En Medellín, antes de ir a la Feria Internacional del Libro de Bogotá, visitamos la Casa Museo de la memoria, en la que se intenta mantener vivo el recuerdo de la guerra en Colombia con toda su barbarie. Vídeos, fotografías, gráficos, estadísticas, testimonios, frases de los afectados —tan dolorosas en su sencillez, en una constatación sufriente de cómo la cotidianidad se puede derrumbar y dar paso a la pesadilla—; la exposición es original sin pretender ser deslumbrante. A ratos me emociono. E. examina cada pieza, toma notas, saca fotografías. Le comento que un museo así debería existir en el País Vasco. Dejar constancia de quién ha hecho qué, a quién y en beneficio de quién.
Paseamos por el centro de Medellín en un lunes festivo como quien recorre una ciudad después de la catástrofe. Basuras, cuerpos tendidos en medio de la acera, tiendas cerradas, también los museos, apenas gente fuera de las plazas. Grupos de policías que, en las avenidas que rodean el centro, esperan el paso de alguien importante, de alguien que debe ser protegido. En el suelo, los que están más allá de toda protección; evito mirarlos, como más tarde evitaré mirar a ese hombre demacrado y sucio, de pelo y barba enmarañados que se baja los pantalones en medio de una avenida. La miseria encarnada en un individuo nos pone incómodos, porque no sabemos qué hacer con ella, también porque siempre lleva implícito el miedo a una amenaza por definir. En una esquina, dos policías cachean a dos jóvenes, que no parecen preocupados ni temerosos. No debe de ser la primera vez.
Un mendigo nos increpa y no nos giramos a ver qué quiere. Aunque de reojo, la locura o la adicción se advierten en alguna de esas caras, sus cuerpos escriben una biografía que ninguno quisiéramos que fuese nuestra. La mayoría ni siquiera conocemos a alguien así, no sabríamos qué hacer con él. Las pocas mujeres que vemos tendidas o sentadas en la acera parecen aún más ausentes, ni piden ni amenazan ni te miran siquiera.
Bogotá nos tranquiliza. Recorremos también el centro y nos parece más acogedor que el de Medellín, sí, pobre, también vemos algún cuerpo acurrucado en el suelo, sucio, con los pantalones y la camisa rotos. Pero nos sentimos mejor, mucho mejor. La diferencia es que este recorrido lo hacemos en coche, y desde el coche, como desde el tren, la miseria forma parte del paisaje: pasa deprisa a través de la ventanilla, no nos amenaza ni nos interpela. Apenas la hemos percibido, ya estamos en otro sitio, a salvo.
Vamos a hacer unas tomas para el documental de la placa conmemorativa del asesinato en 1948 del político colombiano Jorge Eliécer Gaitán. La encontramos después de dar algunas vueltas. De no haber muerto a tiros, esa tarde se habría reunido con Fidel Castro, quien, a los veintidós años, había ido a Colombia como delegado de la Federación Estudiantil Universitaria cubana. Cuando termino de grabar, se me acerca un mendigo a pedirme dinero. Se lo doy. ¿Sacando unas fotitos?, me pregunta greñudo y desdentado. No sé qué responderle. La conversación es difícil cuando se habitan mundos tan distantes.
En la FILBo, día de los colegios. Niños de guardería, escolares y adolescentes llenan los pasillos. Una chica, tendrá unos catorce años, lleva una camiseta que dice: I have no relationship with reality at all. Interesante programa de vida.
Apenas tengo tiempo de ver nada en la feria: ni de huronear en los puestos de las librerías ni de ir a escuchar a otros autores. Voy de una a otra charla, de una entrevista a otra. De camino sólo me llega el bullicio, producido en buena medida por enjambres de escolares. Aunque me parece que hay bastantes visitantes, si un día sacásemos de la feria del libro a los estudiantes obligados a asistir a ellas, y si no se invitase a ningún músico, nos daríamos cuenta cuál es el interés real que produce la literatura. Aunque quizá preferiríamos no saberlo.
Revuelo porque Naipaul ha cancelado su viaje a la FILBo. Exigía viajar en primera clase, y las dos únicas compañías aéreas que la ofrecían la han eliminado. No le basta con volar en business.
Geoff Dyer me habla de John Berger, a quien conoció bien. Me cuenta que había pedido que, al morir, lo incinerasen y esparciesen sus cenizas en cualquier lugar que no tuviese propietario. Luego la conversación se dispersa y se me olvida preguntarle dónde las esparcieron, cuál era ese lugar sin dueño, cada vez más difícil de encontrar.
Luis Negrón, con quien comparto una charla, me cuenta, por cierto, que las playas puertorriqueñas van a privatizarse. Las bancarrotas de los estados y las crisis económicas son siempre buenas excusas para saquear la propiedad pública.
El equipo de la FILBo es eficaz, amable hasta mucho más allá del deber. Los conductores que nos trasiegan de un lado a otro desde la mañana hasta muy entrada la noche no pierden la sonrisa, son pacientes incluso en los interminables “trancones” bogotanos. Me sorprende que casi nunca toquen el claxon, en situaciones en las que yo estaría ya blasfemando y gritando a otros conductores.
Participo en una lectura colectiva de poesía. En los poemas de uno de mis colegas continuamente aparecen las palabras cementerio, muerte, sangre, noche, vacío, amor. Creo que es el que mejor conecta con la audiencia joven. Y hay quien piensa que el romanticismo pasó de moda. (Mientras le escucho, recuerdo aquellos versos de La desesperación, de Espronceda, que tanto me gustaba recitar de adolescente: Me agrada un cementerio/ de muertos bien relleno/manando sangre y cieno/que impida respirar/ y allí un sepulturero/ de tétrica mirada…).
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