al ver la foto que acompaña al artículo me he puesto triste, pero el leerlo le he recordado y ahora tengo ganas de volver a meterme en sus libros una vez más. Un abrazo.
Muchas gracias por darme las gracias. Es maravilloso que te hayan entrado las ganas de volver a sus libros. Él estará en ellos siempre. Y con nosotros, al leerlo o recordarlo. Un abrazo.
Gracias EDUARDO por compartir en abierto una carta tan especial y entre amigos como desprende su lectura y que podríamos suscribir en su casi totalidad los que tuvimos la fortuna de compartir con El en viaje, los amigos del camino como titulaba el propio Fernando, en charlas, en platós de TV o incluso ser benefactores de sus Prólogos en libros como Tras las huellas de la Reina de Saba que tanto le encandiló que dejó estampada su firma. Yo también le siento presente, quizás porque como no hubo momento de despedida, el cerebro se resiste a desconectarme de sus muchas sentencias fruto de una experiencia que como me atreví a decirle junto al desierto del Thar (India) te hace difícil encontrar un interlocutor válido