Querido Rey Arturo:
Pero no se puede dudar que de algún modo lo habías hecho, porque como símbolo o metáfora habéis designado lo ideal, lo que está más allá de la realidad, pero para mejora a la propia realidad, en mi opinión, acaso en mi deseo. Así, cuando Kennedy fue presidente de los Estados Unidos se dijo que fue un rey Arturo con su Camelot, y éste eran sus ministros y asesores, su equipo.
Durante un tiempo me atrajeron más otras figuras de tu universo, como Lanzarote, protagonista, contigo y con la reina Ginebra, de la película El primer caballero, interpretada por Richard Gere, Sean Connery y Julia Ormond. Pero con el tiempo cada vez más me interesa más tu figura, el rey caballero, bondadoso, como me recordaba Luis Alberto de Cuenca en una entrevista mítica, el rey protector de los débiles, el primus inter pares de la mesa redonda, ideal de justicia y de felicidad.
Eres un modelo para muchos hombres, y para reyes y gobernantes, para todo aquel que se quiera mirar en tu espejo. Acaso seas demasiado bueno para ser real, histórico, porque los seres humanos no somos tan puros, para bien y para mal, más bien para mal, aunque también somos muy capaces de lo mejor, con nuestras manos, con nuestra voluntad, con nuestras mentes y espíritus. Eres una inspiración para todas las épocas, pero si nos guiamos por los expertos, fuiste un guerrero bretón en lucha con los sajones en el siglo V después de Cristo, aproximadamente, relacionado seguramente con los romanos. Pero es verdad que tu origen está envuelto en la niebla, unas brumas, digamos, célticas.
Decía Ramón Menéndez Pidal, y es una idea que me gusta mucho recordarla, que todas las leyendas tienen un fondo de verdad. Y es muy probable que en el origen de tus tiempos había un primer Arturo, que es posible que no se llamara Arturo, porque eso tampoco importaría. En una de mis primeras conversaciones con Luis Alberto de Cuenca, según escribí en mi libro La guerra de las galaxias: El mito renovado, nuestro gran escritor me decía que, efectivamente, poco importaba que hubieras existido realmente, que lo importante es lo que habías generado. Y lo que habías inspirado, me atrevo yo a añadir.
Eres un motivo para hacer literatura, un gran tema, pero también un motivo para vivir. “En el corazón de los mitos” tituló Agustín Sánchez Vidal el prólogo a ese libro que escribí hace ya casi veinte años sobre La guerra de las galaxias, donde también se hablaba de ti y de tu mito, tu relación con la saga galáctica. Estás verdaderamente “en el corazón de los mitos”; eres puro mito, y conviertes en mito todo lo que tocas, o mejor dicho, todo lo que te toca.
Eres pura metáfora, como una hermosa parábola. Estás en la literatura (Chrétien de Troyes, Steinbeck, entre otros muchos), estás en el cine, estás en la vida. Incluso estás en mi vida, como ideal y como inspiración, también en mi obra, porque me ha gustado escribir “poemas artúricos” y he escrito bastantes. Es una vía poética que me gustaría seguir cultivando.
¿Quién no quiso amar a Ginebra? ¿Quién no te admira a ti, Arturo? ¿A quién no le gustaría ser tan noble y tan caballero como Lanzarote? Pero tú, claro que sí, eres también noble y grande, y por si fuera poco sabio y bueno. Yo pienso que el sabio tiene que ser bueno, que si no lo es no puede ser sabio; podrá ser otras cosas, pero no sabio, una espléndida aleación de bonhomía e inteligencia. Tú, Arturo, serías un gran emperador, si la figura de emperador no fuera humana, demasiado humana, mientras que la tuya se mueve entre los sueños, entre nuestros mejores sueños.
Sueños de la Historia, de la literatura, de la vida, quizá porque representas lo mejor de lo humano, aunque como tal mito has dejado de serlo. Quizá para ser un mito, para convertirse en tal, hay que tener mucho de humanidad, en un grado sublime, digamos, y los pies de barro, al mismo tiempo, ese barro del que paradójicamente se nutren nuestras mejores hazañas.
Habría que analizar el peso que en las mejores gestas históricas del ser humano han tenido las leyendas, los mitos, cómo éstos nos han inspirado a través de las tinieblas, cómo éstos han constituido nuestras mejores guías, nuestros más fiables modelos. Decía Joseph Campbell, el gran mitólogo, que los mitos constituían modelos, y que en ellos estaba su esencia y, añado yo, aunque pueda parecer algo prosaico, su utilidad.
En este sentido, Arturo, eres una tabla de salvación a la cual aferrarnos en los peores momentos. Según la leyenda, eres “el rey que fue y que volverá a ser”. Y no sólo lo eres para los ingleses, sino, en mi sentir, para muchos de nosotros. Fuiste un rey a la altura de las circunstancias, de tus circunstancias, en la historia mítica y atemporal que protagonizas. Nosotros, seres humanos, de polvo y barro, también debemos estar a la altura de las nuestras, llevando nuestros logros un poco más lejos, cada vez más lejos, mejorando un ápice cada día, gracias a tu ejemplo y al de otros. Gracias a tu ejemplo y al de Camelot lo tendremos más fácil.
La vida es dura, difícil, pero los mitos y las leyendas forman otro tipo de realidad, una especie de luz en la sombra, en el trasfondo, siempre disponible, para hacernos más felices, más capaces, más valientes.
Arturo, tú y Camelot siempre residiréis en mi corazón. Como Jesús dijo de sí mismo, yo te digo a ti: “Tu reino no es de este mundo”, y por eso tu reino, al igual que el de Jesús, puede ser de todos y para todos. Aparte de fascinante.
He visto algunas películas sobre ti y tu historia, y todas ellas están imantadas del mito, de lo onírico, un relato hermoso, lleno de esperanza para cargar de esperanza nuestros ánimos, estas almas del siglo XXI muy doloridas del cotidiano bregar, entre duras guerras, duros telediarios, el paro y las difíciles condiciones de la juventud y el escaso y precario trabajo en general. ¿Qué dirías de todo esto? Esbozarías tu sonrisa sabia y benevolente, y nos animarías sin duda a tirar “para delante”, pues no hay otro camino. También nos darías alguna provechosa lección, nacida del mejor ejemplo.
“La fortuna ayuda a los audaces”, proclama el dicho clásico, y yo creo que tiene mucha razón. Todos sabemos que hay momentos en la vida, tantos, en que no hay más remedio que la audacia, porque todo incita a ser audaces, y sólo podemos ser audaces. Como si vivir y serlo fueran la misma cosa. Tú, Arturo, eres una perpetua invitación a la bondad, a la justicia, a la compasión, y, sí, a la audacia.
En efecto, cuando era más joven quería ser Lanzarote, el amante de la reina, el invencible guerrero, “el primer caballero” de Arturo en esa bonita película. Pero viendo otra vez el mismo filme, algo que he hecho estos días, me quedo ahora con Arturo y sus elegantes canas, llenas de dignidad y majestad, aunque Sean Connery sea mucho mayor que yo, en esa historia, de lo que lo soy yo ahora. Tú representas en la película la generosidad, el sacrificio, la justicia, y aunque quizá como buen escritor peque de egoísmo —los escritores tenemos fama de egoístas, o tendemos al egoísmo—, no es ese mi ideal, mi ideal es el tuyo, querido Arturo. Puede que esté muy lejos de ser como tú, pero me gustaría parecerme a ti. Como buen mito, eres un espléndido modelo, y navegas a través del tiempo, reluciente, sirviéndonos de inspiración a artistas y seres humanos de toda condición.
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