Siempre hay una noche en cada casa, y tal vez con un silencio distinto. A veces la oscuridad recorre la madera del suelo, que protesta con un crujido. Crepitan las persianas, que no se acostumbran al viento, ni las farolas del jardín a la oscuridad, pues tiemblan; ni el anciano a dormir, aunque lleve haciéndolo toda su vida. Esta vez es el mirlo el que perdió su sitio, pues este año cambió el nido.
—María España: Los vecinos nuevos, unos ricachones, me dijeron que cortara los cipreses. A ella le molestaban. Pero yo no iba a cortarlos, porque a Paco le gustaban.
—Victoria Iglesias: Los cipreses son fuertes y poderosos. ¿Sabes que estuve en esta casa hace muchos años? No te conocí, pero estabas. Paco te pidió una tortilla de patata. Tú debiste de entrar, pero yo estaba demasiado preocupada con las fotos. Él decía “Españaaaa”, y yo no comprendía por qué, porque entonces no sabía que España era un nombre de persona, y eras tú.
—María España: Recibía muchas visitas. Aquí, en la dacha, al principio solo veníamos los fines de semana. Vivíamos en Madrid en Juan Ramón Jiménez (la calle). Luego cada vez veníamos más. A Paco le gustaba esto. En Majadahonda se respira mejor, así que decidimos quedarnos.
—Victoria Iglesias: Recuerdo el sillón de mimbre en el que se sentaba a escribir delante de la mesa camilla. Justo en esta esquina del salón. ¿Dónde está?
—María España: ¡Ay! Estaba destrozado, lo quité el otro día.
—Victoria Iglesias: ¡Qué pena! Me hubiera gustado fotografiarlo. ¿Y el espejo? En la foto que tengo de él, la más conocida, está al lado de ese espejo picado. También aparece un retrato al óleo.
—María España: Está ahora en el recibidor, pero el cuadro es éste (señalando la pared junto a la chimenea).
La esquina de la chimenea enfrenta a la de los sofás. Pero es el rincón de Paco el que domina el fondo, el de las estanterías blancas repletas que cubren dos paredes alrededor de la mesa camilla. Los objetos se van asomando a la vez que España se va moviendo entre ellos mostrándome el camino de su memoria: un baile, un trono de mimbre, un niño, una familia, una joven.
Las rosas frescas en un jarrón hacen que un retrato no pase inadvertido. Al otro lado de los ventanales, que guardan lo que ahora llenan de luz, el jardín que atravesé hace un rato desde la calle es una extensión verde hasta aquí, donde la sombra de los árboles corteja un sendero de baldosas. España se disculpa un momento y sale a hablar con un hombre que parece acicalar la mañana cortando las malas hierbas, para que el abeto rojo suelte sus pequeños conos en un suelo cuidado. Veo su pelo blanco desde el salón y su jersey de rayas. De la cocina viene un olor dulce y el ruido de un grifo.
Enseguida estamos juntas de nuevo fotografiando la máquina de escribir que utilizaba Umbral. Después, la sala contigua y el jardín de atrás. El dormitorio principal, de dos camas, tiene las paredes cubiertas con un papel lleno de florecillas. En el vestidor, ahora solo con ropa de mujer, cambia su jersey por una camisa negra de seda y una chaqueta roja.
—María España: Yo estudié magisterio en León. Después, cuando nos vinimos a Madrid, como Paco colaboraba con tantos periodistas, empecé a hacer fotos. Se me daba bien. Hice muchos retratos. Y publicaba en revistas y periódicos. Poco a poco lo fui dejando, sobre todo porque desde aquí me costaba ir más al centro. Pero ahora podría hacer una publicación con ellos —me comenta cuando me lleva a un cuarto lleno de libros y archivos—.
Nada más entrar, una mesa de luz con planchas de diapositivas enseguida me sitúa en un territorio que perfectamente conozco. Estanterías repletas de libros, impresora, ordenador, más cajitas de diapos amarillas y rojas, negativos, cuentahilos… Aquí, estos días, María España parece poner orden. Es como si viera por primera vez las imágenes que hace años creo en el fondo de su cámara y que ahora revela de nuevo.
Con cierto entusiasmo me enseña rostros conocidos, pensativa, divagando entre las carpetas trasparentes que orienta hacia la luz para que los rayos definan los pequeños cuadrantes de 35mm. Las cajas de cartón esconden también retratos de papel, políticos, actrices… Y entre ellos los de Umbral, que mira a través de sus gruesas gafas desde ese tiempo que todavía no ha desaparecido (en esta casa diáfana de ladrillos blancos, al lado de una piscina tapada donde no sabía nadar) mientras una mujer ejerza de centinela.
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