El verde entre la niebla se carga de matices. El violento claroscuro los ahoga, dice Miguel de Unamuno. Tal vez porque había mamado esto en la infancia. Tal vez porque conocía esos montes entre la niebla y esas piedras que supuraban agua de sirimiri. Digo que, tal vez, Unamuno, que miraba mucho bajo distintas luces, podía ver también sobre distintos muros.
Huele a chocolate, el de la confitería de su tío bajo su casa en las siete calles del casco viejo de Bilbao. Y ya casi lo saborea, incluso antes de cruzar el puente que salva la ría, que se mueve alegre aun atravesada por restos de hierro y tierra de las huertas que penden en las laderas también en los aguaceros. Esa ría turbia que de niño bien conoce y que sería la única lengua para escapar de un Bilbao sitiado por los carlistas. Tiene entonces diez años y estos acontecimientos, que marcan su infancia, los llevará más tarde a Paz en la guerra (1897), su primera novela.
Ni como estudiante universitario de Filosofía y Letras, ya en Madrid, ni después con el paso de los años en Salamanca ocupando la cátedra de griego (1891), o más tarde como rector de la Universidad (1900), podrá dejar esta impronta de la niñez cuando ahora es un adulto que pasea por calles frías y estrechas hasta las afueras de la ciudad, de nuevo acompañado por la niebla, pero esta vez por la del Tormes en invierno. O cuando es el adulto que se asoma al balcón de la parra de esta casa del rector en la calle Libreros.
Sí, la parra que le da el verde a la piedra arenisca de Villamayor. La que vierte en verano profusamente sus hojas hacia la calle angosta, que si a esa fachada de la calle Calderón de la Barca le faltara ornamento, ya se lo añaden las filigranas de su sombra plateresca.
Al fondo están las torres de la catedral de Salamanca, donde orienta a sus vástagos esa parra, sus racimos verdes apiñados de bolas transparentes bajo la luz que empieza a dibujarse inclinada a finales de agosto.
Dentro en la sala, el sol ya no se queda tanto y va dejando paso, poco a poco, a la luz de la chimenea y a estos otros vástagos, los hijos del escritor, que se inclinan hacia ella para iluminar las páginas manoseadas del Quentin Durward de Scott: “Con su venablo atravesó el jabalí de parte a parte” aparece bajo una de las ilustraciones que adornan las aventuras.
No es el carácter de Unamuno sol o profunda sombra. Es más bien como esa niebla, la que pinta su amigo Zuloaga, la del verde lleno de matices, la de las dudas y las preguntas. La de la búsqueda inquieta de respuestas entre las manos mientras pliega sus trozos de papel, la profunda insatisfacción cuando se sienta en la ventana en espera de la muerte, y fuera la bandera de la República ha dejado de ondear. Cesado por apoyar el alzamiento, cesado por criticarlo. Recluido ahora en la casa familiar de la calle Bordadores, al lado de la Casa de las Muertes, su mecedora se inclina hacia un terreno movedizo, entre el norte húmedo y la Castilla seca, acunando a un anciano en zapatillas. Tal vez busca el destino de esa España que no entiende entre los posos de un brasero, en torno al cual sucederá su muerte.
Un bello resumen de la vida de Unamuno. Comenzado en su viejo Bilbao asediado y rematado con ese brasero junto al que se apagó su vida en el ultimo día de un año terrible.
Delicadas fotografías también, que nos recuerdan que Unamuno es parte esencial de Salamanca sin olvidar su tierra natal.
Muchísimas gracias.