Apreciado Señor:
Es usted uno de mis héroes literarios; a uno de sus personajes, Nicholas Wilcox, debo la vida, y cuando usted pasa, agacho la cerviz como si pasara el rey de España. Eso no significa que no podamos discrepar. Bien sé que en el país de la Literatura es usted un gigante que podría acabar conmigo de un escobazo sin darme siquiera opción a desenfundar. Aun así, osaré negar con respetuosa firmeza una aseveración suya aparecida en el ABC el pasado primero de agosto, y que me escandaliza. “El enamoramiento es una invención de la Literatura”.
Tal vez juzgue mi escándalo desmesurado, pero cada uno se escandaliza con lo que quiere, y servidor encuentra insensatez escandalosa despachar como “invención” esa bendita locura que tanta tinta ha hecho correr desde los tiempos de Maricastaña. Me viene a las mientes la celebrada cita evangélica que, después de esta salida suya, me obligaría a arrancarlo de mi vera para arrojarlo lejos, veleidad en la que no estoy dispuesto a caer. Lo que no significa que esté dispuesto a callar. El enamoramiento NO es “una invención”. Ni de la Literatura ni de nadie. Ni un “invento” como los de Silvestre Paradox, Caractacus Pott o el profesor Franz de Copenhague.
Descubrimiento, en todo caso, tal vez desvelamiento, quizá iluminación. Y la Literatura, mero notario que pone nombre a lo que no lo tiene y que aún así solivianta el Ánimo, altera el Espacio y estremece el Tiempo. Del enamoramiento dan fe sus consecuencias, tantas, tan imprevisibles y tan enormes que bien pueda ser lo único memorable de esta vida mortal. Lo único literariamente interesante: ni La Transición ni el Descubrimiento de América ni los detectives ni los cow-boys ni las traiciones ni las venganzas ni las guerras ni nada. El enamoramiento y los enamorados.
¿O cree usted en la posibilidad de que el sentimiento expresado por Antonio Machado en versos inmortales sea invención, vale decir fingimiento o impostura? “Postureo”, en argot actual. “¿No ves, Leonor, los álamos del río…?”. O que lo sea lo expresado por Garcilaso en muchos de los suyos. “Salid, sin duelo, lágrimas corriendo…”. O lo que el bardo de Stratford-upon-Avon expone a través de Romeo. “Soy juguete del Destino”. O eso que aún hoy experimenta la chavala que, después de ocho siglos, o los que sean, sigue aguardando esperanzada en la isla de San Simón, allá en Vigo de Galicia, a su amigo bajo una tempestad que cabe leer como metáfora de la soledad, el desamparo y el horror de estar vivo. “Atendendo o meu amigo cercáronmi as ondas, qué grandes son”.
El enamoramiento, como en su día a la señorita viguesa, salva del infierno, igual que salvan de otros espantos un salvavidas o un paracaídas. No negaré que en algún momento se haya idealizado, pero también se han idealizado el odio, la codicia y hasta el asesinato que, más que salvar, condenan. Y nadie los tildaría de “invenciones”.
Recapacite, maestro. Y asuma que el enamoramiento y su contrario, el odiamiento, son fenómenos o sucesos que la literatura simplemente señala, subraya, cuenta, expone o relata, pero no inventa. Somos seres duales, y si a veces odiamos es que de vez en cuando también enamoramos. Una certeza que lo reconcilia a uno con la Vida, la Literatura y el Amor. ¡Ah! ¿Qué sería de nosotros, al fin y al cabo, sin esos amores que Rosalía tildó, con intraducible y maravillosa precisión, de “toliños»?
Sin otro particular, suyo afectísimo,
David Bowman
Cahill, Escocia, R.U.
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