De Philip Larkin (1922-1985) se puede decir que fue uno de esos raros poetas —raros en nuestro tiempo— que tuvo el don popular. Esto, que puede parecer una suerte en gran parte debida a las circunstancias sociales y culturales del tiempo histórico que le tocó vivir, debe sin embargo mucho más a su propia idea de la poesía. Ya no había poetas propiamente populares cuando Larkin escribió sus versos. A pesar de eso, fue un poeta muy conocido, muy leído, alguien que podía muy bien ser considerado por la gente como “algo inglés”. Parte de Inglaterra. De la eterna Inglaterra, real y legendaria a un tiempo, como todos los símbolos que alcanzan la naturaleza de los objetos reales. Sobre todo desde la publicación de Las bodas de Pentecostés en los años 60 tras su instalación como bibliotecario en Hull.
Larkin, al contrario de aquellos ilustres precedentes, no teorizó, no fue un intelectual, su repugnancia ante el oropel académico quedó patente en algunos de sus poemas. Su retracción al reducido marco de las horas diarias, de los sentimientos diarios y cotidianos, con su miseria y todo, fue el espacio de una poesía irónica, sarcástica en ocasiones, tierna, profundamente real, depresiva, atravesada por destellos efímeros de una belleza clara y pura —recuerdo siempre el final de “Ventanas altas”, un poema extraordinario—.
No siempre las cartas de los poetas tienen gran interés. Pero es justamente porque su visión y porque la práctica de su poesía se ciñen a ese ámbito privado y doméstico por lo que las de Larkin lo tienen. En ellas —en estas Cartas a Monica, dirigidas a la personalidad femenina más importante de su vida, Monica Jones, que ha publicado La Umbría y la Solana— está ese ser humano visto en el reducto de experiencia y sensibilidad con el que él mismo asociaba la verdad de la vida. Sus opiniones se dice que extravagantes (se dice, solo porque no son progresistas avant la lettre, ni siquiera conservadoras según el esquema convencional), sus sentimientos harto alejados de los de una persona irreprochable, sus neurosis y su afición al jazz o a los libros de Beatrix Potter (o a cualquier cosa que el alto mundo de la cultura toma por impura), están, claro está, en las cartas. Y también el amor, la idea que del amor se había hecho Larkin bien observada y padecida en la vida real. Su miedo. Su poca, poquísima esperanza. Su devoción anticuada por la tradición en su versión más ordinaria y menos tocada por el pensamiento, con su mugre. Su amor por el pasado. Sus mentiras. Su mala uva. La experiencia de la que nacían de sus versos.
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Una carta de Philip Larkin:
22 de noviembre de 1966
32 Pearson Park, Hull
[…] Ya me ha llegado el traje, muy aburrido. Todavía no me lo he puesto. Los ojales perforados a máquina solo en un lado, al mejor estilo Monty Burton. ¿Para qué pago? Es de un gris de maestro de escuela, aburrido, aburrido, aburrido. Me lo pondré en seguida: no necesita que lo alaben, va a ser mi «mejor» traje. Me lo pondré mañana en la fiesta de representantes de departamento, en la cena de Vernon Watkins, en la conferencia de Vernon Watkins y en la noche de Vernon Watkins, chez Rees, el francés… Luego en el almuerzo de Vernon Watkins el jueves, en la presentación de Donini, en la cena de Donini y en la conferencia de Donini… Me apetece cortarme el cuello con un cuchillo romo, como dijo Dylan Thomas. (No creo que sea tan gracioso como le parece a la mayoría de la gente, pero me parece medianamente gracioso).
Me alegro muchísimo de que lo pasaras tan bien en Lichfield, aunque suena todo muy poco convencional: un día que ninguna comida echó a perder y ¡arreglado gracias a los viejos libros de una biblioteca sin calefacción! ¡Madre mía! ¿Has perdido la cabeza o qué? Nunca he pensado que Lichfield fuese bonito, tiene un tráfico infernal e infinito que te llena de humo la boca, la nariz, las orejas… la catedral que Cromwell denudó (¿fue así?). Todo lleno de garajes y tiendas de té, y suburbios derruidos, ni un solo hotel decente. Hay una especie de estanque, ¿verdad? y una farmacia antigua de puertas dobles y ventanas de arco. Me pregunto si la biblioteca de la catedral estará puesta al día. Es una ciudad que siempre me pareció sombría. Mis primeras Navidades en Oxford las pasé allí, bueno, no, no las pasé, fui allí, donde estaba mi madre y donde mi padre quería ir, pero el tío y la tía no podían afrontarlo y nos hicieron volver a todos, así que las pasamos en Coventry. Supongo que mi madre les había estado molestando, eran bastante prehistóricos a su manera. Creo que mi padre no fue muy sensible al enviar a mi madre allí. De hecho, yo me quedé en un «albergue», y comí allí, una especie de Rosemary silenciosa. Yo solo quería escapar y continuar leyendo Escenas de la vida parroquial y merodear por la catedral al atardecer, para ver la poca gente que entraba. No me atreví a entrar, por supuesto, al no saber qué había que hacer durante el servicio.
Hoy he comprado los nuevos poemas cortos de Auden. Menudo idiota, se ha vuelto a reír de nosotros, de nuevo. Él y Graves hacen buena pareja. Es curioso cómo estos chicos de «la-poesía-es-magia» son siempre los primeros en hacer el mono con ella, justo lo que no puedes hacer si es magia: «Abracadabra / botón de pantalón», eso me suena mejor, «Abracadabra / botón de pantalón» ¿Por qué, dónde vais todos? Bueno, yo mantengo la camaradería entre escritores. Abracadabra, camaradería entre escritores… Todo lo que deseo conservar. Fui. Conserva a tu abuela. […]
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Autor: Philip Larkin. Título: Cartas a Monica. Edición: Anthony Thwaite. Prólogo: Dámaso López. Ilustración: Federico Granell. Traducción: Verónica Peña Olmedo y Jorge Osorio González. Editorial: La Umbría y la Solana. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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