¿Por qué nos conmueve un poeta o, mejor dicho, su poesía? ¿Qué encierran ciertos poemas para que actúen en nosotros como espejos personales e intransferibles? Seguramente, bien lo sabemos, las respuestas que podamos encontrar a estos interrogantes nos lleven a otras preguntas de más insondable calado, porque la poesía en sí misma es una forma de preguntar más que de responder. Debido a ello, a su capacidad para interrogar nuestras incertidumbres y miedos, para acotar la geografía de nuestras emociones y de nuestro dolor, existen algunos poemas que nos ayudan a leernos por dentro, a interpretar nuestros actos, a descifrar las pulsiones de nuestros latidos, a poner en orden los justos significados de nuestra vida.
Joan Margarit es uno de esos poetas que han ido edificando su obra en el tiempo, de fracaso en fracaso, o si se prefiere desde la indiferencia general y el olvido de sus coetáneos, hasta alcanzar las inconmensurables dimensiones de la poesía verdadera, a través de la cual sus poemas son capaces no solo de conmovernos y transformarnos, sino de redimirnos. La formación científica de Margarit, lo que a los críticos literarios ofrece pocas dudas, ha contribuido al rigor expositivo de su poesía, a la exigencia denotacional de sus expresiones y al perspectivismo referencial de sus poemas. Este poeta Misteriosamente feliz ha sabido construir y reconstruir sus obra con los materiales de dos lenguas hermanas, el catalán y el castellano, que prohijaron a última hora con prodigalidad el desistimiento de su escritura, siempre al borde de la intemperie existencial. No es extraño que este poeta catalán haya sido antes y al mismo tiempo un reconocido y prestigioso arquitecto, catedrático de Cálculo de Estructuras de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona; y que, por lo tanto, en su afanosa búsqueda de los materiales más resistentes a las inclemencias y las usuras del tiempo, los haya acabado encontrando en las estructuras urdidas por las humildes y, a veces, menospreciadas palabras.
Quizá por ello, y como arquitecto de la obra de Gaudí en La sagrada familia, un arquitecto descreído de la fe del visionario modernista, Margarit haya querido dejarnos en lugar de una catedral una Casa de Misericordia, en la que todos podamos refugiarnos de nuestras «pérdidas y fracasos»; una Casa de Misericordia hecha de desabridas palabras, de dilucidadoras imágenes, porque, nos dice el poeta, «la intemperie es mucho más espantosa». Joan Margarit, como un nuevo Orfeo, pudo experimentar dolorosamente con la muerte de Joanna que solo las palabras ordenadas en sus justos significados le permitían arrebatar algo de su hija a la usura implacable del tiempo. Joan Margarit, siguiendo en esto no a Gaudí sino a Juan Ramón Jiménez, empezó a creer descreídamente en la transcendencia de la poesía. Por eso sus poemas hieren y conmueven tanto a sus lectores, porque en ellos el lector no encuentra esperanza alguna que sobrepase la propia evocación y la propia lucidez de las palabras: «Y en este punto, la mente daba un salto hacia la poesía, hacia lo poco que quizá servía un poema para ayudar a soportar el dolor y las carencias. Pero no hay nada más, y si esto es triste, mucho más triste es la intemperie sin los versos. La poesía: una especie de Casa de Misericordia».
Joan Margarit fue un poeta postergado la mayor parte de su tiempo, y su poesía empezó a suscitar cierto interés a partir de los años ochenta, lo que le permitió reflexionar larga y profundamente sobre la literatura y el oficio de poeta, así como sobre las circunstancias vivenciales que nos acechan. Su poesía está inmersa en un realismo indagador, desarrollada con un lenguaje coloquial —confesional unas veces, testimonial otras— que nos envuelve sin aparentes sobresaltos. Hace un año que dejó en la puerta las llaves de su Casa de Misericordia, para todos aquellos que quieran guarecerse, aunque solo por un momento, de la intemperie.
El cauce de Joan Margarit
Es tan doloroso lo que escribes,
tan fingidamente cierto
que no acierto
dónde está la verdad
de tu mentira.
El puñal que en mí se adentra,
el insobornable espejo que me mira.
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