Y sólo la ilusión, no el saber, hace al hombre feliz
Stefan Zweig, El mundo de ayer
Querido Mateo,
A veces, cuando me preguntas si el mar está vivo, le cuentas a alguien que de mayor quieres ser astronauta, o que si dejas el zumo de uva mucho tiempo en un barril se convierte en vino, tengo la sensación de que hemos pasado volando sobre estos más de cuatro años y medio. Imagino que no es algo muy distinto a cuando uno repara en que tal o cual suceso de su propia vida ha ocurrido hace ya diez, veinte o treinta años: al fin, se trata sólo del paso del tiempo y de cómo éste parece transcurrir a mayor ritmo cuanto más viejo te haces. Pero a mí me sigue provocando vértigo, Mateo, y en ocasiones, para tratar de controlarlo, o al menos de convivir con él, me resulta útil acudir al diario que vengo elaborando sobre tu vida: nuestro modesto libro de Historia para una única familia. Allí compruebo cómo y cuándo tuvieron lugar tantos recuerdos que me parecen ahora sumamente lejanos y, al ir avanzando desde las entradas más antiguas (comencé a escribirlo varios meses antes de tu nacimiento), tengo la impresión de que, a fuerza de apilar de forma metódica pequeños ladrillos, en apariencia insignificantes si uno los observa por separado, ese camino recorrido, el relato de quiénes éramos y de quiénes vamos siendo, parece ir cobrando un sentido.
Al asomarme a esas páginas, me hace gracia comprobar cómo he ido registrando, con la obsesión que me es propia, hasta las más insignificantes novedades si suponían alguna “primera vez”, histórico recopilatorio de pequeñas conquistas caseras: cuando te sentí moverte en la barriga de tu madre (octubre de 2019), apenas unas semanas antes de poner por fin cara a tus latidos, gracias a la ecografía (diciembre de 2019), y no mucho antes de tenerte en mis brazos, convertido en el papá del que te hablaba en mi anterior carta, al final de un eterno domingo de comienzos de 2020. Así, al recoger en el diario hace algunos días la consecución de tu meritoria primera canasta, pasé un buen rato localizando ejemplos como aquéllos, con la sorpresa añadida de encontrar el registro de tu “otra primera canasta” (la canasta antecesora), allá por noviembre de 2020, lograda con algo de ayuda: recuerdo llevarte en brazos para que hicieses pasar una pequeña pelota de goma, poco más grande que tu mano, por el primer aro de juguete que tuviste en casa.
Con el correr del tiempo, en este presente donde hemos aterrizado casi sin darnos cuenta, me hace sentir especialmente bien el notar la alegría, la ilusión que te producen tantos pequeños logros. Ilusión que, además, parece ser contagiosa o, mejor dicho, que irradia de ti alcanzando a los que nos encontramos a tu alrededor. Verte sonreír cuando te giras tras anotar esa primera canasta, y las que luego vinieron, me hace sonreír a mí, que te contemplo absorto desde la grada casi vacía. Y es como si, por medio de tu felicidad primitiva, inocente, el adulto que ahora soy pudiese volver a sentir del modo en que lo hace un niño, recuperar el olvidado calor de las primeras ilusiones, esa luz que todavía no proyecta sombra alguna. Volver a disfrutar de esa etapa, tan mágica como efímera, donde todo nos sucede por primera vez.
Luego los años se abren paso, claro. Y echando la vista atrás, acabo sin pretenderlo en busca de ilusiones perdidas, puede que sólo olvidadas, dándome cuenta de que se cumplen ya treinta años desde el estallido de los problemas financieros que provocaron la caída fuera de la élite y, en muy breve plazo, posterior desaparición, de nuestro equipo de baloncesto. Recuerdo con nitidez aquellas semanas, el fatídico último día de plazo para depositar unas cantidades imposibles ya de obtener: la espera resignada del condenado a muerte.
Pero la vida, como decía el poeta, sigue empujando con su latido interminable. Y la ilusión que ahora transmites fluye como un océano, se abre paso con la fuerza de una ola, capaz de borrarlo todo en un instante. Derriba malos recuerdos, arrastra penas, rencores, borra las imágenes que acuden a rondarte por las noches cuando cierras los ojos para poder, al fin, descansar. Y tantos años después, Mateo, de golpe uno se sorprende al intuir, puede que incluso al comprender, que la vida era mucho más sencilla. Que la felicidad no estaba en las cosas que uno sabía, o a las que aspiraba, ni en llegar a ninguna parte, sino en la ola de ilusión que se abre paso cuando saltas a la cancha, aferrado a tu balón amarillo, corriendo hacia la canasta como si no hubiese nada más en el mundo.
Muchos besos, hijo.
Muy bellos pensamientos, no tengo idea de cuando los escribiste (asi en escribiste, como si te conociera de años o como si te conociera), y te conozco porque eso que le escribes a tu Mateo, yo lo siento con mi Damián, pero no tengo la gracia de escribir tan suelto. Muchos años dee alegria con Mateo
Muchas gracias por tu lectura y el hermoso comentario!.
Las Cartas van siendo publicadas en la página pocos días después de ser escritas, de manera que ésta la terminé hace dos o tres semanas. Creo que el lenguaje de los sentimientos, como bien dices, es universal, y además tenemos la suerte de que sea el más sencillo y el que todos dominamos, porque nos nace de dentro.
De nuevo gracias por tu amabilidad y espero que Damián, al igual que Mateo, crezcan y vivan muy felices durante mucho tiempo.
Un cordial saludo.