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Cartas de una vida, de Irène Némirovsky

Cartas de una vida, de Irène Némirovsky

Las cartas que Irène Némirovsky escribió a lo largo de su vida muestran primero a una joven apasionada y después a una mujer brillante que se convirtió en una gran novelista. Sin embargo, hacia el final de su existencia fueron sus amigos, familiares y editores quienes escribieron misivas tratando de salvar tanto su vida como sus textos.

En Zenda ofrecemos el prólogo escrito por Olivier Philipponnat a las Cartas de una vida (Salamandra), de Irène Némirovsky.

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PRÓLOGO

Irène Némirovsky no pertenecía a esa clase de escritores que se sienten observados por la posteridad mientras escriben una carta. Jamás pensó que nadie, salvo sus destinatarios, leería su correspondencia, ni que ésta acabaría formando parte de su obra. Puesto que ha llegado a serlo, hay que tener en cuenta que supone una especie de cara oculta. Ciertamente, no habla en ellas de técnica narrativa, por ejemplo (un tema que le apasionaba), ni siquiera con Gaston Chérau, a quien solía pedir consejos profesionales. «Cuando escribo un libro», le confesaba a René Lalou en 1938, «siento una especie de pudor inexplicable que me impide hablar de él incluso con las personas más cercanas». Seguro que ese pudor no estaría muy alejado del orgullo de sentirse comprendida sólo por sí misma. Pero, pese a esa reticencia, su obra es el tema principal de sus cartas, en las que a menudo la descubrimos maternalmente atenta a las condiciones de publicación de sus libros. (Luego, con el paso de los años, su marido, Michel Epstein tomó una parte cada vez más activa en la defensa de los intereses de la autora frente a las editoriales y los grandes semanarios en los que publicaba.) Esa constante preocupación refleja la fecundidad de una escritora dedicada de lleno a la producción de una obra que, entre 1926 y 1942, alcanza la cifra de dieciséis novelas y más de cincuenta relatos, a los que hay que añadir el triple de esbozos, borradores y notas, cuya elaboración ocupa la mayor parte de su jornada diaria.

También encontraremos aquí algunas de sus respuestas a las críticas. A menudo, no son más que triviales y corteses notas de agradecimiento, pero la cantidad de cartas breves y más o menos convencionales enviadas a oscuros corresponsales de todos los rincones de Francia —y que hoy vemos subastadas o vendidas por catálogo a precios de escándalo— demuestra la importancia que daba nuestra autora a la difusión y la reseña de sus libros. La humildad de la que hace gala, su conformidad con las críticas, la fingida libertad que da a los periódicos para retocar sus relatos a su antojo contrastan con la pasión y el amor propio que reflejan sus manuscritos.

Su relación epistolar con otros escritores —Henry Bernstein, Jacques-Émile Blanche, Henri de Régnier, Gabriel Marcel, Jacques Chardonne, etcétera—, ocasional y rara vez familiar, estuvo siempre marcada por un respeto de las convenciones, una prudencia y una modestia sorprendentes, sazonadas en algunas ocasiones con una gota de malicia o una pizca de adulación, pero nunca empañadas por la falta de sinceridad. Por un lado, la novelista, con poder absoluto sobre sus personajes y su obra; por el otro, una mujer que no muestra nada de eso en sus cartas. En ellas, sus dudas, sus miedos, sus interrogantes se expresan sin la rabia y la ironía características de sus novelas; más bien con sutil autoburla, como en sus cartas a monseñor Ghika, que la bautizará en febrero de 1939.

Correspondencia parcial, inevitablemente: aunque sus destinatarios conservaron la mayor parte de las cartas escritas por la novelista y hoy pueden consultarse en diversos archivos y colecciones privadas, no ocurre lo mismo con las que ella recibió, destruidas probablemente tras la guerra por los nuevos inquilinos del piso de París en el que la autora las dejó en abril de 1940 para refugiarse con sus hijas en el pueblo borgoñón de Issy-l’Évêque.

Así pues, ¿qué queda? Para el período 1919-1925, el retrato de una estudiante bulliciosa, más seria y aplicada de lo que sus cartas a Madeleine Avot parecen sugerir. A falta de respuestas, nunca sabremos si la «pequeña Mad», heredera de una dinastía de papeleros que servirá de modelo para la virtuosa familia Hardelot de Los bienes de este mundo, estaba realmente «escandalizada» ante las diabluras de su amiga rusa. Esos años de despreocupación dan paso a una época (1925-1930) de la que no conservamos ninguna carta; es el intervalo durante el que Irène Némirovsky parece centrada en exclusiva en su vida conyugal con Michel Epstein, con quien contrae matrimonio en 1926, y en la elaboración de sus primeras novelas —El malentendido (1926) y, sobre todo, David Golder (1929)—, en un anonimato reforzado por el uso de pseudónimo (Pierre Nérey) para L’Ennemie (1928) y El baile (1929). Esto supone un agudo contraste con la enorme popularidad que le otorga el éxito inesperado de David Golder, novela que muy pronto se lleva a la pantalla, con Harry Baur como protagonista, y candidata oficiosa al Goncourt, al que la novelista, como le explica a Gaston Chérau, prefirió renunciar para evitar que se pensara que pretendía naturalizarse para facilitar que se le otorgara el premio. Es la época en que, por carta o por teléfono, responde con sencillez a las entrevistas más o menos serias de los periódicos, ejercicio cuya repetición acaba componiendo, mediante sucesivos toques, un retrato muy vivo de la autora.

Muy puntillosa cuando de proteger sus derechos se trata, en las cartas de esa década, estampilladas con el monograma «ie», Irène Némirovsky se muestra sumamente profesional en sus relaciones con los editores y los directores de publicaciones, siempre atenta a evitar los desacuerdos y, por tanto, a prevenirlos. Casi nunca menciona el contenido o el significado de su obra, salvo en las cartas abiertas y en las respuestas dirigidas a ciertos periódicos; incluso en esos casos, rara vez sube el tono, a no ser que esté en juego su honradez y que la acusen, por ejemplo, de haber facilitado al dramaturgo Fernand Nozière el guión de Julien Duvivier para David Golder. Descubrimos su interés por evitar polémicas, como la acusación de antisemitismo que provocó David Golder, una de las más absurdas, según ella. Las peleas se las reserva a los personajes de sus novelas, en las que a veces parece vengarse de las conveniencias a las que su respeto del decoro, pero también su condición de extranjera, cuando no de intrusa en la república de las letras, la obligan habitualmente.

Esa tranquilidad vacila en 1938. En diciembre de ese año, la inquietud religiosa de Irène Némirovsky, muy real, y el fracaso en sus intentos de obtener la nacionalidad francesa hacen que se decida a recibir el bautismo católico junto con su marido y sus hijas, por una especie de devoción a los valores cristianos de su país de adopción. Cuando menos eso cabía suponer, hasta el descubrimiento de una carta (n.º 199) enviada en junio de 1938 a Jean Zay, ministro de Instrucción Pública. Esa petición parece demostrar que Irène Némirovsky deseaba evitar a sus hijas, Denise y Élisabeth, los inconvenientes objetivos derivados de su condición judía, empezando por la negativa de los colegios privados católicos a aceptar a su hija mayor, a falta de plazas en el liceo público Victor-Duruy. El ministro resolvió el problema, pero la incertidumbre entró en la vida de Irène Némirovsky: la angustia por no ser francesa alimenta las últimas novelas de la década, Les Échelles du Levant (1939) y Los perros y los lobos (1940), e incluso, por simetría, Los bienes de este mundo (escrita en 1940), himno a la solidez de las antiguas familias de la burguesía provinciana, evidentemente católicas.

Llegan la guerra, la derrota y el régimen de Vichy. De octubre de 1940 a julio de 1942, carta tras carta, vemos a Michel Epstein e Irène Némirovsky debatiéndose en la red de las medidas antisemitas, que los privan poco a poco de ingresos y hacen crecer su deuda con la editorial Albin Michel. Medidas cuyo sentido y finalidad les cuesta comprender, mientras intentan capear ese temporal de ultrajes y prohibiciones, que impiden a Irène Némirovsky publicar con su nombre y acaban obligándola a utilizar como testaferro a la gobernanta de sus hijas, Julie Dumot. Las cartas de ese período son más numerosas: se han conservado mejor y reflejan, con su mera frecuencia, un nerviosismo creciente. Las de Irène y Michel, indisociables en la desgracia y las dificultades, se conservan en muchos casos en forma de copias de calco, cuando no de borradores, que, tras la deportación de ambos, viajarán en la famosa maleta en que Julie Dumot amontonó los manuscritos en fase de elaboración, los documentos y las cartas recibidas por el matrimonio durante los dos años pasados en Issy-l’Évêque. En consecuencia, el período más dramático de Irène Némirovsky, el de la elaboración de su obra maestra, es también el mejor documentado por una correspondencia en la que da rienda suelta a su cólera, su angustia y su desengaño. Pero también a la amistad y la gratitud, en el muy hermoso conjunto de misivas dirigidas a André Sabatier, sin cuya intervención Robert Esménard, yerno de Albin Michel, no se habría avenido a seguir pagando adelantos mensuales a una autora a la que ya no podía publicar.

Esa relación privilegiada no se interrumpe con la detención de Irène Némirovsky el 13 de julio de 1942, ni siquiera cuando, en octubre, Michel Epstein corre la misma suerte, no sin haber abrumado a André Sabatier con cartas y telegramas desesperados, hasta la aceptación de su destino: reencontrarse con su mujer pasando por la prisión de Le Creusot y, luego, el campo de Drancy. A ese respecto, su última carta, que sus hijas no llegaron a conocer, resulta estremecedora: «Puede que pronto vea a Irène», escribe horas antes de la salida del convoy n.º 42, que lo conducirá a la cámara de gas. La publicación del Journal de guerre de Paul Morand en 2020 tiñó de siniestro sarcasmo los vanos esfuerzos de Michel y Sabatier por obtener la intercesión de este estrecho colaborador de Pierre Laval. Si parece momentáneamente conmovido por la suerte de Irène Némirovsky, una de sus más fervientes admiradoras, el autor de El hombre acosado se muestra indiferente ante la situación de los judíos, golpeados con saña por el régimen al que sirve.

También Julie Dumot, convertida en la tutora legal de Denise y Élisabeth hasta la «colocación» de ambas en el internado católico de Notre-Dame de Sion en septiembre de 1945, sigue carteándose con André Sabatier y la editorial Albin Michel.

¿Deberíamos haber prescindido de esa «correspondencia póstuma», toda vez que Irène Némirovsky había muerto de tifus en Auschwitz-Birkenau el 17 de agosto de 1942? Lo habríamos hecho de no ser porque, hasta el regreso de los últimos deportados, sólo cabía declararla «desaparecida». Y porque Julie Dumot actuó como su «sustituta», por así decir, hasta su partida a Estados Unidos en 1946, una vez cumplida su «misión». En consecuencia, decidimos cerrar Cartas de una vida con estas palabras desencantadas de Albin Michel: «Esperemos, no obstante…», que en realidad no dejaban casi ninguna esperanza tras el final de la pesadilla.

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Autora: Irène Némirovsky. Título: Cartas de una vida. Traducción: José Antonio Soriano Marco. Editorial: Salamandra. Venta: Todostuslibros.

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