El fiscal Felipe Acedo Colunga tuvo un papel principal en la depuración de todos los colectivos fieles a la República durante la guerra civil y el franquismo: ideó las medidas propagandísticas y penales de la posguerra, y elaboró un plan sobre cómo debía llevarse a cabo la depuración de todos los colectivos rojos sin olvidar ninguno. Y, desde los clásicos postulados tradicionalistas, ultracatólicos y totalitarios fue inflexible con los defensores de la Constitución republicana.
A través del estudio de esta figura y de sus propias memorias se desempolvan también otros temas: la idea vigente durante el franquismo, entre los vencedores, de que la batalla contra «el enemigo» seguía siendo necesaria; la necesidad de continuar defendiendo la memoria histórica; la remanencia en la legislación española de fundamentos crueles y fascistas; las huellas del odio; y la propaganda realizada por el régimen franquista.
Zenda adelanta el prólogo de Baltasar Garzón a Castigar a los rojos: Acedo Colunga, el gran arquitecto de la represión franquista, una obra concebida a seis manos por Guillermo Portilla, Francisco Espinosa y Ángel Viñas y publicada por la editorial Crítica.
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Guillermo Portilla Contreras, que junto con Francisco Espinosa y Ángel Viñas es uno de los tres autores de este libro, me facilitó una pincelada perfecta sobre el fiscal Felipe Acedo Colunga. Me explicó que, además de participar, fue ideólogo de las tesis defendidas en los consejos de guerra sumarísimos de urgencia entre 1937-1939; que elaboró un plan sobre cómo debía llevarse a cabo la depuración de todos los colectivos fieles a la República sin olvidar ninguno. Y que desde los clásicos postulados tradicionalistas, ultracatólicos y totalitarios fue inflexible con los defensores de la Constitución republicana.
Memoria del fiscal del Ejército de Ocupación. Así se denomina este documento de Acedo Colunga redactado el 15 de enero de 1939, «año triunfal», del que parte una indagación tan prolija como rigurosa. Esta Memoria viene a ser un compendio del horror penal que se aplicó con generosidad sobre aquellos que habían defendido al gobierno salido de las urnas y el orden constitucional, por parte de los vencedores del golpe de Estado que sumió a España en una dictadura de tintes fascistas. El ideólogo jurídico de tan cruenta represión fue este fiscal procedente de la rama de aviación del ejército y que entre otros cargos sería, años más tarde, gobernador civil de Barcelona de 1951 a 1960. Ya se ve qué mandatarios han decidido sobre nuestras vidas. Pero, sin duda, el franquismo contaba con los suyos y los cuidaba.
He podido acompañar a Francisco Espinosa, gracias a su relato, en su propia inmersión en el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla, abierto a la investigación a partir de 1997, y me ha llegado a través de la lectura de su capítulo el olor a humedad y abandono y el estado deplorable en que se encontraban los procedimientos. Y, en estas páginas, he sentido la emoción de su descubrimiento cuando, entre los consejos de guerra allí apilados, localizó la Memoria que, como describe Espinosa, «fue fruto de la experiencia vivida por Acedo Colunga tanto en la fase de la represión organizada desde la Auditoría en los consejos de guerra selectivos de los meses posteriores al golpe, como de los años en que estuvo al frente de la Fiscalía». Añade algo crucial: «El objetivo de la Memoria no fue otro que poner al día lo que se venía practicando desde 1936 con la idea de orientar las actuaciones judiciales militares a partir de 1939, ya que, como sabemos, para los vencedores estaba claro que, aunque la guerra hubiera terminado, la campaña seguía vigente. De hecho, solo cesó cuando tras ocho años, en 1944, las circunstancias internacionales llevaron a la dictadura a dar otra imagen y paralizar durante cierto tiempo, el poco que tardó en saberse que los aliados permitirían la existencia del fascismo español, la maquinaria judicial militar».
Narra Espinosa que se trataba de un documento de carácter interno orientado exclusivamente a las auditorías y no para salir fuera de los círculos castrenses. Pero que lo que resultaba asombroso «era que constituía una exposición detallada y diáfana de los fundamentos ideológicos de la represión».
La base era reprimir primero y luego justificar, afirma, y resalta un párrafo que indica el objetivo de la Memoria: «demostrar al mundo, en forma incontrovertible y documentada, nuestra tesis acusatoria contra los sedicentes poderes legítimos, a saber, que los órganos y las personas que el 18 de julio de 1936 detentaban el poder adolecían de tales vicios de ilegitimidad en sus títulos y en el ejercicio del mismo, que, al alzarse contra ellos el Ejército y el pueblo, no realizaron ningún acto de rebelión contra la Autoridad ni contra la Ley».
En noviembre de 1936, Acedo Colunga fue nombrado director de la Fiscalía del Ejército de Ocupación. De la investigación de Espinosa se extrae un antecedente, fruto de una denuncia del presidente de la Audiencia Provincial de Cádiz que expresaba sus dudas ante algunas instrucciones llegadas de la Auditoría de Sevilla en la forma de abordar la represión. Lo señalo como ejemplo estremecedor. Refería que en cuanto a los apoderados e interventores de las «llamadas elecciones de 1936» debían ser procesados, determinándose durante el juicio oral «por la impresión que en Tribunal produjese la cara de los procesados, quiénes debían ser condenados y quiénes absueltos». Una fórmula de aplicar la ley fuera de todo derecho, como se ve. Como igualmente indicaba, «todos los Milicianos rojos también, como regla general, debían ser procesados y fusilados».
Considera Espinosa que tal situación se acabó convirtiendo en norma y la Memoria es buena prueba de ello. No me resisto a resaltar otra conclusión de este excelente trabajo: «Acedo siempre fue consciente de que nunca se podría castigar a todos los que, según él, lo merecían por dos razones de orden práctico: no habría cárceles para tanto condenado y, sobre todo, porque se corría el peligro de acabar con la mano de obra. En este sentido añoraba los siglos en que reinó la Santa Inquisición».
El Santo Oficio fue sin duda un motivo de inspiración para él y para magistrados de la época que impartieron una justicia basada en el exterminio y la humillación del abatido. Pero como principal inquisidor destaca Felipe Acedo Colunga, tal y como lo define, en su capítulo, el catedrático de Derecho Penal Guillermo Portilla, quien resume lo que denomina la Guía de inquisidores para la represión de los rojos en la guerra civil y la posguerra, analizando la memoria del fiscal y explicando que Acedo Colunga la concibió como «la necesidad, de volcar todo el conocimiento adquirido tras años de ejercicio en la Fiscalía en una guía orientada hacia aquellas personas que se iniciaban en la tarea de administrar justicia en los consejos de guerra». Para conseguir un derecho diferente al resto de los ordenamientos jurídicos y desde el modelo nacional-socialista, apunta Portilla, también al Tribunal de la Inquisición como estandarte del derecho penal patrio que Acedo Colunga deseaba. Reseña un párrafo de la Memoria que es en sí suficiente para entender tal extremo en relación al Santo Oficio: «ofrece perspectivas penales dotadas de una intensa y españolísima originalidad, en las que acaso se encuentren doctrinas susceptibles de ser recogidas y puestas en práctica». Más aún, recoge Portilla que esta idea de volver a tan temible sistema de enjuiciamiento ya era notoria en las obras de algunos catedráticos de Derecho Penal y Filosofía del Derecho que, años más tarde, fueron miembros destacados de los tribunales de excepción franquistas.
«El derecho penal y procesal penal de excepción propuesto por Acedo, la gestación de un procedimiento análogo al que el Santo Oficio de la Inquisición utilizó contra la masonería como una modalidad del delito de herejía, un régimen desprovisto de derechos, se convirtieron en realidad con la Ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo», señala Portilla. «En esta nueva estructura jurídica —dice— el fiscal debía convertirse en el intérprete del espíritu popular mientras el principio de legalidad queda en un segundo plano.» Se generó de ese modo un derecho penal militar que abarcó un abanico ciclópeo de delitos, juzgados a través del procedimiento sumarísimo: los delitos de rebelión, sedición y sus conexos, atentados, resistencia y desobediencia a la autoridad y sus agentes. Junto con estos, también los comprendidos en el título tercero del Código Penal ordinario bajo el epígrafe «Delitos contra el Orden Público».
En suma, hablamos del diseño de un plan para la represión penal de los desafectos al Movimiento Nacional, explica el catedrático. «En realidad, se trató de un boceto de cómo debía realizarse legalmente el exterminio físico, moral y económico de los defensores de la República, a los que consideraba como enemigos internos ilegítimos carentes de derechos.» Esta, pienso yo, es la clave de lo que los golpistas implantaron desde el primer momento, desarrollaron sin escrúpulos y concluyeron en la mayor impunidad.
La impunidad galopa por las páginas de este documento junto con la convicción de que la justicia era ajena a los criterios de los tribunales, y la compasión, un verso suelto que en pocas ocasiones asomaba. Pero, sobre todo, y gracias a la espléndida interpretación de Guillermo Portilla, el análisis de la Memoria de Acedo Colunga deja varias preguntas en el aire. ¿Hasta cuándo han persistido esos conceptos terribles, inhumanos y fascistas en nuestras normas legales? ¿Cuándo y hasta dónde se produjo el cambio de mentalidad y cultura en la judicatura, una estructura cerrada y endogámica? ¿Cuánto hay que trabajar aún para arrancar las raíces de aquel odio implantado con tanto rigor?
Se completa este trabajo con la cualificada visión de Ángel Viñas en su detallado recorrido por la vida de Acedo Colunga, que comienza sus iniciales vaivenes ideológicos resumidos en tres constantes: militarismo, nacionalismo y socialismo, que llevarían, dice el historiador, al fascismo. Nos describe un personaje peculiar, en absoluto ajeno a los hechos de su tiempo —sin ir más lejos, sufrió prisión por su apoyo a la sublevación del general Sanjurjo—; fue designado como fiscal en la Fiscalía Jurídico Militar para procesar a los involucrados en la llamada revolución de Asturias y después su destino para los asuntos de justicia militar en la Jefatura del Arma de Aviación. Su activo papel en los consejos de guerra, su saña contra Julián Besteiro en cuyo proceso, apunta Viñas, Acedo Colunga «mostró hasta qué punto primaba su voluntad de hacer caso omiso de cualquier señal de autodisciplina y de sentido analítico, pero con la intención de demostrar la criminalidad de la ideología republicana, con independencia de que en la persona del líder socialista existieran actos concretos constitutivos del delito de rebelión por el que se lo juzgaba». Los años siguientes el fiscal ostenta altos cargos y recibe honores del régimen franquista, una fortuna favorable para un hombre del que un cronista de La Vanguardia, en su etapa en el Gobierno Civil de Barcelona, afirmaba que «tenía un sentido de la justicia directo y expeditivo, que no solía ajustarse ni a la norma ni al procedimiento y que perseguía desmanes y desafueros al estilo castrense». Añadía el periodista que inducía al miedo. Testimonio harto elocuente.
En definitiva, este es un estudio singular que se basa en un documento inédito para el gran público, en la Memoria de un fiscal del franquismo que quiso sentar las bases para la represalia más dura, y da la razón a quienes señalamos una voluntad sistemática de exterminar a los defensores del orden constitucional y a todo su entorno. Ese fue el espíritu del inquisidor que inspira la obra. Felicito a los tres autores en su metódico y brillante trabajo y, como demócrata, les agradezco profundamente el conocimiento que han hecho posible.
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Autores: Ángel Viñas, Francisco Espinosa y Guillermo Portilla. Prólogo: Baltasar Garzón. Título: Castigar a los rojos. Editorial: Crítica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Tengo varios familiares que estuvieron en el Ejército Popular de la República. Quedaron muy decepcionados cuando vieron los crímenes de los suyos. Uno de ellos hasta corrió peligro por no ser comunista. Después de la guerra, uno de ellos pasó dos meses en un campo de prisioneros. Las pasó putas, pero le soltaron porque no tenía delitos de sangre. Otro volvió y ni siquiera le molestaron. Y un tercero luchó contra los alemanes en Francia, pero rehusó unirse a los maquis porque era republicano y un patriota, no un estalinista. Los que conocí me contaron lo que vieron y no era para aplaudir. Dicho esto, a mí no me van a engañar pseudohistoriadores como Ángel Viñas (que ni siquiera es licenciado en historia) ni caraduras que viven y se compran casoplones utilizando y manipulando la bandera de la República. No eran dos Españas, era una sóla España rota.