Los independentistas catalanes han equiparado su caso con el de la provincia canadiense de Quebec. Un planteamiento equivocado que trata de ocultar este dato sustancial: las normas constitucionales canadienses permiten la separación de una provincia, sea Quebec o cualquier otra, mientras que en España no existe esa posibilidad. Ésa es la diferencia entre ellos y nosotros. Porque aquí, el artículo 2º de nuestra Carta Magna proclama una regla superior imperativa, que nadie puede cuestionar: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. No cabe mayor firmeza a la hora de fijar la indestructible unidad de nuestro país.
En el último capítulo, pido que se rectifiquen los errores del pasado y aporto mis ideas a fin de componer un diseño integrador, realista y generoso, basado en la concordia y los intereses compartidos. Éstos son algunos de los párrafos que explican el porqué de la nueva versión de Las mentiras del separatismo:
«Obligado por mi condición de embajador de España, y cumpliendo con el juramento de guardar y hacer guardar la constitución, asumí la tarea de hilvanar cuantas razones encontré para rebatir las mentiras del separatismo catalán, que trata de romper la unidad y la integridad territorial de nuestro país».
“Con esa intención nació mi libro Las mentiras del separatismo. Cuando lo tuve terminado pensé, ingenuamente, que sería fácil editarlo. Era mi sexta obra y, hasta entonces, todas habían gozado de muy buena acogida, con miles de ejemplares vendidos en las librerías de toda España. Pero mis cálculos —soy un optimista incorregible— resultaron muy equivocados. Ninguno de los editores a quienes ofrecí el original se atrevió a publicarlo”.
“Hoy, la editorial Renacimiento da a la estampa una nueva impresión de este trabajo, cuya meta sigue siendo la misma: contribuir a desmontar las falacias del independentismo con el poder demoledor de la verdad”. Para eso nació este trabajo: para servir a la verdad. Y contar a los lectores lo que sucede en la actualidad.
A los secesionistas catalanes no les gusta que se cite el curso que ha seguido el Partido Quebequés, que llegó a contar con ochenta diputados en la Asamblea Nacional de la provincia y en las últimas elecciones ha logrado solo tres. ¿Quiere esto decir, a la vista de su crisis, que el nacionalismo quebequés ha dejado de existir? En modo alguno. Es un sentimiento que está y estará siempre ahí, pero ya no supone una amenaza a la integridad territorial de Canadá. Eso es lo que importa.
Exactamente igual sucede en Cataluña, donde el soberanismo ha entrado en pérdida de velocidad. Ante la evidencia de ese desarreglo, que los turiferarios del procès se esfuerzan en disimular, el autor propone esta solución:
“Algún día surgirá en Cataluña un líder de verdad, que se ocupe del bienestar de todos por igual. Un líder capaz de devolver a Cataluña la ilusión y articular un proyecto político pragmático y flexible que incluya una estrategia de recuperación y saneamiento de esa gran Comunidad. Alguien que se olvide del catalanismo de hojalata que hoy tenemos, tributario de los bancos andorranos, del chalet de Waterloo y de gastar en “embajadas” de lujo el dinero que haría falta para escuelas, centros de salud y ayudas a las pymes y a una agricultura marginada. Un político serio y responsable, en fin, que devuelva su grandeza a la Ciudad Condal, gestione la potente economía catalana y sepa plantear en Madrid, con pulso firme, no las apetencias de unos cuantos vividores que medran a costa del procès, sino las justas y legítimas reivindicaciones de una Cataluña rica y diferente, dentro de la unidad de España. Porque ése es el futuro”.
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Autor: José Cuenca. Título: Cataluña y Quebec. Las mentiras del separatismo. Editorial: Renacimiento. Venta: Todostuslibros
El origen del nacionalismo es la soberbia, se cultiva en la ignorancia, la manipulación histórica, el panfletarismo y el estereotipo, y es regado por políticos deshonestos y corrompidos. Añoro los tiempos en los que las lenguas se mezclaban a ambos lados de las fronteras, en los que la reina Cristina de Suecia rezaba en latín, el checo Kafka escribía en alemán y el catalán Boscán hacía versos al modo italiano en lengua castellana, en los que no se podía distinguir a un prusiano y a un polaco de Silesia sino por su religión, cuando la estupidez de los intelectuales no había inventado eso de las «identidades nacionales».
Exacto. Los nacionalismos han desdibujado e intoxicado vilmente el noble sentimiento de pertenencia o de identidad que en algún momento se había cultivado desde el respeto al otro. El nacionalismo es excluyente por naturaleza y, por ende, violento. El problema reside en las mentes de políticos y actores sociales que pretenden dotar a la identidad «nacional» de una mitología y romanticismo inventados o tergiversados en el mejor de los casos, elevándola a nivel de demanda histórica irrefutable e irrenunciable. Y, emulando a mi apreciado Marías, así empieza lo malo.
Estoy radicalmente de acuerdo con usted. Me siento muy español, pero también me siento romano, griego, germano, franco, persa, italiano, árabe, austrohúngaro, armenio, egipcio, ruso, etc. Patriotismo sí, nacionalismo no.
El problema es que dentro de un mundo moralmente degradado, de un mundo en el que las individualidades, las idiosincrasias están desdibujadas o son inexistentes, en el que la mayoría de la población es de un estándar inidentificable, con los mismos móviles, la misma ropa, los mismos artilugios, las mismas vacaciones obligadas, la misma y múltiple multiimitación mutua, les han dado, políticos interesados y plutócratas, la oportunidad, a la gente, de sentirse superior. Son esos microéxitos ante tanto fracaso personal los que avivan el fuego fatuo y absurdo de la superioridad étnica, social y cultural, por supuesto totalmente falsas. Nacionalismo decimonónico, trasnochado y creíamos que superado, mezclado con las supuestas mieles de la superioridad económica y deportiva que alcanza a los más débiles mentalmente. Nada de todo ello resiste un análisis mínimamente riguroso.
Sres. Wales y Galán, llevan ustedes toda la razón.