Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca.
(Jorge Luis Borges)
Si los intereses que ahora dejas ver o las actividades que te llaman la atención, sirviesen de algún modo como pista para ese ejercicio cabalístico que mencionaba, tu trayectoria en la edad adulta podría oscilar entre diversos polos, en apariencia distantes entre sí: el deporte, con presencia esporádica, pero ya entusiasta, en partidos de baloncesto y en alguno que otro de fútbol; la música, asistiendo a una clase semanal que suele ser de tus actividades preferidas; y los libros, con ocasionales visitas a la biblioteca municipal para consultar y retirar en préstamo novedades que alimentan tus habituales momentos de lectura, después de las comidas, antes de ponerte a dormir, o cuando te apetece…
Resulta especialmente curioso lo relativo a los libros, porque desde hace pocos días has puesto en práctica, por tu cuenta, una nueva actividad a la que regresas con bastante frecuencia y cierta pasión: “vamos a jugar a la biblioteca”. Sitúas tu pequeña silla frente al mueble donde están tus cuentos, los propios y los que acoges en préstamo por un tiempo, dices que vas a trabajar (comienzas a teclear sobre una cajita situada sobre el mueble) y das indicaciones para que te pidamos un cuento, delimitando así claramente tu papel y el del ocasional colaborador. Entonces yo te saludo, buenos días señor bibliotecario, y te pido un libro indicando su título o bien, como lo anterior suele resultarte demasiado fácil, te digo que me gustaría poder leer un cuento que trate sobre tal o cual animal, o donde suceda determinada cosa. Entonces tú, valorando los lomos de los ejemplares expuestos en el mueble, localizas el ejemplar al que nos estamos refiriendo, y me lo entregas, previo paso del necesario carnet de la biblioteca (mi mano) por el lector correspondiente (la tuya), y procedo a despedirme hasta la siguiente visita, algunos segundos después.
Es casi seguro que, cuando pasees por estas líneas, no te queden recuerdos de este juego en concreto, tal vez de ninguno de los que ahora ocupan nuestros días. Tengo, además, mis dudas sobre si realmente seguirán existiendo las bibliotecas, o al menos las públicas, las que dependen de administraciones locales, o regionales, y a las que puedes acudir para retirar sin coste tanto libros, como revistas, material audiovisual, acceder a internet, para participar en clubes de lectura, en actividades para niños, etc. Y es que me da la impresión de que las bibliotecas forman parte de esas cosas en la vida que uno da por hechas, como que la luz se encienda al apretar un botón, que del grifo fluya el agua caliente, que tengamos un yogur en la nevera, hasta que algo, en situaciones dramáticas, las hace arder (a ellas, o a lo que contienen), derrumbarse, saltar por los aires, o bien, sin irnos a semejantes extremos, una frecuente escasez de recursos públicos pone contra las cuerdas, a veces por la sencilla razón de que no hay personal suficiente para mantenerlas funcionando en condiciones normales.
Siendo objetivos, la Historia sugiere que mis dudas sobre el futuro de estos centros de conocimiento no estarían del todo justificadas. Uno creería que las bibliotecas llevan ahí demasiados siglos como para que la aparente velocidad del cambio que, en un momento dado, percibimos pudiese suponer una amenaza real. Además, también ellas evolucionan, se mueven, haciéndolo con su propio ritmo y atendiendo a lo que la sociedad demanda en cada momento: tenemos ahora toda una serie de actividades y servicios, ofrecidos de manera complementaria a las labores de préstamo o consulta de documentos, que serían impensables con apenas remontarnos a mi infancia, ya no digamos a muchos siglos atrás. En este sentido, parece claro que las bibliotecas ejercen una labor dinamizadora clave a nivel cultural, poniendo también a disposición de todo el que lo desee herramientas de apoyo para mejorar su acceso al conocimiento, ayudando a superar las barreras que tradicionalmente han limitado el acceso a oportunidades de importantes segmentos de la población. Así, el valor de su contribución a una sociedad, más allá de nuestras limitadas esferas privadas, parece incontestable.
El tiempo, pues, será quien nos ofrezca una respuesta a las grandes preguntas: qué habrá sido de las bibliotecas, de sus libros, de la cultura tal como hoy la entendemos en el futuro que tú conozcas. Y también a las íntimas, pequeñas pero igualmente importantes para nosotros, tus padres, el Mateo de hoy y el que un día lea esta carta: cómo te encontraste en esa primera escuela, cuáles vinieron después, qué caminos se abrieron ante ti y hacia dónde te llevaron. Si todavía lees y si eso te hace tan feliz como ahora.
Muchos besos, hijo.
Hermosa escena la del niño jugando a ser bibliotecario ❤️
Justo esta semana que estoy sufriendo «la pérdida» de mí librería de barrio favorita estoy especialmente sensible con estos temas.
Bueno, para ser sincera, y no dramatizar en exceso, quiero pensar que no será su fin, sino un momento de transformación, pero el miedo de no volver a verla abierta está ahí.
La semana pasada decidieron liquidar todo y poner un letrero naranja fosforito con la sentencia final «se traspasa».
Llevaban mucho tiempo luchando contra los números en negativo hasta que ya no se pudo soportar más.
Dicho esto, y antes que nada pidiendo perdón por mí soltura descocada al airear aquí tan frescamente mis minidramas personales, déjeme aplaudir al autor por tan linda reflexión.
Realmente he sentido por un instante que estaba ahí, en esa biblioteca con escáneres imaginarios y un pequeño (pero eficiente) bibliotecario.
Gracias por este pequeño dulce hecho de palabras que he tenido el gusto de saborear nada más despertar.
Saludos cordiales ✨
Muchísimas gracias por su amable comentario. Ojalá esa librería resurja más adelante, quién sabe dónde!
Me alegro de que la Carta le haya gustado.
Un saludo
Muchas gracias por su amable comentario. Me alegra que la Carta le haya gustado y espero que la librería renazca en algún momento. Recuerdo el cierre de una, hace ya algunos años, y cómo desde el escaparate ahora velado con papel opaco hay un pequeño cartel que lleva todo ese tiempo ahí: «cerrado por melancolía».