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Castilla (V), un cuento de Jesús Pérez Saiz

Castilla (V), un cuento de Jesús Pérez Saiz

Jesús Pérez Saiz ama los cuentos. Esta pasión la demuestra como profesor, como lector y también como escritor. Su última colección, El pez raya era mujer, es un ensoñador compedio de relatos que vienen de lo canónico para llevarnos a terrenos muy personales: los creados por su talento y desbordante imaginación. El contexto en el que se mueven estas nuevas historias es el que mejor conoce: la meseta castellana en la que nació, un territorio yermo que en sus manos se convierte en un lugar mágico que nos recuerda a Macondo o Yoknapatawpha. A continuación reproduzco Castilla (V), un cuento de Jesús Pérez Saiz.

CASTILLA (V)

Sabía que un día iba a volver a ese pueblo, que iba a girar a la izquierda en el cruce del árbol para tomar la carretera comarcal y recorrer los tres kilómetros y medio que había hasta la iglesia. Después ya solo iba a tener que bajar la calle de la derecha, comprobar si en aquella casa que miraba a la montaña aún alquilaban habitaciones y llamar a su puerta.

Tuvo suerte. Además, la mujer lo recordaba.

¿Hace dos años?

¿En mayo?

Se acordaba de él, de ella y del perro, pero no preguntó. Solo dijo, sí, sí, me acuerdo de ti y claro que está disponible.

¿Sabes cuánto vas a estar?

No.

 

Ella seguía siendo tan amable como entonces, y resuelta, y aunque sabía que él conocía bien la casa, se la enseñó de nuevo, le dijo que podía utilizar la cocina cuando quisiera, y el resto, claro, y subió delante de él las escaleras para mostrarle su habitación.

Llevaba un vestido corto y bragas negras. Y tenía la piel tan blanca que las venas azules de las corvas daban la impresión de pertenecer a un mundo fotografiado desde mucha altura. Antes de entrar en la habitación, sacó unas sábanas de la cómoda del pasillo y las puso encima de la cama. Comprobó que el flexo de la pared funcionaba y retiró el edredón. Luego se puso en uno de los lados y le pasó el otro extremo de la sábana.

¿Vas a necesitar algo más?

Té.

Eso siempre hay.

Y huevos.

Desde luego.

Te lo preparo y salgo, que me esperan en el pueblo.

 

Se descalzó, apartó un poco la mochila y se tumbó en aquella cama de matrimonio que recordaba extremadamente cómoda. Estiró los brazos para ver si llegaba a los dos lados del colchón, abrió las piernas, tensó bien los músculos y luego los relajó. Después se puso una almohada en el vientre y cerró los ojos. Podía oír a la mujer abajo, la taza, la tetera y la kettle que pitaba. Luego nada. Ella se había ido. Al pueblo. Al grande. A ocho kilómetros. Y el único sonido que le llegaba era el del viento en los árboles y el silencio que no es silencio en un sitio así. También algo metálico que había querido dejar a más de seiscientos kilómetros de distancia, pero que aún seguía con él.

 

Cuando despertó era ya de noche y el té estaba frío. Lo tomó, cogió las llaves y se fue a dar un paseo por un camino que salía del pueblo hacia atrás, paralelo a un riachuelo. Quería llegar hasta la cascada y, aunque fuera de noche, con la luna fuerte y el firme del camino blanco, se veía bien. También escuchaba el sonido del agua del riachuelo, primero, y del salto después. No lo veía y no bajó hasta allí como la otra vez, pero se oía, y se acordaba de lo que hicieron su mujer y él, lo de la ropa, lo de meterse desnudos bajo el agua, el choque del torrente en la cabeza y el frío en la piel, el perro ladrando a dos metros de ellos y los brincos que daba cuando salieron. Lo que pasó después.

Lo recordaba todo, pero no sentía nada. Era como una fotografía en manos de otro. Como cuando eres mayor y alguien te muestra a un adolescente que, para hacerse el gracioso, distorsiona su cara dentro de una olla de cobre.

Ni te reconoces. No sé quién es, dices.

Pues así con los recuerdos. Aunque le da pena.

 

Un sábado sale con la casera y sus amigos al monte. Temprano. Van a por setas y a la charca, a ver patos. Hay una población estable de ocas que alguien dejó para el turismo y una variable de patos migratorios. Ánades. Gansos. Esas cosas.

La charca está a varios kilómetros, cinco quizá, o más, y hay que subir y bajar un buen número de cuestas para llegar allí. Y no hay senda. Al menos él no la ve. Es todo campo a través, piedras, matorral bajo y encinas, y él no tiene calzado apropiado. Un par de veces se tuerce el tobillo, el mismo, y les dice que sigan sin él, que ya sabrá volver.

Lo dice en serio. No le importaría. No sabe si encontraría el camino de vuelta, pero tampoco le preocupa. En realidad, lo que él busca es otra cosa. No está seguro de qué, pero otra cosa, y está a gusto allí, sentado sobre las piedras resecas y la vista hacia el llano. Un amigo mallorquín le dijo una vez que él, mirara hacia donde mirara, sabía que estaba el mar. No importaba dónde. Ni la distancia. Solo la certeza. La sensación de que en la meseta eso no era así le maravillaba.

Él no está seguro de que en ese mismo momento, al fondo, no esté el mar. Un pez inmenso e ineludible. Con rayas. Lo piensa así. Totalmente en serio. Con la idea de que a veces la atmósfera es solo agua.

Su casera se ofrece a quedarse y él nota que uno de los amigos no responde bien. No oye exactamente qué es lo que dice, pero el tono es de helecho.

Él se levanta y dice perdonad, creo que necesitaba un descanso. Ya está. Y sonríe. Al de la voz. Un poco para decirle no te preocupes, tío, y otro para tocarle los huevos.

 

Avanzan agachados, procurando no hacer ruido. Tampoco hablan. Cuando llegan a un mirador natural, en lo alto de una roca, se tumban y sacan sus prismáticos. Dicen Oh, ohh, ohhh en voz muy bajita. Como cuando sus amigos y él espiaban a las chicas de la Escuela Hogar. Le llama la atención que disfruten tanto mirando pájaros. Que sepan sus nombres. De dónde vienen. Qué hacen en invierno. Cuánto vuelan. Que sigan a uno de ellos que se ha quedado solo con las ocas y que se pregunten por qué ha permanecido atrás. ¿Espera a alguien o es que no puede seguir? No parece que esté mal, pero si no puede seguir, ¿sobrevivirá? El invierno es duro. ¿Por qué lo haces, patito?

Ella le deja unos prismáticos y le indica dónde está el pato del que hablan. Tiene la mitad de tamaño que las ocas y el pico rojo, aunque parecen franjas que suben a cada lado.

Es un tarro blanco, dice uno, y otro lo pone con interrogantes: ¿Un tarro? No está seguro y le importa bastante estarlo.

De vez en cuando, el pato se acerca al grupo de las ocas, pero ellas lo rechazan. Antes graznaban, le dice la casera. Ahora ya no, pero tampoco lo acogen.

Es bonito.

Sí, dice ella.

Y no está triste.

¿Cómo lo sabes?

Míralo.

 

Además de agujetas, tiene el tobillo hinchado. Se lo dice cuando ella sube porque no baja a desayunar.

No me puedo mover.

Ella retira las sábanas y le toca el tobillo.

Ay.

Lo recorre y palpa para ver dónde le duele y cómo está de duro.

Vaya, dice. Te voy a preparar un antiinflamatorio y luego si eso te subo al centro de salud. ¿Has notado algo de rotura?

No.

Ella vuelve al cabo de un cuarto de hora. Trae un ungüento que ha hecho a base de manzanilla, hierbabuena y limón y se lo aplica alrededor del tobillo, muy despacio, muy suave también.

¿Por qué las mujeres movéis tan bien los dedos?

Lo disfruta, a pesar de estar molido. Le pide que le deje recostarse un poco y se tumba sobre la almohada. Cierra los ojos y siente los dedos de ella en su piel, en las partes menos hinchadas, la presión y el movimiento tranquilizador de las yemas, el desplazamiento que hace en esferas, como las manecillas del reloj y al revés. Le llega el olor de la hierbabuena y el limón mezclados con sus propios olores de la noche, el sudor y lo demás, y le gusta. Y le gusta que ella esté allí, consciente también de ello.

Un par de horas después, ella le pregunta si quiere ir al médico y él contesta que no, que las friegas han sido maravillosas, y la manzanilla que ha tomado en infusión también. Ya no le han recordado a enfermedad, a estómago revuelto ni a vómitos. Estaba buena. Y con las galletas que ella hace, más. Gracias.

La segunda friega es por la tarde, después de comer y antes de la siesta, pero el masaje no se limita solo al tobillo. Ella le ha pedido que se quitara el pantalón y, una vez que la piel ha absorbido el ungüento, ha empezado a masajear sus piernas. Primero hasta la rodilla y luego hacia arriba. Después se ha quitado la ropa, se la ha quitado a él y se ha puesto encima.

¿Te duele?

No.

 

Él se ha vuelto a fijar en las venillas azules de su cuerpo, pero esta vez en los pechos y por la cadera, bajando hacia el pubis. Azul dentro del blanco. Algo que es suyo, pero parece que no lo es, que solo emerge de vez en cuando. Las ha recorrido con sus dedos y luego ha entrado en ella.

Túmbate sobre mí, le ha dicho.

El tamaño de las caderas de una mujer al doblarse es algo que le maravilla. Intenta abarcarlas con sus manos. La cadera. Las nalgas. Hacerse una idea de su tamaño. De su importancia. Y se siente mono. Hay antropólogos que afirman que en el ser humano las tetas se desarrollaron para atraer al macho. Que las monas no tienen. Que lo que les pone a los monos es el culo. A él le pasa lo mismo. Las tetas le encantan, pero el culo lo vuelve mono. Tenerlo entre sus manos. Empujarlo. Entretenerse en él.

 

Queda la pandilla en la plaza Mayor.

Hace tiempo que él no los ve. Casi desde lo de los patos. Ha estado en un par de cenas con ellos, pero nada más. Para él, más que suficiente. Buena gente, pero no su gente. Universos distintos. Y además el de la voz de helecho. Su presencia. Su frío.

Esta vez se juntan para manifestarse frente al ayuntamiento. Toca protestar. No importa contra qué. Siempre hay algo por lo que protestar y es siempre lo mismo: gente que busca tajada y gente que prefiere las cosas como están. Él se sitúa en la opción que está más lejos del dinero. Por principio. Porque nunca está tan sucio como el otro lado. Pero tampoco tiene una convicción profunda hacia nada.

Da besos y manos, pregunta qué tal y contesta bien.

¿Y el tobillo?

Perfecto.

Hace varias semanas que tuvo el esguince, pero le siguen preguntando. Y él, bien, no le importa. O lo agradece, así no tiene que hablar de otras cosas.

¿Apoyas la causa?

Es el helecho quien pregunta.

Claro, dice él, y procura irse a la parte de atrás del grupo, junto a una pareja de médicos retirados.

Desde allí contempla todo: el ayuntamiento vacío, a los que suben al balcón y colocan una pancarta, y los cristales de las ventanas que parecen rotos; no lo están, pero con los cambios de luz reflejan honduras extrañas. Luego un par de chicas colocan un reproductor de música y poco a poco se forma un corro alrededor. Todos cogidos de las manos. A bailar. Ritmo de tambores y, al final de cada serie, gritos. Como los indios.

Él se siente ridículo y se va.

El tobillo, le dice a ella.

Se sienta en la terraza de un bar, pide una cerveza, coge un periódico y espera a que acabe todo. Cuando lo hace, nadie se acerca. Tampoco ella. Solo el de la voz desagradable que ha ido al bar a por unos botellines de agua.

¿Y tú, qué?, le dice.

¿Yo?

Sí.

¿Qué?

¿Con quién estás?

Con mi casera.

No la quieres.

¿Y tú?

¿Tú qué crees?

No la mereces.

Eres un poco hijoputa, ¿no?

No te digo que no.

 

Una mañana, le pide a ella que le indique cómo ir a la charca de los patos. Más o menos, le dice, aunque ella le deja un mapa cartográfico del ejército y le señala con rotulador rojo unos hitos para que no se pierda.

¿Quieres que te acompañe?

No.

 

Sale alrededor de las doce. Con la mochila, un callado y gorra para el sol. Son como dos horas de marcha. Caminos. Luego atravesar tierras de labranza. Un río. Un pinar y hacia arriba. En el bosque de pinos es donde hay más peligro de perderse, por eso ella le ha dicho que tiene que ir solo por el sendero señalizado. Es local, con los colores blanco y verde tanto en los troncos como en un hito de piedras que hemos puesto los de la asociación en la entrada, ¿de acuerdo?

Tiene que recorrer el perímetro de pinos hasta dar con la senda, pero al final lo consigue. Y se siente un poco tonto. Ir por todo lo señalizado. Cada poco tiempo, en troncos y rocas, la misma pinturita blanca y verde.

Al final, se sale. Y se entretiene con unos níscalos que encuentra. Y luego, al salir del bosque, se da cuenta de que no sabe dónde está y busca lo alto. Hacia arriba. Al monte y a la montaña. Y al cabo de una hora, desde un risco y con el mapa, consigue orientarse. Se ha ido bastante lejos de la charca y le ha entrado hambre. Saca un bocadillo y lo come allí sentado, sobre rocas partidas cubiertas de helechos. Debe de ser el hielo lo que las rompe, hace lajas y poco a poco se van deshaciendo. Y el sol. Tienen los cortes lisos, de cuchillo, y son tan ásperas que cree que podría encender una cerilla en ellas. Piensa que seguro que habrá más de un fósil, pero no se entretiene en buscarlo y reemprende el camino.

Llega a la charca una hora después. Sin agacharse. El mirador está lejos, pero los patos salen volando cuando asoma la cabeza. Luego graznan las ocas. Se acercan a la orilla más próxima a él y graznan, aunque está a unos cincuenta metros. Él se sienta y poco a poco todo vuelve a la normalidad. Las ocas retornan al espacio que ocupaban antes y los pocos patos que hay se posan de nuevo en la charca. Los mira, buscando al tarro de las rayas rojas, pero no está. En cambio hay patos nuevos, ánades, como dicen los de la asociación, y utiliza algunos de esos nombres raros que se le han quedado en la memoria: el tarro blanco, el piquicorto, el careto y alguno más. Son bonitos. Y se mueven mucho. En grupo. Vuelan de un lado a otro y luego vuelven.

Cuando se cansa de observarlos, limpia de piedras el suelo, echa una esterilla, pone la mochila de almohada y se tumba. Al principio permanece con los ojos abiertos y ve volar por allí pajaritos, alguna bandada de patos y poco más. Luego se queda dormido.

Despierta media hora después porque la sensación de calor en el cuerpo ha desaparecido. Antes le daba el sol y ahora hay nubes. En el horizonte ve los mismos reflejos que en la ventana del ayuntamiento. También con sus honduras. Como si estuviera roto. Ahora la diferencia respecto a aquel día es el viento que le da en la cara. Y la amenaza de lluvia. Por fin. Aunque no le asusta.

Se queda observando el cielo y ve, pero no ve. Solo nota el frío en la cara. Y algunas gotas. Y graznidos de vez en cuando. Y piensa en si el cielo se puede romper.

Esa noche, ella no va a su habitación. Ni él a la de ella. Cenan juntos y dicen un montón de tonterías. Él le cuenta que hizo unas pruebas para los servicios secretos y que le preguntaron si se lo había dicho a alguien.

¿Y?

Se lo había dicho a la familia. Y a la panda de amigos; a los de Madrid y a los de su ciudad. Y a los amigos de una amiga con la que había estado la noche anterior. Y a los de matemáticas también.

Me dijeron que pusiera los nombres y algunos ni los conocía.

Ella le cuenta lo de las uñas. Era su pesadilla de pequeña y de no tan pequeña. Soñaba que se levantaba y se encontraba uñas en la cama. A los veintitantos salió con un chico muy tímido muy tímido y se fue a vivir con él. Su primer amor. Estuvo meses guardando uñas de todo tipo, de animales también, y el día de mi cumpleaños me las metió en la cama mientras dormía.

Hablaron hasta las dos de la mañana. Con unos gintonics. Luego se quedaron en silencio. Los hielos. La chimenea. Yo me voy. Yo luego subo. La atmósfera inmóvil que producen las brasas. Él que se va. A dormir, aunque no duerme mucho. Ni ella tampoco. Se le nota en la cara al día siguiente. Aparece una venilla azul por debajo del ojo y en su mirada algo difícil de precisar. En la de ella y en la de él. Ajenos a lo que les rodea. Formas que son y no son. El bizcocho, los maderos y la campana. Las tazas. Las margaritas. Las fotos de una cascada. Un niño. Un cielo. El mar.

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Autor: Jesús Pérez Saiz. Título: El pez raya era mujer. Editorial: Gens.

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