Hay toda una vida que pende del tañido de las campanas. Una música que nos va contando el tiempo, un péndulo infinito que desaparece cerrando el día y rompiendo amaneceres. Es un rumor creciente que repica cada hora después de cada media, seca y austera, y que se va consumiendo al mismo ritmo. Es un balanceo que despide el sonido con su eco ya puesto y que de repente calla, enmudece, se paraliza… dejando en el aire desgarradas las últimas notas que se funden con la realidad para romperla, después de dar las horas, en ese momento en que empiezan a sonar a muerto las campanas…
Un día de agosto de 1635
Y es así como tocan una mañana de agosto de 1635, haciendo sordo el alboroto del gentío y convirtiendo en llanto el gesto de las primeras filas por las que se abre camino el féretro negro descubriendo el cuerpo, que yace en lo alto blanco y dorado, por encima de sus cabezas. No queda hueco en el callejón cuando el sol empieza a calentar, y entre los vapores de las inmundicias a empujones se mueven las mujeres que prenden cirios, los zagales que recién iniciados los van pasando en brazos para acercarlos al cuerpo yacente y los caballeros con crespón que se apartan a un lado mientras la comitiva se abre paso por la calle Francos para girar a la derecha en la calle de San Agustín.
Los balcones están llenos. Una ligera brisa —y no es sólo la de los abanicos— mueve las capas de los clérigos ante las rejas del convento de las Trinitarias, en la calle Cantarranas. Y allí, en una de las ventanas, Sor Marcela entrelaza las manos delante de los barrotes para dejar caer su cuerpo hacia atrás, como un desmayo, al ver pasar al padre muerto, con la cabeza levemente inclinada —los ojos están entreabiertos en lágrimas— que sostienen las otras hermanas con gestos de dolor.
Las campanas siguen tañendo al paso de la calle León, con el duque de Sessa enlutado moviendo la lenta comitiva entre todo el pueblo que está ahí, aunque nadie les llamó, y así llegan por la calle de las Huertas a la Iglesia de San Sebastián: Don Félix Lope de Vega y Carpio va a ser enterrado.
Un día de noviembre de 1625
En la oscuridad del callejón escucha el sonido de los cascos de un caballo que unos metros más atrás descubrió su sombra ante el farolillo de un portal. El capitán Alonso de Contreras se echa la mano a la herruza, por si acaso, y mientras suenan en lo alto las campanas de la Iglesia de San Sebastián baja apresurado por la calle Cantarranas, que es tan larga como un hábito de monje negro en la noche cerrada. Se aparta a un lado la capa, que coge vuelo mientras vierten casi a sus pies una bacina, y tras ella se escucha el golpe de una ventana y el chillido de un gato, que le distrae de su propósito, que no es otro que alcanzar la calle del Niño para llegar a la de Francos, a la casa de su amigo el escritor.
“(…)
las pesadillas de las sabandijas
los sueños de las tinieblas heladas
que recorren las aceras calladas
…rabos de lagartijas”.
Lope está todavía despierto cuando el capitán atraviesa el zaguán. Es una casa de dos plantas construida “a la malicia”, así que en la tercera vive en un pequeño cuarto, desde hace unos meses, el capitán Alonso Contreras.
El escritor, el sacerdote, está aún en su estudio, donde prende un velón de cuatro fuegos encima del escritorio de nogal que reverbera de color naranja en los libros que llenan las estanterías. Lope se atusa el bigote y recorre la estancia. La luz de las velas acentúa también el color de su pelo plateado y el perfil fino de su bigote que recorre con los dedos mientras se dirige hacia la zona del brasero. El badil descubre la vida encarnada de los rescoldos que acuden para calentar al amigo que llega entumecido por el frío. Charlan sólo un rato, el capitán Contreras parte al día siguiente para Malta y a Lope le espera la pluma entintada para rematar la XX parte de sus comedias, que está a punto de publicar. Se queda solo Lope. Inclina su pluma sobre la luz austera, atormentado. Sufre ahora la enfermedad de su último amor, Marta Nevares, que está a punto de quedarse ciega. Pierde la mirada hacia el fondo, hacia la alcoba grana, donde murió también su segunda esposa, Juana, pariendo a Feliciana. Ahí seguirá casi hasta el amanecer, a ratos dormitando. Hasta que la luz del día busque de nuevo su huerto, donde espera en la mañana gris el naranjo, ya pariendo, la flor de azahar en primavera.
“Que mi jardín, mas breve que cometa,
tiene sólo dos árboles, diez flores,
dos parras, un naranjo, una mosqueta”.
Continuará…
Nota
Arriba, en el pequeño cuarto, Alonso de Contreras (de origen humilde, capitán de fragata y alférez de infantería, del que cuentan que nunca leyera un libro en su vida…) se ha quedado dormido semi incorporado, como es costumbre, con un pierna apoyada en el suelo y con un brazo descolgado hacia la alfombra de estera, donde un libro que le prestó Lope se ha quedado abierto por el primer capítulo:
“No era el hombre más honesto ni el más
piadoso, pero era un hombre valiente…”
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