Madrid, un día de noviembre de 1625
El ruiseñor ha dejado de cantar en el naranjo al despuntar el alba. Una noche más. “Quizás ésta sea la última”, pensaba Lope, hasta que el frío que ahora empieza ya a helar las plantas de su huerta deje a la primavera calentar raíces y se quede entre ellas floreciente.
El escritor dormita, aún sentado a la mesa humeante por la llama que apura la última cera del velón, todavía con la pluma en sus manos, descuidada, ya secas unas gotitas vertidas, intrusas, entre unas últimas líneas…Fuera emerge la luz que ahora se cuela a través de las cortinas, levemente. El invierno está casi ya en la esquina…
Apenas unos metros más allá, en la Traviesa de la Calle del Niño, también esa noche, un señor vestido de negro se tambaleaba arrastrando su pierna derecha: “Quién quisiera ser culto en un solo día. Hereje culterano”, esputa. “Bobadas…Te vas a enterar. Yo te untaré mis obras con tocino…” Y, después de mirar a uno y otro lado para asegurarse de si tiene público, vocea como comiéndose el grito: “Gongorillaaaa”.
Todo esto sucede sujetándose los anteojos hacia un primer piso, donde apenas se vislumbra una pequeña luz temblorosa, mientras un cochero amenaza con largarse sin él desde la misma esquina.
Es una noche fría, austera en sonidos, apenas el del alarido de un perro que se escucha a lo lejos, y de cerca esa carcajada seca de Quevedo a la que le siguen, de nuevo, otros versos refugiados en la capa negra que lo cubre y que se abren para llegar hasta esa ventana:
“…..Érase un naricísimo infinito,
Frisón archinariz, caratulera,
Sabañón garrafal morado y frito”.
La luz parpadeante viene de una casa que hace esquina con la calle Cantarranas; pero, mire donde mire esa noche, Don Francisco parece encontrar las sombras enemigas: ahora en la calle Francos (la de Lope de Vega) y ahora en la calle del Niño y otrora en estas paredes que tiene delante y que mira de reojo cuando el carruaje coge la esquina del convento de las Trinitarias, allí donde reposa, casi ya 10 años, el cuerpo de Don Cervantes:
“¡Ah!, la pata coja… Se refería a mí el quijotesco. ¿A la llamada de los buenos poetas? ¿Que yo no llegaba por ser lento? ¿Y qué sabía él de poesía? A mí no me hace falta un siglo para llegar, sino unas rimas” (simulado), tal vez recordando entre dientes el Viaje al Parnaso cervantino.
Mientras, en esta casa que deja atrás, de luz parpadeante en la oscuridad, habita Góngora, con bastantes libros que todavía se amontonan en la entrada del dormitorio en un suelo frío y desnudo. La mayoría de los objetos de valor que poseía Don Luis han ido desapareciendo: unos por unos maravedíes y otros a cambio de pagar esta renta, ya que tuvo que vender la casa propia…
Esta noche el ceño más fruncido, la boca más apretada, los párpados caídos mueven al anciano confuso, que más que recoger merodea cambiando las cosas de sitio. A los pies de la cama, desecha el hábito negro que cambia por una manta con la que arropa sus hombros. Se inclina después sobre el escritorio acercando unas hojas temblorosas hacia la luz.
Góngora mientras suspira coge asiento. “Si Venus cambiara ahora para mí las Parcas por Gracias, las musas no me abandonarían” dice, mientras repasa con el dedo unos versos emborronados:
“Sus Gracias Venus a ejercer conduce
al ministerio de las Parcas triste:
cardó una el estambre, que reduce
a sutil hebra la que el huso viste;
devanándolo otra, lo traduce
a los giros volúbiles que asiste,
mientras el culto de las musas coro
sueño le alterna dulce en plectros de oro”.
(octava LVI)
Es una de las octavas que escribió para el Panegírico que le dedicara a su protector, el Duque de Lerma, ahora que hace unos meses de su muerte. En concreto, los versos que dedica al nacimiento del Grande, al IV Felipe. Tal vez sea que añora esa época, hoy que las deudas le asfixian, muerto también el Conde de Lemos y esquivo como está el Conde Duque de Olivares, que prometer, promete, pero en realidad nunca hace nada ni le presta ayuda.
Y es que en todo este tiempo desde 1617 que vive en la Villa y Corte de Madrid, sus obras han ido pasando de mano en mano, y aun sin verlas oficialmente publicadas son objeto de polémica, de envidia, de críticas, de alabanzas y de estudio.
Incluso, años más tarde, muchos las tomarán como excusa para intentar lucirse con ellas: “Crético laberinto”, decía Francisco Cascales (1563-1642) en su Cartas Philologicas (1634), intentando descalificar el estilo gongorino.
Pero hasta ahora han corrido por la Corte las exégesis de los más cercanos, y los pareceres solicitados por el propio Góngora: como los de Pedro de Valencia (1555-1620) o el de Francisco Fernández de Córdoba (abad de Rute, ¿1565?-1626) y su Parecer defendiendo las Soledades del poeta (de su inacabada y controvertida obra).
En medio del culteranismo frente al conceptismo, de las perífrasis y los tropos, frente a las metáforas, comparaciones, o las antítesis ingeniosas de Quevedo (aunque pasado el tiempo se asumirán las propias raíces del conceptismo dentro del culteranismo), en medio de la controversia: del Antídoto contra la pestilente poesía de las Soledades aplicado a su autor para defenderse de sí mismo (de Juan Jáuregui, 1583-1641 ), por ejemplo; en medio de las réplicas y contrarréplicas, de sus defensores y adversarios (entre los que se encuentra también el propio Lope de Vega, y el mismo Quevedo, por supuesto), es cuando Luis de Góngora se siente cansado, enfermo, arruinado y, mucho peor: solo, máxime que también murieron algunos de sus defensores y amigos.
“Parece que hablo oscuro”, piensa, mientras ata con desdén el último fardo de cuadernos antes de ser desahuciado.
Sin embargo, fuera, para otros, empieza todo a hacerse más claro. Amanece en Madrid un día de noviembre de 1625 cuando el ruiseñor dejó ya de cantar en la huerta de Lope y cuando se recogió la capa un Francisco victorioso que duerme de la noche sus estragos, pues es él el que se queda con la casa y echa, así, a su enemigo. Ahí donde estuvo viviendo Luis de Góngora en la Traviesa de la Calle del Niño, entre la calle Francos y Cantarranas, que hoy 23 de mayo de 2018 se llama Calle de Quevedo y que forma (o debería formar) parte ya de la historia de ese “Siglo” fructífero de “Oro”.
Urnas plebeyas, túmulos reales,
penetrad sin temor, memorias mías,
por donde ya el verdugo de los días
con igual pie dio pasos desiguales.Revolved tantas señas de mortales,
desnudos huesos y cenizas frías,
a pesar de las vanas, si no pías,
caras preservaciones orientales.Bajad luego al abismo, en cuyos senos
blasfeman almas, y en su prisión fuerte
hierros se escuchan siempre, y llanto eterno.Si queréis, oh memorias, por lo menos
con la muerte libraros de la muerte,
y el infierno venced con el infierno.
Continuará…
Nota: Luis de Góngora, a partir de ese momento, se trasladará a la Calle de las Huertas nº 16, también en el Barrio de Las Letras. Según parece constar en una carta del propio escritor, fechada el 4 de noviembre de 1625 al administrador de sus cuentas, Cristóbal de Heredia, en la que expresa su preocupación por tener que salir de la casa el día 18 de ese mismo mes. Es el último año que pasará en Madrid antes de retirarse a su Córdoba natal, donde morirá el 23 de mayo de 1627. Según apunta Ramón Mesonero Romanos (1803-1882), Francisco de Quevedo no sólo compró la casa de la Traviesa de la calle del Niño, en 1620 (hoy calle Quevedo nº7), también puede que adquiriera otra en el nº23 de la calle de la Madera Alta (actual calle de la Madera nº28), en Madrid. En otros documentos podría mencionarse otra posible vivienda en la calle Del Olivo. No consta, sin embargo, que viviera en ninguna de ellas.
Calle Quevedo, 7
Calle Huertas, 16
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