La vida del legendario William Shakespeare (1564-1616) es una incógnita. ¿De dónde venía su talento? ¿Cómo empezó en el teatro? ¿Cuál era su verdadero aspecto? Hay quien dice que su nombre no era sino un alias detrás del que se escondían dramaturgos como Christopher Marlowe o Edward de Vere —e incluso el filósofo Francis Bacon. Para otros, era un autor menor: Macbeth, Otelo, El rey Lear, tan complejas y ricas en detalle, no podían nacer de la pluma de un plebeyo de procedencia rural como el de Stratford. Pero son —somos— mayoría los que se inclinan por creer que, lagunas biográficas aparte, Shakespeare fue real, y su estatus de mito se debe a su genialidad con las letras.
Y es que O’Farrell no solo decide seguir los pasos del propio poeta —que, ironías del destino, aquí tiene un papel secundario e innominado; él, el preceptor de latín—, sino que adopta un inusual y más que efectivo narrador omnisciente —sí, el mismo que tan bien funciona en los cuentos clásicos y, en la teoría, tan arriesgado resulta trasladar con solvencia a extensiones mayores. Sumémosle el uso sobresaliente de dos líneas temporales, centradas en la juventud y madurez de los personajes; el resultado es una novela compleja en lo estructural, que, sin embargo, se lee con una facilidad asombrosa.
Nos asomamos al alma y pensamientos de Agnes, esposa de Shakespeare y verdadera protagonista de la historia; a través de sus ojos, de su extraña conexión con la naturaleza y un don que va más allá de lo sensorial, observamos a su taciturno hermano Bartholomew, su madrastra Joan, sus suegros John y Mary, su cuñada Eliza, y, en un lugar destacado, a los hijos de la pareja: Susanna, Judith y el desdichado Hamnet. No es aleatorio que el nombre de este último nos recuerde a algo. O’Farrell crea un maravilloso juego de espejos con la tragedia cumbre de Shakespeare, uno donde la luz que obra el milagro no es otra que la de la empatía. Hamnet, de hecho, no precisa —ni pretende— grandes giros dramáticos o una trama épica: aquí no se habla de reyes ni príncipes, se habla de manzanas que saltan, se habla de hijos que mueren, de animales de granja, de plantas y bosques, de enfermedad, de duelo, de mujeres que miran por la ventana y hombres que escriben cartas desde Londres, de fantasmas, de padres violentos, de madres resignadas, de huérfanas, de viudas y hermanas que pierden a su gemelo —para estas no existe término—, se habla de que no existen las casualidades, de que todo depende del punto de vista, se habla de amar, de temer, de vivir, venga la vida como venga.
Con Hamlet comparte el fatalismo hereditario, la exploración de los vínculos familiares o el coqueteo con lo fantástico, pero O’Farrell se basta y se sobra a la hora de lograr algo nuevo y fresco que apenas debe nada a la primera: la riqueza de las metáforas, la profundidad de las emociones es tal que leeremos muchos pasajes con un nudo en el estómago y conteniendo las lágrimas, y no por cruentos ni desagradables, sino por su extraordinaria capacidad para enhebrar sentimientos puros, para describir emociones que difícilmente podrían haberse contado con palabras mejores; la certera traducción al castellano de Concha Cardeñoso también ayuda en este punto.
Hamnet resultó ganadora del Women’s Prize for Fiction 2020, y no es difícil entender por qué. Maggie O’Farrell ha logrado demostrar algo que enorgullecería al Bardo y haría levantarse de su tumba al mismísimo príncipe de Dinamarca: incluso en la más trágica de las circunstancias hay espacio para la ficción —y, por tanto, para la esperanza.
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Autor: Maggie O’Farrell. Título: Hamnet. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Todostuslibros.
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