A falta de otras virtudes, al menos resulta admirable la fuerza de voluntad de Jose Luis Corral, que es profesor de historia medieval en Zaragoza y lleva una docena de novelas intentando ser escritor y novelista sin conseguirlo, aunque insiste una y otra vez. Hace dieciséis años su obra El Cid (2000) alcanzó unas cifras de venta razonables, dentro de lo que cabe en un autor de su recorrido, y desde entonces procura alcanzar de nuevo esas cotas sin que llegue a sonreírle la fortuna: Trafalgar (2001), chato remedo de la novela homónima de Galdós, la también justamente olvidada Numancia (2003), en la que se limitó a transcribir con diálogos intercalados e imposibles los textos clásicos sobre aquel episodio, e ¡Independencia! (2005), otro patético atraco a mano armada a Galdós en el que las cursis escenas de sexo producían vergüenza ajena, demostraron de sobra la incapacidad de Corral de novelar como es debido, pese a la modesta frase propia que suele colocar junto a su biografía en casi todos sus libros: El maestro de la novela histórica española contemporánea.
Esa incapacidad para novelar la siguió demostrando Corral con contumacia en su obra posterior, en la que tocó todos los registros históricos posibles intentando conseguir una sonrisa de la fortuna que justificase su autoproclamado magisterio. Porque no hay asunto narrativo, por interesante que sea, que sobreviva a su escritura desgarbada y monótona, ni a su falta de rubor literario. Hasta con el esoterismo arquitectónico, tan en boga en los años 60, se atrevió sin complejos no hace mucho y a estas alturas, confiando en la ignorancia o desmemoria de los lectores para saquear El misterio de las catedrales de Fulcanelli en El dueño del secreto (2008), y en la imaginativamente titulada, para borrar las pistas, El enigma de las catedrales (2012). Respecto a la originalidad de El médico hereje, podemos ahorrar comentarios sobre título y contenidos, pues basta recordar El médico de Noah Gordon, y El hereje de Miguel Delibes.
En su última novela, Los Austrias. El vuelo del águila (Planeta), que acaba de aparecer, Corral vuelve a intentarlo. Esta vez se trata de narrar la pugna por el trono de Castilla y Aragón tras la muerte de Isabel la Católica en 1504, con todas las conspiraciones e intrigas de la corte, protagonizada por un personaje que, sorpréndanse, nunca habíamos visto antes en la literatura ni en el cine: un médico judío. Eso permite a Corral ilustrarnos con apasionantes detalles técnicos medievales como éste: “Se quedó preñada mediante la introducción del semen del rey en su útero, ya que la extraña forma del pene real no favorecía la inseminación directa”. Que esta vez el modelo a imitar sea la serie literaria y televisiva Juego de tronos, pero en versión caspa, no empacha en absoluto a nuestro autor sino al contrario. Con toda modestia afirma en una entrevista de prensa que “Dicen que se le parece”, aunque acto seguido procura defender su propia originalidad literaria añadiendo que no ha leído la serie de novelas de George R. Martin porque la primera de ellas “Me aburrió en la página diez”.
Según sus propias declaraciones, Corral pretende que El vuelo del águila sea la primera de una serie de novelas sobre el reinado de la casa de Austria en España. “Depende del éxito que tenga esta primera” ha afirmado, pero no hace falta ser profeta para pronosticar el éxito que tendrá esta novela. Si de eso depende que continúe la saga, del éxito, los lectores estarán a salvo en el futuro de más anacronismos inexcusables en un profesor de Historia, locuciones disparatadas y modernas en boca de personajes medievales, prosa chata, personajes estereotipados, reyes que pasan día tras día cazando venados y jabalíes, diálogos imposibles, trama aburrida hasta la desesperación lectora, digresiones superfluas para contarnos en plan notas a pie de página incrustadas en el texto por qué a los judíos los llamaban marranos, que los vientos del norte siempre son gélidos y los del sur sofocantes, o el dato enciclopédico imprescindible para la trama narrativa de que “la ichigua es una planta que brota en una isla que sus descubridores han llamado Trinidad, en las Indias del Nuevo Mundo”.
Si en literatura o en la vida nadie pone lo que no tiene, queda claro que en El vuelo del águila su autor ha puesto todo lo que tiene. Que, al menos como novelista, no es demasiado. Frecuentar bibliotecas y leer libros no basta para saber escribirlos; aunque, como dijimos al principio, José Luis Corral pone mucha voluntad. Y es una lástima. Con un poquito más de talento, habría conseguido ser un escritor mediocre.
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