“¡Hoy voy a ir a una fiesta!”, se despertaba uno murmurando, en épocas que ahora parecen lejanas. “¡Hoy va a llegar un paquete!”, balbucearé mañana en la mañana, aún más emocionado porque de un tiempo acá cualquier pinche llovizna es gran noticia. Recuerdo que, de niño, escuchaba a mi abuela repelar porque le hacía falta cierto trasto que sólo era posible encontrar en el Centro. No dudo que entre eso y las tijeras que compramos ayer y llegarán mañana desde California haya un inmenso salto cualitativo, pero miro adelante y advierto que he saltado de vuelta hacia la cueva.
Si hace tres meses alguien me hubiera sugerido que comprara uno de esos estuches para cortarte el pelo en tu casa, le habría preguntado si acaso me vio cara de cavernario. ¿Cómo es que ahora espero emocionado la llegada de dos tijeras peluqueras y el próximo debut de mi correclusa como estilista? Igual que enfrento el resto de la cuarentena: libre de expectativas. Me conformo con que no me corte una oreja.
¿Qué es lo que peor que podría suceder, si llegara a fallar la peluquera? Que me trasquile como según mi padre hacían en los orfanatorios con los famosos “pelones de hospicio”. Será chistoso, al menos. Me tomaré unas cuantas selfies divertidas. Me haré un mohawk, o un mullet, o cualquier otro de esos cortes esperpénticos que según yo jamás habría usado, pero ahora qué más da si de todas maneras soy carne de caverna. ¿Será que me he tomado muy en serio esta existencia frágil, lastimera y efímera? Mierda, creo que estoy perdiendo la vergüenza.
Casi nadie ha olvidado la emoción que sintió al recibir su primer correo electrónico. Casi nadie, asimismo, puede vivir tranquilo en estos días sabiendo que le esperan cuatrocientos correos pendientes de lectura y respuesta. Contra lo que esperabas, el futuro no te ahorraría tiempo, ni haría por fuerza todo más sencillo, ni tenía que darle la razón a Darwin. ¿Pues qué más puede ser esto de trasquilarte a domicilio sino prueba fehaciente de involución? ¿Qué sigue ahora? ¿Comprar una impresora en 3D para hacernos en casa los peines, y de una vez zapatos, cinturones, cubiertos, herramientas, lanzas para cazar mamuts y pterodáctilos?
Hemos visto ya algunos tutoriales, más de uno entre los cuales casi me horrorizó, pero de sólo ver un miedo polanskiano centellear en los ojos de mi correclusa ante la posibilidad de desgraciarme el porte, preferí pretender que me daría lo mismo si me deja como “pelón de hospicio”. No sería el fin del mundo, en todo caso, y quizá sí el principio de un nuevo entendimiento con mi psiquiatra. Total, a grandes males, grandes remedios. Ya quiero ver las caras de los vecinos si me asomo a la calle, por ejemplo, con una afropeluca de cuarenta centímetros de diámetro.
Esto de regresar a la caverna ayuda a sacudirte unos cuantos complejos, como el de suponer que a los hombres de bien les va fatal el look de cavernario. En una de éstas, Cuarentenario amigo, no estaría de más dejarme algunos pelos en la cara. Pura frivolidad, no me hagas caso.
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