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Carta nº7

Correspondencia manuscrita del Maestro de la República Abel Bravo del Rincón, dirigida al canónigo Bruno Morey Fiol, durante los años de 1943 a 1960. Entre ambas circunstancias, con palabras sinceras, silencios naturales, fechas y recuerdos, consiguen ambos narrar el equilibro entre la confrontación y lo natural de sentir, pensar, convivir y así sobrevivir.

*****

(Mayo/Junio, 1950)

«Cosas buenas y otras…» es lo que Abel destaca al redactar el borrador de una carta muy sorpresiva.

Sin atisbo alguno de lo que el Canónigo pregunta (pues seguimos sin la voz de Bruno Morey), Abel precisa dar saltos, llena las páginas de elipsis, flashbacks, pasa de un presente actual a un pasado que reactualiza su existencia. La época en Valldemossa fue bella, pero parece ser que resultó compleja y hasta amenazante. Acaso entre la Carcoma ya descrita por él, los Inspectores, las enrarecidas oposiciones a maestro y lo que se va atisbando, o el no callarse ante situaciones anómalas, consiguieron amargar también sus años veinte. Así que es fácil comprender que, en ocasiones, el Maestro se lamente… Si entonces hubiera habido emisoras en todas partes…

«…Tu ya sabes que yo no doy mucha importancia a un informe favorable o desfavorable de un inspector que visite nuestra escuela. Tiene, para mi, un valor relativo. El informe tuyo —que no es el de un Inspector profesional, pero que viviste la vida escolar que se desarrolló en tu época— tiene más valor, pero mucho más, que lo que decían los inspectores que allí nos visitaban.

El pobre señor que nos visitaba en Valldemosa, era tan miope mental, que no sabía, acerca de lo que hacíamos en la escuela, más que lo que le decían otros, a quien llamaremos Señores, los cuales, inducidos por Sentimientos Inconfesables, no tenían otro interés que el que yo me fuera de Valldemosa. Y para eso había que hacerme la vida imposible. Y para hacerla era preciso intrigar y contarle Cuentos al Sr. Inspector y no decirle una palabra de aquello que silenciosamente, sin publicidad, pero de efectos seguros, hacíamos en la Escuela y fuera de ella. Después, los informadores no decían nada acerca de nuestra labor. ¿Qué dirían de mi? No lo sé. Sólo sé que ya en aquellos tiempos dieron órdenes en el Gobierno Civil para que me llevaran a la cárcel. Y me prohibieron salir del recinto del pueblo sin autorización del Alcalde. Los informadores no decían nada de nuestra labor. Así es que no podía ir siquiera a La Bourada, al Rupit, a Son Veri, a Son Batista, ni siquiera al Bosque de la Beata, ni a San Gual… Y no me metieron en la cárcel porque hubo una persona piadosa —el habilitado D. Bartolomé Terrades— que se enteró y fue a ver a la policía y a darle buenos informes míos y consiguió parar el golpe.

¿Qué dirían los envenenadores? ¿Dirían que habíamos creado una biblioteca que se leía con ilusión? ¿Dirían que habíamos comprado un cine que enseñaba cosas interesantes a niños y mayores? ¿Dirían que hacíamos excursiones, paseos del alto valor pedagógico? ¿Dirían…? ¿Qué dirían? Y mientras ellos intrigaban, nosotros —vosotros y yo— contra viento y marea. ¡Siempre adelante!»

En aquella época de contrariedades en Valldemossa, Abel debía de tener unos treinta y seis años muy vividos. Si resumimos el acontecer de su entorno familiar, sabemos que su padre, Amós, mantuvo varios enfrentamientos, que su madre, Constanza, abandonó la enseñanza (acaso para cuidar de su descendencia) y que, en esos mismos años veinte, parece ser que cada quien, o cada cual, debió de confrontar enrarecimientos en una sociedad inserta en la posguerra de una I Guerra Mundial, con carestías, necesidades y discrepancias. Aquel entorno de Abel, idealista, ajeno a las batallas, al desorden, la violencia y los enfrentamientos, y pleno de iniciativas, quería vivir y trabajar con la intención de hacer «cosas buenas».

Su hermano César abre una línea intermedia que nos permite atisbar más allá, aunque falten datos y otros queden descolgados. Las hermanas de Abel, Sagrario y Lourdes, es sabido que se dedicaron también al magisterio, pero su hermano César, que no fue admitido en 1911 como voluntario en el Ejército, optó por una carrera administrativa, llegando a ser tesorero de la Real Sociedad Española de Alpinismo de Peñalara, y a su vez era hermano político de José Fernández Zabala, escritor, tipógrafo y un pionero del montañismo en  España. Junto a su esposa, Clotilde Maurín Lasserre (recién casados en 1919), establecieron una prestigiosa librería y distribuidora en Nueva York, la famosa Zabala & Maurín, cerca de la Quinta Avenida. Cuando José fallece en aquella América  en 1922, al año siguiente se liquida el fondo editorial y el de la librería, tanto el material nuevo como el antiguo, o el de segunda mano, más dibujos y láminas. Pareciera que muchas personas abandonaran España para poder hacer esas «cosas buenas», de nuevo. Así lo indicaron y avisaron intelectuales y profesionales de la época, con bastante claridad, como el ministro Marcelino Domingo en 1922: «… esta casa Zabala & Maurín es también la tragedia del libro español. El editor español que no se ha movido de España desconoce las ansias de América con la misma estolidez que las ignora el político, el industrial, el comerciante, el profesor que cree que con los cantos floralescos de la Fiesta de la Raza han saldado sus responsabilidades y cumplido dignamente sus deberes con aquellas tierras que hierven en afanes…». Y el escritor Ramón Pérez de Ayala pasa a incidir en lo anterior: «… Al parecer, en vender libros allí, sino en obtenerlos de aquí, los editores y libreros —con excepción de las editoriales Calleja y Calpe, según declara el Sr. Zabala—, tardan en servirle los pedidos meses y años, sin duda reservando la literatura de la generación actual para lectores de la generación venidera. Entre tanto, con estas mismas obras que los editores españoles dilatan en remitir, los editores norteamericanos hacen ediciones fraudulentas, burlando la ley con la argucia de añadir alguna nota en inglés ó cercenar el texto… Va siendo hora de que escritores y editores vean de establecer una solidaridad semejante á la Sociedad de Autores Dramáticos, que regule, ó cuando menos se informe de las necesidades del mercado literario. La casa Zabala & Maurín encierra dos hechos simbólicos: la posibilidad y la trascendencia del libro español en América.»

Este apoyo familiar tan peculiar fue fundamental para Abel en aquellos años veinte, por los que navega como escapando del radar, fugaz, y describiendo en ese párrafo anterior sus «cosas malas» en Valldemossa. Ese mismo ámbito cercano será también su auxilio en la década de 1950. Es su hermano César quien le acompaña por los vericuetos de la administración en Madrid, lo refugia y lo protege; es César (y sus vínculos) quien le ayuda a instalarse en su reciente reingreso a la docencia, a buscar casa en Águilas, a visitar las diferentes oficinas de pagos y abonos. Cuando Abel se refiere a su hermano César, están implícitos sus años en Madrid, siendo jóvenes, cuando paseaban por Guadarrama, por las sierras, los Siete Picos, disfrutaban del montañismo, conversaban quién sabe si sobre el futuro, o lo que la vida les podría deparar. Esta lección y aprendizaje de saber mediar llevará a Abel, ya en la cárcel, a ser un eslabón que pacifica, y también lo hará el canónigo Bruno Morey, y así sucesivamente. Casi parecen una resistencia natural, conductual, son una corriente interna difícil de detener; son la búsqueda de un lugar. Y se refiere a su hermano César cuando escribe a la cárcel de Totana (15 de abril de 1941) para informar de que un hermano suyo, que reside en Madrid, «media» para que pueda ser representante en Murcia de una Casa Alemana que se dedica a la importación y exportación. La misión de Abel será la de efectuar las compras y atender a las manipulaciones propias desde el almacén al puerto de Cartagena, y para ello necesitaba libertad de movimientos y no contaba con la autorización oficial para realizar los desplazamientos. No queda claro si obtuvo o no el permiso (Libre de Salvoconducto), o fue un revés más en su vida, como el vivido en Valldemossa.

«…Estando en Bonanza (Orihuela), una vez el señor inspector me giró visita. Los niños cantaron algunos cantos. Y al acabar, como Colofón, le cantamos el España es mi patria. Estábamos todos emocionados. Y el Inspector más que ninguno. Y en ese estado, al terminar, se acercó a mi y me abrazó fuertemente. Era mallorquín. Se llama D. Pablo Otero. Es médico especialista en enfermedades nerviosas. Muy buena persona. Si este señor hubiera sido un Inspector cuando estuve en Valldemosa…»

En 1925, en Baleares, consiguieron edificar una escuela por suscripción popular, una Escuela Nacional, tal y como se hizo en el caserío de Son Ferriol, y partían desde cero, tan sólo a base de voluntad, en un pulso con el vacío. Si la mayor parte de aquellos maestros y maestras permanecían solteros no era solo por la dedicación y abnegación con la que se entregaban a su oficio, sino por el «destino» incierto de terminar en una aldea remota, o pariendo un hijo sin medios ni futuro, en total desconocimiento de adónde serían trasladados (o castigados o arrumbados), con un sueldo que a veces ni cobraban, o aportando su propia economía para ayudar a que progresara la escuela. Por eso, cabe entender que los lugares más cómodos, accesibles o bien comunicados fueran plazas muy ambicionadas, y de ahí que entre los enchufados, los hijos de…, los favores, los intereses o prebendas, ocurría que las escuelas más amables se peleaban con muchísima vehemencia, malas artes y actos deshonestos, tanto en los años de juventud docente de Abel como ya en la década de los cincuenta.

«El Sr. Alcalde de Águilas también está bien informado acerca de mi. Pude deducirlo por un caso que me ocurrió el otro día. El Ayuntamiento debe pagarnos, mensualmente por consignación de casa, 175 pesetas. Y como es algo remolón en pagarla —como casi todos los Ayuntamientos— a mi me debían el importe de 2 meses y medio. Había ido varias veces a Caja a cobrar y siempre me decía: —No hay dinero. Vuelva usted otro día.

Conque, ¿no había dinero? Pero eso sería para mí, porque para otros sí había. Y con deseo de abreviar trámites, me fui a ver al Sr. Alcalde, le expuse mi caso y me dijo: —Vaya usted mañana a cobrar. Volví y, de las 437,50 pts. que me adeudaban, me entregaron 200. Lo vi, además, tan complacido, que me atreví a pedirle otro favor. —Señor, ¿me autorizaría Vd. para faltar a clase 2 días —viernes y sábado— porque tengo que ir a despedirme de una hermana que, desde Murcia, se va a Madrid a pasar el verano…? —Sí, señor.

Termina Abel la carta haciendo referencia a una consulta de Bruno Morey: «… Me parece muy bien tu criterio relacionado con la subida del escalafón. Si no sientes vocación por determinados cargos, aplaudo tu manera de pensar. Comprendo perfectamente tu postura porque yo he sentido siempre cierta prevención por determinados cargos de mi carrera. Yo no sería Director de una Graduada, ni he querido ser nunca Maestro de Sección —aunque lo he sido—, y no sería nunca jamás  Inspector.»

***

(Bartolomé Terrades Mir, Habilitado de los Maestros Nacionales de Baleares,  fue también víctima de denuncias al efectuar pagos anómalos a maestros, sin especificar ni el monto ni la razón, por lo que fue amonestado y destituido durante un año en 1925.  Es curioso que aquel suceso no quedara probado, y también lo es que ningún maestro fuera interrogado por la comisión encargada del procedimiento. Marcelino Domingo Sanjuán, ministro de Instrucción Pública, pedagogo y escritor, creó en 1908 su propia escuela, en Roquetas, donde  implantó la coeducación, el racionalismo y la laicidad como modelo educativo —según la Real Academia de la Historia—; se exilió a Francia y murió en Toulouse en 1939. El escritor y embajador Ramón Pérez de Ayala estuvo vinculado a la Institución Libre de enseñanza, conformando la Generación de 1914; era antimilitarista, y permaneció en el exilio, desde el inicio de la Guerra Civil española, entre Francia y América. José Fernández Zabala, un enamorado del libro y de la tipografía, escribió en 1907 que se deben buscar todos los medios para lograr una perfecta ejecución y no llegar á ser un vulgar copista. Desenvolviendo en él el espíritu de observación, producirá obras originales, marcadas con el cuño del buen gusto y del verdadero tipógrafo. A la obra, pues, compañeros. ¡Por el Arte! ¡Por la humanidad! Pablo Otero Sastre (nieto de Nicolás de Otero y Figueroa), e Inspector, salió en defensa (y auxilio) de numerosos maestros cuestionados en los años veinte, puso en su lugar a muchos denunciantes por acusaciones falsas. Decide abandonar España en los años veinte, de camino a Francia y Suiza, para realizar una ampliación de su especialidad en psiquiatría. En 1926 se edita su estudio La inspección médico-escolar: Causas de su fracaso, estableciendo que el maestro en primer término, como agente constante de la obra colectiva, junto al médico escolar y el psicólogo escolar, debían llevar a cabo una actuación clara y definida… Pero los dos últimos han de penetrar en la Escuela y han de informarse y vivir, en la realidad palpitante, los problemas escolares. Clotilde Maurín Lasserre era filóloga y, aunque quiso mantener la librería Zabala & Maurín en Nueva York, debió liquidar el fondo. Los dibujos de apoyo de Micharmut pertenecen a su serie Oruga.)

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