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Cartago será destruida, de David Monthiel

Cartago será destruida, de David Monthiel

Llega a las librerías, según reza el subtítulo, El último caso del detective Bechiarelli, saga cuyo protagonista ha sido considerado por la crítica como “el Carvalho gaditano”. En esta ocasión, el argumento mezcla el caso de un bebé robado y la memoria menos feliz de la Transición española.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Cartago será destruida (El Paseo), de David Monthiel.

*****

LA CALAVERA ESTÁ MUERTA DE RISA

1- Católica, apostólica y fenicia

El albañil se extrañó de la calidad y diferencia del golpe. La espiocha se había clavado en una suerte de piedra falsa que había cedido hasta un vacío, un hueco. Como si hubiera dado con una bolsa de aire.

—Carajo.

Cuando desenterró la punta de la herramienta, dio unos golpecitos con el puño para comprobar la extensión del hueco como si llamara a una de las puertas de Tebas. Quiso pensar que había localizado el aljibe, debido a la profundidad de la zanja.

Aplicó la espiocha con cuidado para ir rompiendo aquella capa rugosa de conchas marinas. Fue descubriendo una superficie lisa, una meseta marmórea.

—¿Qué carajo es esto?

Le ganó la emoción infantil del buscador de tesoros. Apartó cascotes y sacudió arena como en una mesa de playa en un día de viento de levante. Aquello no era el depósito secreto de agua de lluvia que esperaba encontrar.

Eran unas manos labradas. Pequeñas. La derecha sostenía una guirnalda de hojas, o flores. La izquierda, un palo, o un báculo.

—Madre mía.

Las acarició.

Transido de una energía que nada tenía que ver con el trabajo asalariado, comenzó a ampliar la zanja y a excavar el escombro de su curiosidad. La frenética actividad llenó de golpes la escalera de mármol hasta las plantas de aquella casa palacio que había acabado compartimentada en casa de vecinos. Llamó la atención de la vecina del segundo, que se asomó a la galería, extrañada.

Una hora después lo tenía completo. Salió de la zanja y se colocó en el filo para observar desde la altura. Se llevó la mano a la boca como si quisiera detener las palabras.

—No puede ser.

La tapa del sarcófago representaba, en altorrelieve de mármol blanco, el rostro cálido y sereno de una niña, de pelo ensortijado, ojos grandes, nariz recta. Vestía una túnica bajo cuyo borde asomaban los pies con sandalias. Protegía el sarcófago una funda de sillares de piedra ostionera.

—¡Qué pelotazo! —susurró llevándose la mano terrosa a la frente.

Las lágrimas comenzaron a aflorar y se mezclaron con el sudor como si fuera el arqueólogo que hubiera descubierto, por casualidad, la última joya fenicia del Mediterráneo.

Bajó a la zanja y acarició la mejilla de mármol de la niña.

—Mira qué carita más gitana.

La curiosidad ganó terreno a la sorpresa. Introdujo los dedos por el filo de la tapa del sarcófago. Tras varios tirones, el sellado cedió y la tapa se abrió. La levantó y, por unos segundos, pareció surfear el aire. La deslizó hacia uno de los costados de la fosa con cuidado de no romperla. Compuesto como un puzle anatómico, el pequeño esqueleto estaba cubierto de una suerte de gasa podrida. En el cráneo roto se podía ver el rastro de un golpe. Junto a los huesos, un breve ajuar funerario compuesto por un escarabeo y siete cobras erguidas. Levantó la cabeza hacia la luz de la montera como si buscara la respuesta en la vieja vecina que fisgoneaba asomada a la ventanita de la galería envisillada.

—¿Eso qué es, chiquillo?

El albañil sonrió.

—Una niña fenicia, señora. Una fenicia.

—¿Una niña? Dios mío de mi alma —susurró la mujer persignándose.

Un anciano embolsado, conocido por Pepe el Bocao, entró en la casapuerta. Se extrañó al ver al albañil dentro de un agujero, rodeado de montañas de escombros. Al pasar, el rostro marmóreo de la niña le obligó a detenerse.

—¿Qué carajo es eso?

—Un sarcófago fenicio, Pepe. Mira.

El albañil señaló la tapa.

—¿Pero ustedes no estabais buscando la fuente esa? ¿La de la Jara o como coño se llame?

—Sí, Pepe, pero ha aparecido este regalo.

—Ojú. Ya tenemos nosotros la obra encima hasta el verano que viene —se quejó.

Pepe el Bocao escaneó el yacimiento con sus ojos de TAC. Observó los huesos dentro del sarcófago. Se persignó con mucha pompa.

—¿Ahora qué hacemos?

—Hay que llamar a los del museo. Y que lo pongan con los otros dos. El padre, la madre y la hija —ordenó la vecina haciendo referencia a los otros dos sarcófagos antropoides fenicios hallados en Cádiz con cien años de diferencia, el de un hombre y el de una mujer.

—Ni museo ni na, que esos se lo van a llevar y no podremos disfrutarlo —se justificó el albañil alzando la vista—. Esto lo he encontrado yo. Y el que debe cuidarlo es mi colega el Beni, que sabe de esto tela.

—Hay que volverlo a enterrar —propone Pepe el Bocao—. Esto va a ser un coñazo.

—¿Qué estás hablando, Pepe?

—Los muertos de Cádiz —se quejó Pepe—. ¡Si es que escarbas un poquito y te sale un romano!

El albañil buscó el teléfono en una mochila y llamó.

—Beni, no te lo vas a creer. Vente pacá —hizo una pausa para escuchar a su interlocutor—. No, no es el pozo de la Jara.

La voz se fue corriendo como una mancha de aceite en la pata de un pantalón. La noticia del descubrimiento impregnó el barrio, inmerso en sus rutinas de miseria y maravilla, que esperaba ansioso el aún lejano puente de octubre.

—¿Un qué?

—Un sarcófago, Pepi.

—¿Dónde?

—Ahí en el patio de la casa de Pepe el Bocao.

—¿Dónde están las obras?

—¿En el patio?

—En el patio.

El patio de la casa de Pepe el Bocao se fue llenando, como un tetris del fisgoneo, de vecinos, de curiosos, de gente que pasaba por allí, encontraba el tumulto y se acercaba a preguntar qué era el descubrimiento.

—¿Una romana? —preguntó la abuela que apoya sus pasos en un viejo carrito de la compra.

—Una fenicia —aseguró el quinqui que pasaba por allí con una caña de pescar y un cubo vacío.

—¿Una fenicia? —se interesó el jubilado poniéndose de puntillas para ver algo entre las cabezas que llenan la casapuerta.

—Pero chica. Una niña— le contestó la anganga de pies tatuados.

—¿Una niña?

—Una niña —respondió la vecina del número contiguo que aún llevaba las manos mojadas de fregar.

—¿Han llamado a los del museo? —comentó la erasmus asimilada que vivía a dos calles de allí.

Pronto se organizaron y autoregularon los custodios del yacimiento frente a aquel coro griego que se lanzaba a teorizar el origen, circunstancias y final de la fenicia.

—Ea, ya está la familia completa —celebró el repartidor del butano.

Un hombre calvo y con sobrepeso, ataviado de chaleco de explorador y determinación histórica para sortear las hileras de curiosos y vecinos, irrumpió en la casapuerta. Tras varias fintas e imperativos de paso alcanzó la zanja.

Se asomó y se tapó el rostro con las manos. El albañil le palmeó la espalda como si reconociera y celebrara el esfuerzo en una larga búsqueda que ese día terminaba.

— Don Pedro Martínez de Munguía tenía razón —anunció el calvo con tono de llorera triunfal—. La que faltaba.

———————

Autor: David Monthiel. Título: Cartago será destruida. Editorial: El paseo. Venta: Todostuslibros.

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1 mes hace

Tratándose de Cádiz, el albañil al encontrar el sarcófago habría exclamado ¡qué bastinazo! en lugar de ¡qué pelotazo!