Foto de portada: En mayo de 1925, Federico García Rodríguez adquirió la Huerta, en la Vega de Granada. En 1923 ya había cedido a su hermano la compra de la cercana Huerta de Tamarit, con el que Lorca titulará uno de sus grandes poemarios. San Vicente, antes Huerta de los Mudos, pertenecía al pago de Arabial, tres hazas de verdor a distintos niveles que se convierte, desde entonces, en refugio de los veranos familiares, meses de ocio que pasaban antes en el pueblo de Asquerosa.
Las coladas de cemento extendieron sus lenguas por encima de las huertas, domesticando el agua, y estrechando el Genil entre muros de ladrillo. El ruido de los coches se cambió por el zigzag de los árboles que recortaban con su peculiar silencio el cielo del jardín. Ahora, con el terreno que salvaron, han hecho un parque, y la “caja de la alegría”, como la describiría Lorca, dejó de serlo. Ya no es el jazmín el que huele, ni las damas se exponen con aromas de blanco cortejo por la noche. No es tampoco aquel agosto, contraponientes de melocotón y azúcar (*). El carril de entrada a la huerta perdió su verdor, la yuca y los frutales; lo hizo ese mismo día que un coche vino levantando una polvareda extraña.
El piano de media cola, que también probó Manuel de Falla, es en estos momentos, junto al ventanal del recibidor, la guarida inútil. Bajo su techo de madera Federico se refugia con sus hermanas Concha e Isabel y con Vicenta (la criada) del ruido de las bombas. «Si me mataran ¿lloraríais mucho por mí?», preguntaba.
Los sueños del poeta son oscuros estas noches, como el intenso traje de Bernarda, que justo acababa de coser con hilo negro. Como las amenazadoras sombras entre los maizales. Bruna, más de lo normal, se vuelve la noche, que debería ser clara, por la luz de luna. Porque las sombras se mueven mucho, aún más, extendidas entre el entoldamiento del nogal y de la higuera, que por el día, no hace mucho, había sido solo la sombra amable y el fruto maduro en la boca.
Ha soñado en la siesta con mujeres de velo negro que lo rodean, y su madre, Vicenta, y su padre, Federico, lo miran inquietos. A su cuñado Francisco Montesinos (alcalde de Granada) lo tienen ya preso los sublevados desde el primer momento. Este verano de 1936 no es el anterior, ni es como los de antes.
Intenta escribir y no puede. Con Los sueños de mi prima Aurelia entre sus dedos, la Huerta que en su día alumbró sus textos se ha vuelto yerma. No suena el gramófono, ni Mozart, ni Bach, ni el cante jondo llena el espacio de buenos quejíos. Lorca, encerrado en su dormitorio en el primer piso, no puede dejar de asomarse al balcón. Por eso la prima Aurelia, la de Fuente Vaqueros, diez años mayor que él, se queda perdida entre sus folios. Aurelia, horrorizada, huía aquellos veranos de las tormentas, envuelta en un halo dramático con el que él disfrutaba. En este, extraño, el miedo ahoga el teatro, las metáforas que hacen soñar y adornan porque la amenaza por la que transitan las pesadillas del poeta se van materializando, día a día, hasta hacerse reales, justo por ese carril de entrada tantas veces amable.
Es el 6 de agosto, y una escuadra al mando del capitán Manuel Rojas, el asesino de Casas Viejas y ahora jefe de milicias de la Falange, se adentra en San Vicente creando tensión y pánico en la inspección de la vivienda. El día 7 la familia nuevamente se inquieta, ya que vuelven con los registros, y esta vez suben las escaleras de la casa en busca del arquitecto municipal de Granada, Alfredo Rodríguez Orgaz, un amigo que habían tenido unos días escondido.
El día 9 los acontecimientos se precipitan. Un ruido de motores irrumpe en la hora de la siesta. Sale de uno de los coches Enrique García Puertas, “El Marranero”, alcalde de Pinos Puente (una localidad cercana). La historia lo describirá como un hombre brutal y sanguinario. En el otro, dos miembros de la CEDA. Buscan al hermano de Gabriel, el casero, en la pequeña vivienda anexa a la principal. No lo encuentran. Se escuchan gritos. Arrastran a la familia de Gabriel a la placeta del jardín, y a éste lo atan al cerezo y lo azotan. Están a punto de fusilarlos, o lo simulan, cuando Federico se asoma al balcón de su habitación. «Enseguida vamos a por ti, maricón», lo increpan. Entonces entran al vestíbulo y recorren la casa, arrastrando al poeta y al resto de la familia por las escaleras a golpe de culata. Federico tendrá los días posteriores amoratadas las costillas.
Angelina, la señora que los ayuda, aprovechando el desconcierto ha podido escapar por la parte de atrás con los niños de Concha García Lorca: Tica, Manolo y Conchita, para esconderse con una vecina.
Esa misma noche, Federico García Lorca, se pondrá un camisa blanca, una chaqueta azul y una corbata negra, más de lo que él imagina; y sin despedirse saldrá en un coche hacia la calle Angulo nº1, para refugiarse con los Rosales. No sabe, o tal vez sí, que no volverá a pisar la Huerta de San Vicente.
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(*) Antología poética. Federico García Lorca, Canciones (1921-1924). Agosto
Bibliografía: El asesinato de García Lorca. Ian Gibson (2018) y La Caja de la Alegría. Jesús Ortega (2020)
Estinmada Victoria: Podría ser interesante que abordaras dos casas: la de Gabriel Miró (en Polop), Alicante. Y la de Migueol Hernández, en Orihuela también en Alicante. Hemos estado en ambas, y son el complemento idóneo para leer, por ejemplo, «El libro de Sigüennza» o la célebre «Elegía» que cierra «El rayo que no cesa».
Cordialmente,
Fernando Carratalá