—¿Cree usted en una futura vida eterna?
—No. No en una vida futura eterna, sino en una vida presente eterna. Hay momentos especiales: se llega a uno de esos momentos, de pronto se para el tiempo y se convierte en eternidad”. —Fiódor Dostoyevski, Los demonios
Querido Mateo,
El domingo estuve dando un paseo para comprarte algún detalle que espero sea de tu agrado (quién sabe si cuando leas estas líneas recordarás aquel viaje, aquellos regalos que papá trajo a su regreso), y el martes fui a cenar con un grupo de compañeros que están compartiendo estos días de trabajo, varios de los cuales son conocidos de años precedentes. El típico reencuentro de abueletes manoseando sus batallitas sobre los buenos y viejos tiempos: seguro que, conociendo a tu padre, te lo puedes imaginar. Más que la cena, o el pequeño rato de distensión, lo que verdaderamente disfruté fue el recorrido desde el edificio donde pasamos estas maratonianas jornadas de trabajo, situado en la plaza Rogier, hasta la zona de restaurantes para turistas a donde nos dirigíamos, en la plaza de Sainte-Catherine.
Nada más enfilar el Boulevard Adolphe Max, me sentí trasladado a la ocasión en la que realizaba el mismo camino, solitario y otoñal entonces, un 14 de octubre de 2019, cuando tú todavía vivías dentro de tu madre y medíamos el paso del tiempo, lenta y minuciosamente, en esperanzadas semanas. Esa fecha suponía una de las ecografías que se venían haciendo periódicamente. Nosotros estábamos sobre todo interesados en que al final de cada exploración nos dijesen que todo iba bien, que tal o cual parámetro que querían comprobar estaba como debía. Pero es cierto que, al llegar a ese número de semanas, en la familia ya se hacían cábalas sobre si el nuevo miembro de la familia sería un niño o una niña, cada cual con una teoría más descabellada que la anterior: que tu madre estaba más “guapa”, que tenía ardores de estómago, que su barriga estaba más abultada por determinado lugar… No me preguntes qué cosa predecía qué posible sexo para el bebé.
El caso es que esa tarde tu madre asistió sola a la ecografía en Madrid y yo esperaba el veredicto desde Bruselas. Al salir del edificio tras finalizar la jornada, reviso el teléfono para ver si ya había noticias y me encuentro una imagen enviada por tu madre con un símbolo masculino hecho a base de fotografías nuestras. Acababas de dejar de ser una noción feliz, puro amor materializado en una realidad todavía difusa, para comenzar a ser un niño. Al momento, llamo a tu madre y nos ponemos a comentar cómo había ido la consulta: que todas las medidas arrojaban resultados como era debido, que ella estaba bien y, claro está, la noticia estrella de aquellas semanas sobre ti. Con la emoción del momento, sigo caminando distraído en dirección al centro, en lugar de bajar al metro en la misma plaza, y tomo el mismo Boulevard que recorrí esta semana.
Sólo un poco más adelante, mientras hablo con tu madre aliviado de saber que todo seguía su curso, pensando en que ya iba quedando menos tiempo para que estuvieses con nosotros, deseando criarte como un niño sano, feliz, rodeado de una familia que te querría más que a nada en el mundo; mientras recorro, como flotando, aquel camino inesperadamente memorable, llaman mi atención las campanas de una iglesia cercana (vi entonces que eran las seis y media), que se agitaban con una melodía que no sabría describirte con precisión, pero que me resultó tremendamente alegre: del mismo modo que cuando las hacen sonar en las romerías o en las fiestas de cualquier pueblo. Como si quisiesen unirse a nuestra humilde gran celebración familiar.
Recuerdo comentárselo a tu madre que, bromeando, me acusaba de tratar de exprimir gotas de literatura a partir de cualquier pequeñez. Y entonces veo que la calle por la que iba paseando se cruza con una más pequeña llamada, ni más ni menos, Rue du Finistère. Más tarde averiguaría que la iglesia compartía el nombre de la calle (Notre-Dame du Finistère). Así que imagínate mi cara, querido Mateo, cuando me encuentro con esta evocación del hogar a tantos kilómetros de casa, en pleno corazón de Europa, con el sonido de las campanas que, todavía lo siento así, estaban celebrando conmigo la noticia que acababa de recibir.
Aquella fue una tarde muy especial, y en esta semana resultó curioso comprobar cómo el mismo escenario, tres años y medio después, me permitió revivir con toda nitidez la misma alegría, la cálida sensación de bienestar, la sonrisa que no puede ocultarse, esa necesidad de darle un abrazo a alguien, la muestra liviana, siempre escasa, tan fácil de reconocer y tan difícil de encontrar, de la más pura y simple felicidad. Como si el momento hubiese permanecido allí, suspendido pacientemente en las ramas de los escasos árboles, esperando mi regreso para volver a presentarse. O como si, en palabras del maestro Dostoyevski, el tiempo se hubiese parado para convertirse en (dichosa) eternidad.
Muchos besos, hijo.
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