Cyril Connolly nació en Coventry en 1904, cuando su catedral no había sido destruida ni Benjamin Britten había compuesto un oratorio para festejar sus nuevas naves. Estudió en la exclusiva y aristocrática escuela de Eton, curiosamente una public school, donde ingresa quien lo pueda costear y recaló sin mayores sorpresas en Oxford, donde a pesar de lo que prometía de acuerdo a sus contemporáneos no tuvo un desempeño brillante. Pronto encontraría espacio para su talento en el periodismo y la literatura. Fundó con Stephen Spender la revista Horizon, donde como crítico empeñó sus frases más elevadas, sarcásticas y hasta benevolentes, como le reconoció Henry Miller. Dejó, antes de despedirse definitivamente en 1974, invocando la compañía de la poesía, varias obras significativas entre las que descuellan Rock Pool (1935), Enemigos de promesa (1938), La sepultura sin sosiego (1944), Convicciones previas (1964) y Cien libros clave del movimiento moderno, 1880-1950 (1965). Es un autor que curiosamente a medida que transcurre el tiempo parece regenerar su actualidad. El sello Random House Mondadori lo ha puesto a circular nuevamente entre nosotros con su enjundioso Obra selecta (Lumen, Barcelona 2005, 1014 p.), que da cuenta de sus más explosivos momentos literarios. Los Cien libros clave del movimiento moderno, 1880-1950 no los relaciona esta edición en su escogencia y se trata de una mirada por la modernidad a través de los grandes textos que veneran esta condición. Quien pretenda dar con la clave de obras de la literatura española o hispanoamericana ha tomado el tren equivocado. Los anglosajones apenas reparan que existimos literariamente. Más allá del inglés no existe sino el francés y quizá por los catalejos normandos. Pero en esta orfandad no estamos solos. El autor no ha incluido ningún autor alemán en su pretenciosa lista. No parece casualidad que los acantilados de Dover sean tan escarpados, para establecer distancias con el continente.
No obstante las diferentes orillas culturales, nosotros sí nos acercamos a sus playas, y en cuanto a las de Connolly resultan fascinantes sus ensayos breves, para diferenciarlos de aquellos como La sepultura sin sosiego, del cual abundaremos por considerar —también tenemos derecho de asomar algunas claves—, que constituye la obra de mayor ingenio y derechura que tuvo este escritor, a quien después de casi 50 años de su muerte se le comienza a resucitar. Podríamos citar su atrevimiento, su pluma escandalosa y lo que llama de sí mismo “su recato de solterona”, cuando sin el más mínimo tono etiquetado hace la relación de sus efebos de Oxford y declama el espectro de sus gustos cuando expresa que hay “escritores demasiado aficionados a las mujeres”, con lo que ingresa en su terreno homoerótico de mayor comodidad, pero sin dividir espacios ni consagrar altares. De hecho, contrajo matrimonio en 1930, y en estos terrenos cabría decir que su experticia fue versátil. No invoca al sexo como un cultivador de géneros, de esos que en nuestros días hacen paralelismos entre la forma de tener sexo y los derechos políticos que el kamasutra contemporáneo consagra. No, al contrario, toca el sexo para hurgar cuan interruptor de literatura puede ser, y sentencia, tal vez para acomodo de lo devocionalmente escritural, que en tiempos recientes el balance del éxito literario, avanzada la vida, está a favor del escritor sin hijos. Pero no se trata sólo de tener hijos o no tenerlos, sino que llega un momento en que el culto del hogar y la felicidad resulta perjudicial, y la felicidad doméstica es una de esas escapatorias del talento que hemos deplorado. Y hasta continúa esperando a su escritor ambicionado para invitarlo a encerrarse: El escritor que deja transcurrir más de un año sin encontrarse en su lugar apropiado de trabajo, el pequeño «retiro» de una habitación de hotel sin lujos, corre el peligro de permitir que su talento se embote.
Y siguiendo con el tema de los escritores, Connolly se las juega todas. En un memorable ensayo de esos breves a que me refería, se encuentra lo que todo escritor o candidato a escritor debería visitar. ¿Será posible ser candidato a escritor? El primero de ellos, “Perspectiva inestable”, del capítulo con el sugerente título “La sombra de la mostaza silvestre”, del libro Enemigos de la promesa, que vio la luz en 1938 (los títulos de los libros son tan importantes como su contenido. Si no, recordemos el caso de Hemingway, que luego de ponerle fin a sus novelas, hacía listados de hasta 100 nombres que paulatinamente eliminaba hasta quedarse con uno), va sobre los escritores, los géneros. En resumidas cuentas, sobre el oficio: “Creamos el mundo en que vivimos, y en esa creación el artista juega un papel dominante… Hay dudas sobre cuál de los mundos es mejor, como las hay sobre cuál de los mundos triunfará”. Como estamos a finales de los treinta, Connolly contempla desde su ribera inglesa el crecimiento elefantiásico de los fascismos y el totalitarismo comunista conducido por José Stalin, cuyo genocidio —podría decirse que es el mayor genocida de la historia— todavía no era del conocimiento público. En su ensayo el autor dispara varios aspectos que merecen ser citados: Las novelas malas no duran. No tiene sentido escribir una novela a menos que pueda figurar entre las mejores… La novela no es una forma adecuada para los escritores jóvenes. Las mejores han sido escritas desde los inicios de la edad mediana en adelante… La novela corta es una de las formas más gratificantes y, sin embargo, más desatendidas de la literatura… El artículo largo tiene un futuro, sobre todo en la forma de ensayo crítico… La poesía es altamente explosiva, pero ningún poeta desde Eliot puede dejar de percibir la extrema dificultad de escribir buena poesía. En cuanto un poeta olvida esto, le suplanta un prosista… La poesía es un instrumento de precisión… La preocupación sexual es un sustituto de la creación artística… Un escritor que tenga dificultades económicas sólo podrá trabajar durante un breve plazo y dejará todo lo demás sin terminar, y si tiene demasiado dinero, a menos que lo haya poseído toda su vida, lo gastará, lo cual también es un sustituto de la creación. Todo escritor, antes de embarcarse en la creación, debería encontrar algún medio, por deshonesto que sea, de conseguir con el mínimo esfuerzo unas cuatrocientas libras al año.
El segundo que prometimos referir es “La malva del légamo”, y en este nuestro autor lleva al patíbulo a lo que considera uno de los enemigos capitales de todo escritor: el éxito. Por el lado donde se mire siempre será perjudicial, especialmente si se obtiene con prontitud. En todo caso genera envidias, ocasiona evanescencias y es un disuasivo para extraviar el camino de la escritura y conducirse directamente al fracaso. No es precisamente austero en su proclama ni se ahorra material de guerra para ordenar la ejecución final: El éxito popular es un palacio construido para el escritor por los editores, periodistas, admiradores y creadores profesionales de reputación, en el que habita un ejército silencioso de termitas, ratas, hongos destructores de la madera y escarabajos xilófagos hasta que apenas terminado está a punto de derrumbarse. Como buen escritor de su tiempo y de todos los tiempos, Connolly ve con rubor y distancia estos escritores exitosos que parecen confundirse con las celebridades. Para que el lector tenga cabal entendimiento de hacia dónde se explaya el inglés, le ruego que vívidamente lo ejemplifique con dos casos que a continuación le propongo: Paulo Coelho e Isabel Allende.
Para quienes busquen un libro mordaz, de frases invenciblemente escalofriantes que trepan al cerebro y terminan alojándose allí sin más, basta abrir La sepultura sin sosiego, o El sepulcro sin sosiego, como también se ha traducido. Este ensayo, The Unquiet Grave en su original inglés, fue publicado por primera vez en 1944, año en que con dificultad culebreaba nuevamente el optimismo, ya que comenzaban los estertores del nazismo. Londres estaba en ruinas, cortesía de la Luftwaffe y de los V-2 a los que el profesor Von Braun, con la diligencia de la NASA, pronto transformaría en cohetes espaciales. Inglaterra, sin embargo, salía de las sombras, de las madrigueras, de los refugios antiaéreos con los textos de la democracia intactos para el futuro. Debe apuntarse, en beneficio de sus escritores, que la guerra no logró doblegar la moral, y que los artistas continuaron ejerciendo sus rutinas y hasta sus humores. Tendría que ser célebre la frase de George Bernard Shaw sobre los bombardeos a Londres: “Ya he pasado por dos guerras mundiales sin perder una comida o una noche de sueño”. El propio Shaw relata cómo la prensa restaba importancia a bombardeos ocurridos que si se hubiesen conocido en su justa dimensión habrían terminado por socavar la moral pública. Y el titán de T. S. Eliot nunca dejó de publicar sus libros de poesía a despecho de que Radio Berlín anunciara cómo sus teledirigidos pulverizaban a diario cada rincón de la isla. Quienes hayan visitado el Gabinete de Guerra en las inmediaciones del número 10 de Downing Street, encontrará cómo aquellos hombres, con Churchill a la cabeza, dirigían esa contienda terminal con una mezcla entre valor, ética intacta, frugalidad y austeridad que supieron transmitir a su población. Por ello sus escritores acudieron al llamado de la aparente normalidad y siguieron despachando sus frases, eso sí, nada exentas de la tragedia que amenazaba con destruir los cimientos de la civilización.
Es frente a esa versión de orfandad, con los signos del pesimismo ufanados entre sus tintas, con que Cyril Connolly le hace una trompetilla a su tiempo para llevar al estrado de los acusados sus más firmes conquistas civilizatorias. Dicen que en la guerra nuestros sentidos se sobresaltan porque no sabemos a ciencia cierta si de un momento a otro pasaremos a los anuncios necrológicos: por ello se ama como si fuese la última vez, se degusta la comida que se tiene como el mejor de los festines, se evoca con taquicardia todo tiempo pasado que fue mejor o se añora con la nostalgia vacilante que conoce el significado de lo irrecuperable. Tal vez Connolly escribió con ese apuro en la garganta, con ese temblor sistólico, con una panorámica abismal su ensayo y compuso una curiosa mezcla que combina los aforismos y la poesía con las citas más cruentas y dolorosas sobre la humanidad misma. No hay aquí censura racional alguna, benevolencia sobrevenida ni coqueteo con modales de señoritas. Se grita desde la tumba vertiginosa y se enumeran con calibrada alevosía los temas de mayor peliagudez de nuestro día a día: el amor, la civilización, el suicidio, las drogas, el miedo, la religión, el arte, la literatura, la historia, las ciudades, confeccionando el traje dual que visten y las repugnantes dobleces que ocultan. De alguna forma, como Thomas Carlyle, nuestro autor no es indulgente con las mayorías. Si bien no cede a la tentación mítica del escocés de confeccionar epopeyas a la medida del traje de los héroes, sí fractura el protagonismo en unos cuantos. La historia es construida por pocos, escrita por pocos, pensada por pocos: De hecho, a medida que envejecemos descubrimos que las vidas de casi todos los seres humanos carecen de valor, con la excepción de aquellas que contribuyen al enriquecimiento y la emancipación del espíritu. De lo que denominamos civilización, el autor es lo menos cándido posible con su carácter gregario o participativo al apuñalear que: La civilización se mantiene gracias a muy escasas personas, en muy escasos lugares; bastarán sólo unas pocas bombas y unas pocas prisiones para hacerla desaparecer por completo. Lo que deja perplejos inmediatamente a los bienaventurados militantes del optimismo en este atormentado planeta.
Su autor ha dejado en claro que es un libro de guerra, y en un principio salió bajo el pseudónimo de Palinuro, el piloto de Eneas. Es un ensayo dedicado a flotar sobre la inmundicia civilizatoria, especialmente en una época en que se clausuró la razón y se licenciaron sin límites los demonios de la hecatombe. No obstante el momento de su manufactura, el libro no ha hincado sus pilares para denunciar la fundación de los fascismos: no, Connolly navega en el mar de occidente para mostrar las contradicciones de la bitácora, más bien se apoya en ese momento de poca lucidez para hacer el recuento —muy personal y desde una perspectiva que hoy en día se le diría holística— de lo que significan y vislumbran esos grandes temas de la creación, desde la orilla pesimista de la guerra. Como un hecho curioso, hay una cantidad respetable de citas en francés, que dicho sea de paso, los traductores al castellano han mantenido como en su original. Connolly, amante de la cultura francesa, recurre a ellas como una ensoñación, como un instante de traición al pesimismo y de refundación de lo posible. Escribe nuestro autor: …se decidió a citar tantos pasajes del francés como le fuese posible, con el único objeto de desvelar la afinidad existente entre el pensamiento de los franceses y el nuestro, así como para demostrar cuán próxima y cuán necesaria nos resulta la cultura de quienes, al otro lado del canal, parecían entonces separados de nosotros, quizás ya para siempre. Evocar en aquella época una playa francesa equivalía a recordar que las playas no sólo existían para las minas, las trincheras y el alambre de espino, sino para bañarnos, es decir, era recordar que un día volveríamos a gozar de ellas. De otra parte, el ensayo juega con el lector y se embute en lo más estrictamente literario al desarrollar la vida de un escritor disfrazado de Palinuro, que viste el traje de navegante, so pretexto de los sitios que visita, las puestas de sol que contempla, las frutas que saborea y los autores que frecuenta. Repentinamente, el autor abandona la tumba, la negrura del antidía y sale de compras a admirar los melones del mercado de Saint-Jean-de-Luz, y hasta brindar con champaña los versos de Horacio o del mismísimo Eliot. Es un ensayo que comienza mostrando las garras, sus dagas punzopenetrantes, sus frases más dignas de un coleccionador de epitafios que de un vitoreador de la vida. Pero el sentido de homenaje a la inteligencia y a la creación que el autor termina indefectiblemente celebrando, da cuenta finalmente de que Connolly se ha rendido fatalmente a tener un gesto de simpatía con el lector. Que sus anatemas inicialmente intratables han podido dejar colar, como en los áticos que tienen una claraboya, ese trasluz del hacedor, del creador, del artista con el que el entendimiento y hasta la cortesía vuelven a recobrar su sentido. Este es un autor para tomárselo más que en serio, para celebrar su buena compañía y festejar sus trepidantes tintas.
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