Y te preguntas cómo harán quienes no navegan, o quienes no escriben, o quienes no leen, para soportar sus propios finales de novela.
(Arturo Pérez-Reverte, artículo “Sobre novelas, faros y barcos”)
Querido Mateo,
El caso es que no me importaría acercarme algo más a esa descripción, pero reconozco que no me hace justicia. De hecho, si trazásemos unas divisiones más o menos gruesas a lo largo de mi periplo vital, veríamos que he sido un lector funesto en la mayoría de etapas, con honrosas excepciones, claro. Por ejemplo, de niño tenía pasión por los Astérix y pasaba cada viernes por la sala que hacía las veces de biblioteca en el colegio, para llevarme uno hasta la semana siguiente. Recuerdo también, por lo que me han contado tus abuelos, que antes de esa época ya nos los leían en casa, y que al parecer prestábamos no poca atención: cuando el lector ocasional, voluntariamente o no, cambiaba alguna frase, nosotros lo corregíamos con las palabras adecuadas a la viñeta. Inevitablemente, el visitante preguntaba si sabíamos leer ya, y siempre recibía la misma respuesta: es que se los saben todos de memoria.
Tras la tierna infancia ha habido sus altos y sus bajos, siendo éstos no poco numerosos y no menos profundos. ¿Avergonzado? Pues un poco, porque me habría gustado escribirte esta carta con un listado precioso de los miles de libros que me he leído en este tiempo. ¿Fariseo? No creo, porque cuando más me he tratado de dedicar a la lectura ha sido también cuando he empezado a predicar sobre las bondades de la misma, ya con unas cuantas canas en la barba y sólo lamentando no haber descubierto antes una verdad que puede resumirse en lo siguiente: en los libros, Mateo, lo encontrarás todo, mientras que, sin ellos, es probable que, al cabo de unos años, te parezca que no sabes nada. Que no tienes nada.
No soy crítico literario, no dispongo de conocimientos técnicos para valorar a un escritor por encima de otro en un plano objetivo pero, como cualquiera, tengo mis gustos, aunque no siempre sea fácil explicar por qué te atrae determinado autor frente a otras opciones. El caso es que, mientras busco el tiempo necesario para minimizar el daño, abordando con el método y rigor necesarios los volúmenes de los clásicos griegos y latinos que te comentaba en una ocasión anterior (regalo para mí, herencia para ti), me apetecía compartir contigo algunos nombres de obras o autores que me han hecho disfrutar, pensar, cambiar… deseando que todos lleguen “vivos” a tus años. Antes de pensar que la frase anterior es un chiste, o una exageración más de tu viejo, puedes leer Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, para empezar con un título entretenido y muy especial. Y conectados con éste en mi mente, aunque con planteamientos distintos, espero que disfrutes de 1984 de George Orwell y Un mundo feliz de Aldous Huxley.
Para evitar el riesgo de olvidarme de dos de los más importantes, los menciono sin más preámbulo: las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand y los Ensayos de Montaigne. No me resisto a citar una de las lecciones que nos regalaba éste, todavía en el siglo XVI: «Suele decirse que el más justo reparto que la naturaleza nos ha hecho de sus gracias es el del juicio, pues no hay nadie que no se contente con el que le ha concedido». Pues así una lección tras otra, hijo mío. Toda la vida en un libro.
Algo más cerca en el tiempo, no te descubro nada al destacar a clásicos de la literatura universal como Dostoyevski, Thomas Mann, Stefan Zweig, Franz Kafka, Fernando Pessoa… Cuánto talento alumbró el mundo hacia el final del siglo XIX, Mateo, y cuánto podríamos aprender aún de ellos. Tienes que disculpar que no me sienta capaz de seleccionar alguna obra de entre las maravillas que escribieron, porque sería un atrevimiento por mi parte. Sólo te dejo, porque la tentación es demasiado fuerte, la frase inicial de la antológica novela El proceso, obra que justificaría por sí sola el honor de tener un adjetivo con tu apellido: «Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana». También nació en los últimos años del siglo XIX el austríaco Hermann Broch, que entre otras maravillas firmó La muerte de Virgilio, una obra tan incomparable que no me siento capaz de describírtela, aunque te aconsejo que no te la pierdas por nada del mundo.
Más recientes aún (disculpa la falta de un orden, sea cronológico o de otra índole), tienes a Borges y Cortázar, cada uno con un tipo de genialidad distinto; a Ernesto Sabato, que escribe como si las palabras te gritasen en silencio; a Scott Fitzgerald y su virtuosismo; a Kundera, que te regalará imágenes inolvidables (cito de memoria: “una rosa roja en una planicie helada de silencio”); Coetzee, porque te permite vivir el escalofrío que sienten sus personajes; Saramago, Juan Marsé y Luis Landero, por su maestría; Manuel Vilas, de quien sólo he leído aún una obra pero que te dejará impresionado; Karina Sainz Borgo, a quien considero una especie de alma gemela literaria, nieta de Kafka e hija de Coetzee. Y espero que llegue hasta ti, sobreviviendo a las mudanzas y demás, nuestro ejemplar de El infinito en un junco, de Irene Vallejo, un ensayo precioso sobre la historia de los libros, que te ayudará a enamorarte aún más de ellos.
Concluyo revelándote que tu primer libro, exceptuando cosas de colores o que emitan sonidos, fue un regalo que te hicimos en Navidad, unos días antes de que cumplieses un año: El pequeño hoplita, de Arturo Pérez-Reverte. Como autor de novelas, por cierto, también te lo recomiendo: sus protagonistas habitan las mismas sombras de donde nacen los míos.
Muchos besos,
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