Terminan las clases. Un joven profesor, recién llegado a la ciudad, recoge varios libros de su mesa. Alcanza su abrigo, colgado de un viejo perchero. Se coloca alrededor del cuello, cuidadosamente, una bufanda de lana. Fuera, el invierno araña la carne, el viento corre como un caballo desbocado. El joven, con valor, sale a la intemperie. Camina por las vacías y oscuras calles de la Soria de 1908. Sólo se escucha el golpeo de sus zapatos contra el suelo, la fuerza del aire, los ladridos que se pierden entre la ventisca y una campana que no deja de tañir. A lo lejos, al fin, se ve la luz. Este forastero maestro llega a su segunda casa; el Casino. Su mano, rígida por el frío, alcanza el pomo de la puerta. Dentro, todo cambia. Calor. La luz de las lámparas de araña vence a la oscuridad. Ya no se escucha el viento. Un elegante piano ameniza la velada. El gran salón está repleto. Al fondo, una tertulia. Entre medio, repartidos por los distintos sillones, parejas y grupos de amigos conversan, ríen y entran el calor con algún que otro trago. El joven profesor se dirige hacia la barra del bar. Entonces, le detiene un conocido. “Estamos recogiendo firmas para pedir al Casino que se suscriba al Heraldo de Aragón y al Diario de Avisos de Zaragoza”. El maestro no tarda ni un ápice en sumarse a la propuesta. Abre su chaqueta y saca del bolsillo interior su pluma favorita. “Puedes firmar aquí”, le señala su interlocutor. En el documento, que aún se conserva en el archivo del Casino, y entre otras nueve rúbricas, se puede leer un elegante trazo: Antonio Machado.
Todo comienza en 1848. La librería de Francisco Pérez Rioja, ubicada en una de las plazas más céntricas de Soria, albergaba una pequeña tertulia a la que acudían los intelectuales de la modesta ciudad castellana para debatir y compartir sus inquietudes culturales. Este lugar se quedó pequeño y decidieron buscar un sitio más amplio al que poder trasladar esas interminables tardes de charla. Fue tal el impulso que dieron al proyecto que la prensa madrileña pronto se hizo eco del acontecimiento. «Ninguna novedad ocurre en Soria a menos que sea la formación de un casino. No dejará de sorprender, a los que conozcan esta localidad, que Soria abrigue tales pretensiones, y no porque la buena sociedad que encierra no sea digna de aspirar a ello, cuando su buen trabajo y cultura son tan conocidos, sino porque la cortedad a que su población ha quedado reducida parece que no era susceptible de esta clase de recreos». Así lo contaba El Observador el 26 de agosto de 1848.
Desde el primer día, y según el reglamento del Casino de 1853, su objetivo principal era “la distracción y el pasatiempo de las personas de buena sociedad”. En sus primeros años, este círculo fue clave para la puesta en marcha de diversos proyectos que mejoraron sustancialmente la ciudad, como la construcción de carreteras, la llegada del tren o el adoquinado de las principales calles de Soria. Los casinos comenzaron a proliferar en España, pero el de Soria tenía un atractivo sin igual.
Un germen cultural sin precedente se instaló en los salones del Casino Numancia. Sin ninguna ayuda más que la cuota de sus socios, como sigue ocurriendo actualmente, se crea una biblioteca, un gran salón de juegos y una barbería. Los conciertos y los bailes comienzan a ser habituales y no una excepción. Según las crónicas, «cualquier excusa era buena para organizar un baile al margen de los de Reglamento, que tenían lugar en Pascuas, Carnaval, Resurrección y fiestas patronales». Toda la sociedad acude allí a diario, convirtiendo a este lugar en un remanente de influencias e inspiración.
Pronto, el rumor «del buen hacer y el buen pasar» del Casino corrió como la pólvora y atrajo hasta él a todos los amantes de la cultura, tanto sorianos como forasteros. El Casino Numancia se quedó pequeño y, en la planta baja del mismo edificio, se fundó el Círculo Amistad para dar acogida a tantos nuevos socios que deseaban sumarse a la magia del lugar. Ambas entidades terminaron fusionándose en 1961.
Jefes de Gobierno, presidentes del Congreso, célebres poetas, pintores y pensadores, muchos de ellos llegados de fuera de Soria, han formado parte del Casino de Soria. La mayoría desarrolló allí gran parte de su obra. El caso más reseñable es el de los poetas Antonio Machado y Gerardo Diego. Ambos llegaron a Soria para impartir clase en el Instituto General, que hoy lleva el nombre del poeta sevillano. Ninguno de los dos dudó en unirse a este lugar mágico donde las letras encontraban al autor, donde todo el mundo tenía cabida y donde las tertulias y los bailes eran el epicentro cultural de toda la provincia, sin nada que envidiar en cuanto a calidad a los espectáculos de los casinos de ciudades mayores. Y, aunque los contemporáneos no pudieran valorarlo, qué mayor espectáculo que el de estar sentado junto a Machado o Gerardo Diego mientras escribían versos que son historia de la poesía española.
Machado escribió en el Casino gran parte de Campos de Castilla, su obra más importante. Se sabe, también, que compuso Del pasado efímero en el mismo salón donde hoy cualquiera se puede tomar un café. Lo mismo ocurre con Gerardo Diego. Cuando no estaba tocando el imponente piano Steinway & Sons, cuya compra casi provoca la bancarrota de la entidad, se podía ver al cántabro rimando versos de Soria sucedida, su poemario más laureado.
Hasta finales del siglo XX, la última planta del Casino estaba ocupada por viviendas. Tras fallecer la última inquilina, se creó la Casa de los Poetas. Allí se puede visitar el escritorio donde el poeta andaluz escribió Campos de Castilla junto a los muebles y enseres de Antonio Machado y Leonor Izquierdo. Pero hay más. Se conservan reliquias de literatos como Galdós, Unamuno o Cela que, sabedores de la magia de la institución, no dudaron en visitar el Casino. La leyenda cuenta que en algún lugar del edificio se esconde un tesoro. Quizá lo sea esta Casa de los Poetas.
El Casino de Soria, durante sus 175 años de existencia, en los que ha sobrevivido a absolutamente todo, siempre ha contado con grandes intelectuales entre sus socios, como el ex presidente del Congreso y ministro José Canalejas, el ex jefe del Consejo de Ministros Ruiz Zorrilla; el miembro de la Real Academia de la Historia Nicolás Rabal o el escritor y máximo estudioso de Picasso en España, Gaya Nuño.
Todos ellos, y otros tantos, fueron atrapados por el imán del Casino de Soria, cuyo polo atraía a aquellos que poseían el don de las letras y de la intelectualidad, fueran sorianos o forasteros.
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