¿Quién ha visto alguna vez a viejos que no alaben el pasado y no censuren el presente, cargando sobre el mundo y sobre las costumbres de los hombres la propia miseria y aflicción?
Y ya el viejo labrador suspira moviendo la cabeza, y cuando compara el presente con los tiempos pasados, alaba a menudo la fortuna de su padre, y murmura que los hombres antiguos eran muy piadosos (Lucrecio)
Montaigne, Los Ensayos
Querido Mateo,
Hace muy poco, la revista norteamericana Time publicó una portada en la que calificaba el año 2020 como (traducción libre) “el peor de la historia”. Esta opinión probablemente sea compartida, no sin razón, por muchos millones de personas en todo el mundo, tras la lección que un microorganismo ha venido a impartir, más o menos un siglo después de la que se recordaba anteriormente. En aquella lejana ocasión fue un virus de la gripe y, ahora, el invitado no deseado pertenece al género coronavirus, surgido de la nada para dar una descarga a la humanidad, recordándole que enviar satélites al espacio, o crear música utilizando inteligencia artificial, no está reñido con el hecho de que sigamos siendo una pobre especie mortal más, compartiendo con tantas otras, visibles o no, el monótono pero, en ocasiones como ésta, algo impredecible recorrido giratorio alrededor de un sol que se enfría poco a poco cada día.
Pues ya es curioso, no sé si bueno o malo, porque estos juicios suelen poder hacerse únicamente con cierta distancia; pero, sin duda, resulta curioso que el considerado como peor de la historia haya sido, al mismo tiempo, y con mucha diferencia, el mejor año de mi vida. Aquél en el que vio la luz mi primera novela y, por encima de todo, el año en que la viste tú, hijo mío.
El mejor año de mi vida. Y también, otra vez curiosamente, el año en que más he llorado, Mateo. Porque lo que no te cuentan tus amigos que ya son padres, supongo que para que no te lo pienses más allá de lo recomendable, es que desde el momento en que llegases, casi terminando aquel eterno domingo 19 de enero de 2020, a las diez y cuarenta y un minutos de la noche, iba a dar comienzo una inagotable serie de pruebas, de decisiones, de pequeñas y cotidianas luchas que pasan a ser la nueva normalidad. La vida real. Una que tiene poco, mejor dicho, nada que ver con la que se ha puesto de moda compartir en Facebook, Instagram, o en todos esos antros a la vez. Unos días y noches en los que tu llanto te mantiene en tensión, deseando que sólo tengas hambre, o necesidad de que te cambien. Horas intentando que te quedes dormido, y muchas más permaneciendo inmóvil, contigo sobre el pecho, respirando con cuidado para que el sueño que ha tardado en venir no decida escapar.
Y a pesar de que, por suerte, no hay mucho que destacar, en una vida que discurre por el cauce que uno imagina como a favor de la corriente (comer bien, crecer a buen ritmo, dormir lo que te apetece…), en ocasiones el llanto se presenta, Mateo. A veces, claro que sí, lo provoca la alegría, una sensación de felicidad que no creo que nadie pueda conocer en otra circunstancia, y que uno mismo, antes, ni siquiera se había imaginado que existiese: viéndote sonreír con esa boca donde asoman ya cuatro dientecitos, o cuando, al vernos, gateas a toda velocidad por el pasillo para acercarte. Otras, que son las que nadie te cuenta, por no saber lo que te estará pasando, y no poder así intentar ayudarte para que estés más cómodo, para aliviar tu invisible molestia. O cuando consideras, en los escasos momentos de soledad que esta nueva vida depara, la magnitud y la dureza de una tarea para la que no es posible entrenamiento o preparación previa, por más que uno se haya esforzado en leer toda clase de libros, recomendaciones, etc. Quienes los escribieron no te conocían, hijo mío, y tampoco al resto de bebés que, en sus casas, son observados de cerca por unos padres que harían cualquier cosa por ellos, aunque no siempre sepan qué es lo que deberían hacer. Muchas veces, a su pesar, atenazados por una sensación que creían conocer ya, pero que no queda plenamente definida hasta el momento en que te sostienen en brazos por primera vez: el miedo. Y no me refiero sólo a ese nuevo compañero de viaje que, ahora, se sienta a tu lado en el coche, que te obliga a examinar con detenimiento cada paso antes de darlo, por pequeño que pueda parecer, que te hace valorarlo todo para estar seguro de las consecuencias sobre la (recién ampliada) familia. Hablo también de un miedo de tipo social, si es que esto tiene sentido, hijo mío. Un temor que va más allá de las posibles adversidades personales y se refiere al propio entorno, al mundo en el que vayas a vivir, al territorio en el que pronto empezarás a transitar por tu cuenta, donde únicamente la educación y las experiencias previas te servirán de ayuda.
Tengo entendido que uno de los síntomas que se experimentan al hacerse mayor es que se siente el transcurrir del tiempo a una velocidad aumentada, con cierta brusquedad en el modo en que llegan los cambios. Ya sea por la incipiente vejez de tu padre, ya sea porque haya algo de verdad en mi análisis, el caso es que tengo la impresión de que la sociedad en la que acabas de nacer es tan distinta de la que yo conocí en mi infancia y juventud, y ha venido cambiando tan rápido últimamente, que produce vértigo pensar en cómo pueda llegar a ser dentro de unos pocos años, cuando tus pasos se vayan alejando de los de tus padres y comiences a recorrer tu camino por un paisaje que, en ocasiones, puede que encuentres gris. Y frío.
Así que he pensado en escribirte, cariño, para contarte cómo eran las cosas antes, y cómo son ahora. O, al menos, cómo las recuerdo. Me gustaría compartir contigo, en sucesivas cartas (porque, si continúo alargando ésta, tendré el germen de otra novela), acontecimientos que me parezcan importantes, bien del ámbito familiar, para tratar de conservarlos y que lleguen hasta ti, bien del mundo en general, para que tengas la visión de un testigo directo. Si he de serte sincero, me temo que será inevitable que te vayas a encontrar con una especie de comparación entre ese “mundo de ayer”, en palabras de otro autor, y el mundo de ahora, o el que ambos nos vayamos a ir encontrando, unidos, a partir de aquí. Mi intención es, tan sólo, dejar una ventana abierta a esas otras realidades que existieron, para que tengas la opción de asomarte a ellas en el transcurso del viaje por la que te toque en suerte a ti.
Me despido ya, Mateo. Espero haber escrito estas primeras líneas de un modo constructivo, para que no encuentres aquí únicamente el clásico timbre melancólico de cualquier persona que se hace vieja y añora un tiempo pasado, probablemente no mejor, pero al menos conocido y, por ello, tranquilizador. En esta primera ocasión quería, sobre todo, darte una vez más la bienvenida y agradecerte que hayas llenado mi vida como nunca creí que podría llegar a estarlo. Disculpa si mis torpes maneras no han encontrado el mejor de los tonos posibles: es que tu padre nunca había escrito antes una carta de amor.
Muchos besos.
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