Cayetano Martínez de Irujo y Fitz-James Stuart (Madrid, 4 de abril de 1963) se pasó la infancia preguntándose por el significado de su apellido y buscando cómplices entre los tapices, las alfombras y las obras de arte del Palacio de Liria. IV duque de Arjona, XIV conde de Salvatierra, quinto hijo de Cayetana de Alba y Luis Martínez de Irujo, padre de Amina y de Luis, jinete, empresario y rebelde, temió a las mujeres por culpa de una nanny, exprimió la noche madrileña con Pocholo Martínez-Bordiú, consiguió el cuarto puesto en saltos por equipos en los JJOO de Barcelona 92, tuvo un león por mascota, fue carne de portada en las revistas del corazón y de las tripas, formó una familia y descifró su galimatías personal/sentimental/psicológico en un centro de terapia estadounidense. Ahora, cuenta a Zenda, “empiezo a ser feliz”.
Martínez de Irujo muestra al público la radiografía de su vida en De Cayetana a Cayetano (La Esfera de los Libros, 2019), un libro —escrito con la colaboración de Carmen Gallardo— crudo, violento en ocasiones, nada hagiográfico, que muestra a un personaje sorprendente, a un buen tipo que tardó años en encontrar respuestas a preguntas clave, y que poco o nada tiene que ver con el estereotipo retratado/deformado por algunos medios.
La publicación de De Cayetana a Cayetano justifica esta entrevista:
—Señor Martínez de Irujo, ¿cuál es la mayor lección que ha aprendido a lo largo de su vida?
—(Piensa) Pues mira, quizá la más dura fue… Una persona, no diré su nombre, me prestó un dinero para comprar un caballo. Su primer objetivo era que yo fuera relaciones públicas de una discoteca suya. Le dije que estaba en plena carrera deportiva, que tenía que estar fuera de España, que mejor me diese el dinero para el caballo y que yo, a mi regreso, atendería, en la medida que pudiese, lo de ir a la discoteca suya. Al cabo de los dos años… es verdad que yo me relajé. Al final vendí ese caballo, y no se lo notifiqué, porque contaba con devolverle el dinero que me había prestado: quince millones de pesetas. La primera vez que estuve en el equipo nacional absoluto fue con ese caballo, demostrándome a mí mismo que podía estar ahí. Y cuando le dije que lo había vendido, que había comprado otro y que estaba en disposición de devolverle el dinero, me pidió 23 millones de pesetas. En dos años. El interés fue más del 10%. Yo no daba crédito, claro. En ese momento había ahorrado. Tenía un patrocinador muy bueno, empecé a estar en la élite y ganaba dinero. Si tienes un caballo bueno y estás bien clasificado ganas dinero en los concursos importantes. Tenía pensado comprarme un terrenito por la Venta La Rubia para hacerme unas instalaciones hípicas. Y me faltó algo de dinero. Tuve que recurrir a un préstamo. La Olimpiada era al año siguiente. Yo estaba seleccionado para competir con el caballo que me había comprado. Fue un cisco, apareció la prensa rosa, me hicieron unos artículos tremendos… Y el tío me amenazó. En la última entrevista que tuve con él, le dije de devolverle el dinero sin intereses o con unos intereses lógicos. Me hubiese salido mucho más barato habérselo pedido a un banco. Y me dijo que o le pagaba 23 millones o se cargaba el caballo. Esa lección fue durísima para mí. Yo tenía 23 años. Y me di cuenta de que a una persona que ha nacido donde yo he nacido, y se lo dije a mi madre después, en la medida de cómo eran las personas, te iban a sacar lo máximo posible. En este caso, esta persona me sacó lo que no me han vuelto a sacar en la vida. Estaba en un momento de debilidad absoluta. Cargarse un caballo es muy fácil: le das un veneno, con una jeringa… Hoy en día, en las cuadras hay mucha más seguridad que entonces, pero aun habiendo más seguridad, es fácil conseguir una acreditación, darle al caballo algo de comer con algo dentro, y fuera. Entonces, me costó tanto tanto llegar a la Olimpiada de Barcelona sin ayuda de nadie que no me podía permitir arriesgar. Con lo cual, me quedé sin blanca y debiendo dinero. Y esa fue, quizá, de las lecciones más duras que he aprendido. Lo que te supone nacer en un palacio y que se aprovechen de ello.
—¿De qué está usted seguro?
—Estoy seguro de que empiezo a ser libre interiormente. De que me he partido la cara con mi cruda realidad. Con todo lo que he vivido. Y no he parado. He hecho cualquier terapia que hiciera falta, he escuchado todos los consejos, me he metido en cualquier técnica que me pudiera ayudar interiormente para ser la persona que empiezo a ser hoy en día. A pesar de que he vivido con unos condicionantes muy grandes sociales y educacionales, he conseguido ser yo: ser Cayetano por encima de todo, con muchísimo esfuerzo, sacrificio, trabajo y sufrimiento. Porque sacar todo de dentro, no huir y quedarme en un círculo pequeño para no enfrentarme a la realidad hubiera sido la postura fácil.
—¿Y qué le genera dudas?
—Yo creo que la duda es signo de inteligencia, ¿no? No creo que sea inteligente una persona que no dude. Una persona que no sea reflexiva y que no tenga dudas de sí mismo y de lo que hace, en fin… Yo siempre tengo dudas de todo. Ahora menos. Como de niño no me escuchaba nadie, pues te queda ese poso de niño que siempre piensa que lo ha hecho todo mal. Porque, además, me pegaban sin razón las últimas nannies. Entonces, gracias a Dios, ese sentido de culpa perenne e injusto me lo voy curando no te digo del todo, porque no se cura nunca, pero sí en gran parte. Como adulto y como persona yo creo reflexiva, siempre pongo en cuestión si lo que he hecho ha estado lo suficientemente bien y, sobre todo, si era mejorable.
—Cuando era niño, ¿qué quería ser de mayor?
—(Piensa) Al principio quería ser militar, pero luego no me gustaba la vida tan disciplinada. Cuando hice el servicio militar cambié de opinión, incluso antes. No me gustaba que toda la vida estuvieses con unos superiores, con esos mismos superiores… La jerarquía militar no me gusta. Luego quería ser piloto de Fórmula 1, y después jinete. A partir de los quince años, cuando me seleccionaron con el equipo júnior y llevé la bandera de España y oí el himno de España porque ganamos una Copa Naciones… eso se me quedó grabado.
—¿Ha cumplido todos sus sueños?
—Creo que no. Durante muchos años, veía mi carrera deportiva como una botella medio vacía: después del resultado en la Olimpiada de Barcelona, habiendo quedado en ese cuarto puesto, rozando la gloria, la medalla, en el fondo, te quedas sin nada. Creo que, si hubiera sido la persona que soy hoy en día, si no hubiera tenido ese condicionante tan grande emocional con el que tenía que luchar, hubiese hecho tres veces más en mi carrera deportiva. Un deportista de élite, si tiene un condicionante emocional, tiene un hándicap monstruoso. Además, tuve que vencer el hándicap educacional. En el caso del emocional, no sabía, hasta muy recientemente, qué tenía. Entonces, ahora estoy en activo otra vez. No sé si estoy a tiempo. No me he marcado ningún objetivo. Lo que quiero es divertirme a caballo. Me gustaría hacer algo más, ¿sabes? Conseguir algún logro más que me dejara satisfecho.
—Escribe en De Cayetana a Cayetano que si no hubiera ido a un centro de terapia en EEUU en junio de 2014 no se habría llegado a conocer: “Vivía con un bloqueo interno”. ¿El origen de ese bloqueo estaba en su infancia?
—Sí, totalmente. Allí aprendí que la base del ser humano, cuando construyes la peana de tu vida, es de los seis a los diecisiete años. Claro, yo andaba sobre barro líquido. No había tenido ninguna guía. Gracias a estar allí, entendí de dónde habían salido todos mis males: de la infancia y luego de la adolescencia. Yo ya estaba rebelado, me había librado de la nanny de las palizas. Jesús Aguirre, que no entendía lo que era una familia, me intentó someter, y fue una época muy difícil de los quince a los dieciocho. Luego ya entendí que dependía de mí mismo, y emprendí mi camino, pero con una confusión y un problema emocional de una índole… No conseguía ser feliz ni ser yo. (Piensa) Está la mente racional y la mente emocional. Si la mente emocional está perturbada, una especie de ola sobrecoge la mente racional. Tú puedes pensar algo de una forma racional, pero si toca alguno de los vértices emocionales, donde tú tienes archivado un desastre emocional, te empaña toda decisión y todo pensamiento racional, con lo cual es un vaivén tremendo.
—Y la nanny Olga consiguió infundirle “temor hacia todas las mujeres”. ¿Cuándo y cómo dejó de temer a las mujeres?
—En EEUU me enseñaron que siempre huía del compromiso y de una relación. Y, por otro lado, intentaba buscar el cariño familiar que me había faltado y el cariño paternal que no había entendido hasta entonces: mi padre no me había abandonado, mi padre se había muerto. Y cometieron el error de no dejarnos despedirnos de nuestro padre. Entonces, por un lado intentaba seducir a todas las mujeres para ver si llenaban un cariño que no era el correspondiente, y por otro lado huía de cualquier tipo de compromiso porque temía que me hicieran daño. Y el daño venía, primero, del abandono por parte de mi madre y mi nana cuando nació Eugenia, porque se fueron con Eugenia y en un palacio te quedas aislado, y luego vino una nanny mala y luego otra peor. Eso me dio un temor. Yo no quería que me hiciesen daño. Huía de cualquier tipo de compromiso de inmediato. Y eso lo aprendí y lo trabajé todo en EEUU. Hice unas terapias de choque muy fuertes que me proporcionaron unas armas de regeneración.
—Le reconozco que el libro me ha sorprendido. Esperaba una autohagiografía y me he topado con un libro crítico, muy duro, lúgubre en ocasiones, con mucha lágrima. “He llorado tanto que se convirtió en hábito”, escribe.
—Sí. Y todavía me pasa. En la presentación, por ejemplo. Cada vez que toco el tema de mi padre, el tema de la infancia o incluso el inicio de mi adolescencia, a los quince-dieciséis años, cuando entró Jesús y yo me libré de las nannies, lloro. En EEUU me dijeron que eso no se quitaba nunca del todo. Y yo lo he superado enormemente. Tenía dos mitades: una mitad de un adulto muy funcional que me ayudó a evolucionar y a conseguir en la vida los logros deportivos, llevar la Casa de Alba, ser empresario… todo eso era superfuncional; y la otra mitad de mí eran dos niños: uno de ellos, enormemente herido, con dolor, con tristeza, con abandono, y el otro, con rabia, con temor, no con odio, porque nunca he llegado a odiar, pero sí con enfado. Enfadado con el mundo por la injusticia que he vivido de pequeño. Entonces, yo he tenido que curar a esos dos niños y hacerlos crecer para tener un adulto funcional completo, pero fíjate: lo empiezo a tener hoy en día gracias a entender, a saber el porqué. Yo no he parado en mi vida de buscar: cienciología, sofología, terapias con psicólogos… Hasta que me traté con los mejores especialistas del mundo en EEUU durante cinco semanas. Luego volví otras dos semanas, que es una cosa que allí no permiten y me permitieron por deferencia, a petición mía, para reforzarme. Entonces, allí es donde aprendí todo esto y donde he podido curar a esos dos niños y hacerlos crecer. Y creo que, a día de hoy, tengo la visión prácticamente completa de un adulto funcional.
—¿Usted cree en Dios?
—Mucho, sí. Muchísimo. Si no, no podría haber sido costalero del Cristo de los Gitanos.
—Bueno, que sepa que ahora hay costaleros ateos.
—¿Sí? Eso sí que es… Pues yo no lo entiendo, macho. Eso es una contradicción. Porque, sinceramente, yo pensaba que hay que tener muchísima fe para llevar cuarenta kilos aquí (en las cervicales), durante once horas. Aunque tienes relevos, al final estás cinco o seis horas, y no sabes lo que pesa eso, lo que sufres ahí dentro. Es algo precioso y, al mismo tiempo, brutal. Sin fe, no sé… Esta gente o está perdida o realmente cree en algo. Se me escapa.
—¿Y por qué cree en Dios?
—Porque me siento guiado. Siento que Dios existe porque, muchas veces, cuando uno está bien y está en contacto contigo mismo… (Piensa) La vorágine de la sociedad, de las ciudades y de la actividad te hace perder el contacto contigo mismo. He aprendido muchas cosas, y una de ellas es a no perder el contacto conmigo mismo. Y a saber leer lo que me pasa. Muchas veces siento que hay muchos mensajes. Cada vez que yo los sigo, siento que voy bien encaminado.
—Cuenta que se acercó a las drogas y que le “perturbó por completo la coca”. ¿Alguna vez vio el precipicio demasiado cerca?
—Sí. La noche de Madrid… claro. Me metí en la noche de Madrid de los 18 años hasta los 23, que me fui de España, y eso me salvó también. Ojo: el que me salvé fui yo. Nunca puedes culpar a nadie de meterte en nada, ni tampoco puede nadie ponerse la medalla de que te ha sacado de algo. Sales tú, tú mismo. Si no sales tú, no te saca nadie. La Movida de Tierno Galván era acojonante. Era Disneylandia. Si ahora Madrid es divertido, ¡aquello no sabes cómo era! Y yo era el niño bonito de la noche: el tío alto, guapo, rubio, deportista, simpático… Conocí la noche de Madrid y, en aquel momento, había cero información. La cocaína era como el alcohol, una cosa social. Y la tomaba todo el mundo. Quien no lo reconozca, miente. Y tuve mucha suerte de salir de ahí, pero claro que me di cuenta. Yo no dejaba de entrenar ni de competir, pero cuando llevas un periodo equis, te das cuenta de que o paras o empiezas a ir para atrás, y tienes el precipicio a la vuelta de la esquina. Y entonces, o te tiras del coche o te vas al hoyo. Y gracias a Dios, con la peste equina, opté por irme, y corté con la noche de Madrid, con los amigos que tenía, que eran tíos tan divertidos, tan simpáticos, y que han sobrevivido muy pocos.
—¿Y alguna vez pensó en el suicidio?
—Nunca. Siempre he apreciado mucho la vida. Nunca estuve en ese punto.
—Los caballos le salvaron. Se convirtió en un deportista de élite. Y, con la llegada al mundo de sus hijos, Amina y Luis, “empezó a brillar la luz en mi interior”. ¿Ahora es feliz?
—Empiezo a serlo. Mis hijos me han ayudado a vivir esa infancia y esa adolescencia que yo no viví. A través de ellos, he disfrutado bastante. De alguna manera, lo que a mí me faltó, y como he tenido chico y chica, he vivido las dos facetas y ha sido una paternidad bastante completa. Creo que, tanto su madre como yo, los hemos manejado muy bien. Hoy, con 18 años, están en universidades en Inglaterra. Y sí, me ha ayudado mucho vivir esta parte tan importante de mi vida.
—¿Ha mejorado algo la relación con sus hermanos?
—No. A día de hoy, mi único hermano es Fernando. Mi última estancia en el hospital ha marcado un antes y un después. Entiendo que se puede tener el sentimiento que quieras: celos, discrepancia, enfado, envidia o no envidia, ponle el número de sentimientos que quieras, veinte, o uno o tres, pero…
—Como dice un escritor argentino, Reynaldo Sietecase, en una de sus novelas: “La sangre no es agua”.
—Eso es. Por delante de todo está la humanidad. Y a mí me han operado de un órgano vital. Ha sido una operación de cuatro horas y media. Gracias a que me ha operado una eminencia médica, como es Enrique Moreno, pero de lo que me han operado a mí, ya por quinta vez, que no es una broma, que no se esperaba ni en el peor de los casos, hay mucha gente que se muere. Se empieza a complicar la operación y te mueres. El no haber recibido ni un mensaje de ningún hermano, salvo Fernando, que fue el único que me visitó todos los días en el hospital, y de ningún sobrino, exceptuando uno, Javier, que me pareció correcto pero no me valió lo suficiente… eso ha notado un antes y un después.
—Leyendo el libro, deduzco que es un hombre rebelde. ¿Qué es para usted la rebeldía?
—El rebelde siempre tiene causa. Cuando dicen «rebelde sin causa»… no: nadie se rebela sin causa. El que se rebela, se rebela con un porqué. Yo me rebelé por mi carácter. Lo único que quería es una explicación. Si hago esta entrevista es porque tiene que tener un sentido. De pequeño, un periodista me preguntó, cuando tenía seis años: “A ver cuéntanos… tal”. “¡No!”, le dije. “¿Por qué?”, preguntó. Y respondí: “Porque no me da la gana”. Siempre quise entender el porqué de las cosas. Nada más. Soy una persona realmente humilde y que quiere ser útil. Te rebelas cuando no entiendes el porqué de algo. ¿Por qué se rebela un caballo? Porque le das una indicación mal dada y, al no entenderla, le agredes, y cuando le agredes, él sólo tiene dos opciones: o ser sumiso o rebelarse. Y hay gente que es sumisa y gente que se rebela. Yo soy de los que se rebelan.
—Si yo le digo «democracia», usted me dice…
—Para mí es el mejor sistema. Lo que pasa es que el ser humano, cuando tiene poder y dinero, tiende a tener un ego y pierde la perspectiva.
—¿Qué puertas abre el dinero?
—Prácticamente todas.
—¿Y qué puertas no abre el dinero?
—La de la salud. Menos esa, el dinero las abre todas.
—Si le digo «monarquía»…
—(Risas) Buena pregunta. Me voy a mojar un poquito. Yo le decía a mi madre… (Piensa) Mi boda fue la única, en 500 ó 600 años de la Casa de Alba, a la que no fue ningún miembro de la Familia Real. Había 200 invitados, todos muy cercanos, y en la Familia Real no había nadie tan cercano como para estar en mi boda. Pese a ser Alba, consideraba que no tenía la obligación. El mayor pulso que mantuve con mi madre en mi vida fue ese. Para ella, la Familia Real era ley. Me repetía: “En 500 años no ha fallado un miembro de la Familia Real…”. “Pues al 501, ha pasado, mamá”. Le decía: “Yo no soy monárquico por sangre y tradición, como sois en esta casa”. Sinceramente, a mí no me han dado nada. No me han demostrado nada. Tampoco me han brindado su amistad, ni me han dado cercanía. Hemos estado al servicio de la monarquía toda la vida y no creo, para nada, que haya habido…
—Reciprocidad.
—Eso. Ni la más mínima. Yo seré o juancarlista o felipista. Creo que el actual Rey lo está haciendo muy bien. Entonces, soy monárquico de Felipe VI; lo que venga, ya veremos. Creo que un monarca tan preparado como Felipe VI es el mejor Jefe del Estado posible. Para mí es mucho mejor que un jefe del Estado al que no conoce nadie, como pasa en los países donde hay un presidente del país que nadie conoce.
—Y si le digo «república»…
—No le encuentro sentido. ¿Quién conoce a los presidentes de la república? Nadie. Y un jefe del Estado, un rey, además de tener una contención y una labor que, aunque no sea ejecutiva, es muy importante en el país, pues tiene una representación internacional muchísimo más que un presidente de república.
—Ayudó a dos familias sirias a instalarse en España y salvó a una viuda afgana y a sus cuatro hijos de la muerte y de las mafias. Cuénteme más sobre eso.
—Antes había traído a tres africanos: uno vendía frutas en la playa y hoy en día es político local; otro de ellos estaba de chófer de safaris y hoy en día tiene dos coches que le compré yo, y tiene su propia empresa para hacer safaris y se ocupa de mis cosas allí, un tío fantástico, y otro más que traje y le ayudé un poquito a sacar a su familia adelante. Los traje durante el periodo de tres meses, que es el periodo de la visa, convenciendo a los embajadores. Los llevaba a mi finca, trabajaban tres meses y les pagaba mil euros al mes para que pudieran ayudar a sus familias. Tiempo después, un día iba en el tren y de repente veo, en un periódico: “Preferimos volvernos a Siria y morir bajo las bombas que vivir indignamente”. Eran un ingeniero industrial y un médico, gente muy culta y preparada, que se habían venido aquí y al año les habían dejado tirados. Se quedaron en la calle. Sólo había aprendido español un miembro de la familia y, al año, se quedan sin trabajo, sin casa, sin subvención y sin nada. Me los traje a Liria y luego los alojé en la finca, donde tenía casas de los antiguos trabajadores. No tenían nada en aquel momento. Y se pusieron a llorar: no se creían que un tío les ofreciese todo eso. Y una de las familias al final no vino porque uno de los críos estaba traumatizado por el espacio abierto, que le recordaba los ataques. Vinieron, estuvieron un poquito pero prefirieron quedarse en Madrid. Sin embargo, la otra familia estuvo dos años. Conseguí que el padre se examinara para revalidar su título de médico, a la mujer le conseguí un trabajo con el alcalde de Carmona, y ahora están integrados en Carmona con su propio piso, los hijos escolarizados, se sacaron el carné de conducir… Y luego hubo otra más. Con la directora general de Inmigración, las tres principales ONGs que reciben dinero público y un grupo de empresarios intenté hacer una iniciativa público-privada. Los empresarios tenían un piso, querían acoger a una familia y dar trabajo a sus miembros. Tras un año de reuniones con todos, con la familia seleccionada y con todo preparado, los empresarios se quitaron del medio. (Piensa) La gente habla mucho. Me hace gracia esa gente cuando empieza: “Porque nosotros, porque la inmigración”, etcétera. En primer lugar, con la inmigración hay que tener cuidado: no se puede venir todo el mundo a Europa. Y lo segundo, cuando hablas tanto de ayudar a los demás y señalas con el dedo al Gobierno y no sé qué: cuando yo conocí de verdad lo difícil que es ser director general de Inmigración y los problemas que tienes… Es muy difícil todo. Y todo el mundo no reacciona igual. Entonces, es muy fácil hacer demagogia. Lo difícil es hacerlo tú. Entonces, me llevé una decepción enorme: después de haber organizado yo una iniciativa muy bonita llamada Acógeme, (chasquea los dedos), se quitaron del medio. En ese intervalo, las ONGs me dijeron: “Han matado a un hombre afgano que trabajaba para el Gobierno americano y ha dejado una viuda y cuatro niños, tres niñas y un niño. El luto son cinco meses. Después de los cinco meses, la mujer pasa a ser propiedad del hermano del marido. Está aterrada porque el hermano del marido es un afgano que no tiene nada que ver con este, la va a tener de esclava sexual; al niño lo va a dejar morir, porque tenía cáncer, y a las niñas las van a vender como venden al ganado”. Y cuando me enseñaron un vídeo y vi a la mayor pedir ayuda en inglés… Me puse en marcha y tuve a Zoido frito, al ministro de Exteriores de Rajoy frito, a la vicepresidenta Sáenz de Santamaría frita, y no tuvieron las narices de darme los visados. Y, justo cuando casi lo tenía conseguido, cambió el Gobierno y entró Borrell. Nos quedaba un mes. Y el director de gabinete, que ya me conocía, me dice: “Cayetano, me dice el ministro que es muy complicado”. Y le digo: “Mira, le dices al ministro que no podemos salvar el mundo, pero si podemos salvar a cuatro niños, ya habremos hecho para estar satisfechos en la vida”. Me llamó a las nueve de la noche: “Que dice el ministro que te concede los visados. Eso sí, bajo tu responsabilidad”. Y me puse a llorar, oye. Se salvaron de milagro. El hermano del marido estaba mosca: salieron de su casa, desesperados, a las cinco de la mañana, y a las diez la policía afgana entró donde vivían. Si llegan a pillar a la mujer, la hubieran lapidado. Y los salvamos milagrosamente. Los tuve cuatro meses en la finca, me los traje a Madrid, aquí trataron al chico en el 12 de Octubre, pero ellos tenían familia en Alemania y prefirieron irse para allá.
—Gracias por el rato, Cayetano. No sabe cómo me hubiera encantado entrevistar a su madre.
—Gracias a ti, Jesús. Te hubiera gustado mucho hablar con mi madre, estoy convencido.
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