Querido y admirado Rodrigo Díaz de Vivar:
No sólo eres uno de los personajes más importantes de la Historia de España, y de Europa, como subrayaba el historiador Richard Fletcher, sino uno de los personajes más importantes de mi vida. Tienes fama de ser nuestro héroe nacional, o al menos esto se decía mucho antes (ahora lo oigo menos), pero para mí, perdóname, es mucho más importante lo que te acabo de confiar: eres uno de los personajes esenciales en mi vida.
Cuando te recuerdo siempre vuelvo a la preciosa serie de dibujos animados de mi infancia Ruy, pequeño Cid: te criabas con los monjes de un monasterio y allí soñabas con ser un gran guerrero. Creo que fue ahí cuando te conocí, y fue entonces cuando empecé a jugar a ser tú, de niño, mientras que luego, de mayor, como novelista, me metí en tu piel para escribir mi libro sobre ti. Aquélla fue otra manera de jugar a ser tú, en el fondo mucho más plena.
Ahora he revisado para escribir esta carta el Poema de mío Cid. Me he reencontrado con un viejo amigo —qué son los libros que queremos sino amigos, grandes amigos—, me he reencontrado contigo en el poema, y con tus compañeros de aventuras, con el propio cantar (Martín de Riquer insistía en que había que llamarlo “cantar”, pues se había concebido para ser cantado, y de hecho se cantaba). Esta misma obra también es un buen compañero de vida. El ejemplar que manejo estos días está muy desvencijado por el uso, “de la carrera de la edad cansado”, como diría Quevedo, y me lo regaló mi tío Menel. Según me contó, lo vio en la calle y lo compró. Se acordó de mí, de mi oficio y afición cidianos, y lo adquirió. De vez en cuando me regala libros de este modo; recuerdo por ejemplo uno de Ortega y Gasset en Austral, que también me gustó mucho.
Yo tengo varios Cantares de mío Cid en casa, en Madrid, porque he trabajado mucho el tema, pero ninguno aparte de éste en Galicia, y gracias al Poema de mi tío he podido refrescar tus hazañas, tu figura, para escribir esta carta. He podido comprobar, recordar, rememorar, el placer que para mí es volver a todo lo tuyo, tanto a tu épica como a tu poética, digamos, tu vida y obra y cómo el tiempo las ha ido plasmando en el papel, luego en otros soportes.
Para mí fue un placer, también un esfuerzo, conocerte prácticamente todo lo que se te puede conocer en nuestra época, sobre todo de la mano de Ramón Menéndez Pidal, al que también admiro mucho. La España del Cid es uno de los mejores libros que he leído en mi vida, un libro que José Luis Olaizola, que escribió mucho de ti y sobre ti (más bien como fabulador, como novelista), decía que “se paladeaba”. Tengo este libro muy “fatigado”, como dirían los libreros de viejo, muy trabajado, muy subrayado. De vez en cuando vuelvo a él, y en las anotaciones que le hice, en los márgenes, veo al joven que ya no soy, pero sí al mismo hombre, con unas ilusiones mucho más templadas, pero intactas, de ningún modo desengañadas. Querido Ruy Díaz, la vida todavía no ha podido con nosotros, aunque a veces, muchas veces, amenaza con conseguirlo.
Más de una persona me ha dicho que Cid Campeador es mi mejor novela. Yo aquí no entro ni salgo, pero sí sé todo lo que trabajé en ella, el empuje y la energía que le puse, con lo que sólo eso ya podría explicarlo todo. Pero nada llega a explicarlo todo, nada ni nadie. También está el misterio.
En efecto, Ramón Menéndez Pidal es una persona muy admirable, de otra manera que tú, pero sumamente admirable. Creo que tengo más que ver con él que contigo, pues no soy un gran guerrero, ni siquiera un guerrero, aunque he aprendido —no he tenido más remedio— a luchar en la vida. Lo cierto es que nunca he aspirado seriamente a hacerme soldado, como lo eras tú, aunque siempre he tenido a los militares en mucha consideración. Humildemente, aunque para mí fuera lo más grande, siempre he querido ser un escritor, incluso cuando no era consciente de serlo y ya lo era, y ya que elegí este destino —o más bien me elegía él a mí—, deseaba ser un gran escritor.
Con el tiempo, con bastante tiempo, uno descubre que lo que más escribe nuestra escritura es a nosotros mismos, aunque tratemos sobre Carlos V o de un gran héroe medieval. El libro, el texto, lo que más escribe es lo que somos, cómo somos, al igual que el músico interpreta en su pieza su propia alma. A mí me hubiera gustado, sinceramente, hacer un best seller con Cid Campeador, pero luego me salió una obra bastante intimista, bastante lírica y probablemente filosófica. Casi todo lo que escribo tiene notas líricas y filosóficas. Tu personaje tomó ciertos ropajes que, supongo, eran míos, así como tú participarías en ciertos rasgos de mi carácter. Estoy seguro que de este intercambio salí yo ganando. Espero haber conservado para el resto de mis días todo lo que aprendí de ti escribiendo mi novela, y no sólo de ti, que al fin y al cabo eres un personaje que vivió hace mil años y se mueve entre brumas, sino también haciendo el propio libro, con todo lo que leí, todo lo que viajé y las personas sabias con las que hablé para documentarme. Siempre digo que escribir una novela histórica es una gran aventura, como protagonizar una película de Indiana Jones (siempre repito esto, sí), y la primera que escribí lo fue en grado sumo.
Ahora mismo estoy con otra, la cuarta si Dios quiere, y sólo confío en que me aporte tanto como lo hicieron las anteriores.
Querido y admirado Ruy, tú vives en la eternidad. Se puede decir que ya no perteneces ni siquiera al tiempo, que más bien el tiempo te pertenece a ti. Vives en el territorio atemporal de los mitos, dueño de las épocas, dueño de nosotros mismos, adaptándote a los tiempos, saltando sobre ellos, sirviéndote, cortésmente, de autores como yo que te ofrecen una y mil veces de cara al público. Otro y distinto, pero el mismo de siempre. En efecto, nosotros también ponemos mucho de nosotros en ti, yo desde luego —soy consciente—, pero en esta transacción mítica nos regalas, me regalas, tu osamenta de mente y de cuerpo, y ya Babieca cabalga conmigo y Tizona se mueve al compás de mi pluma.
Considero ciertamente peligroso tutear al Cid y hablarle en plan colegui como hace el autor de esta imprudente y no especialmente afortunada misiva.