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Cerezos

[Foto: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XVIII: CEREZOS

Primero enfermó Malena, la mayor. Apenas una semana después, las mellizas. Pedro se libró, contra todo pronóstico. Siempre había sido el más enclenque de los cinco. Hernán, con sus rizos rubios y sus mofletes, recibió también la misericordia del Señor. Prudencio, el padre, vivió el resto de sus días entre el remordimiento y el alivio que le supuso ver resistir a los varones de su casa. Ludivina, la madre, ni siquiera tuvo que padecer tales culpas. Había gastado sus rezos y hasta el último velón de la capilla rogando por los dos, por el chiquillo flaco y por el querubín de su alma. Las hembras le dolían menos. Así eran las cosas y no tenía sentido lamentarse.

El hospital de tuberculosos estaba a un día de viaje, junto al mar, como correspondía. Era un caserón imponente y lleno de recovecos, levantado un siglo atrás por un labrador zafio y sin apellidos que amasó una fortuna en América. Con negocios turbios, según contaba la leyenda. Tras una vida de escándalos y excentricidad, había tenido la delicadeza de morirse sin aspavientos ni herederos, legando su estrambótica propiedad a la beneficencia. Hasta allí llevaron a las niñas Medina, en un coche de caballos que fue dando tumbos todo el camino. Se encargó Ramiro, uno de los sirvientes veteranos. Los atribulados padres las despidieron en la escalinata y las olvidaron.

—Ay, qué pena de criaturas —suspiraba Azucena, la enfermera más joven, entre hipidos—. Tan bonitas como son…

—Bonitos son todos —replicaba Herminia sin miramientos—. Y se mueren más de la mitad. Mejor que te hagas callo, niña. Y cuanto antes.

El doctor Zúñiga ya peinaba canas, usaba lentes de concha y lo había visto todo. Sufría de una artritis pertinaz que le deformaba los dedos, y de un sueldo miserable que le enfriaba el corazón. Hacía años que no llevaba la cuenta de las cruces que iban brotando por la finca.

Natalia dejó de comer a primeros de marzo, y ni las súplicas, ni los cuentos, ni las carantoñas de Lola la convencieron para seguir peleando.

—Mira, Nati —le susurraba la melliza, encaramada al destartalado tocador—. Ya florecen los cerezos.

—Quién pudiera bajar y pisar la hierba —murmuraba Malena, sentada sobre la cama. Acababa de cumplir los quince y le parecía una afrenta lo de morirse sin haber tenido novio.

—Tú lo que quieres es pasearte delante del jardinero —se burlaba Lola, irreverente.

Era la más alegre, la más deslenguada. La que nunca tenía miedo. Aunque, en los últimos meses, el secreto terror a que Natalia la dejara le llenaba las noches de pesadillas.

—¿Qué me importa a mí el jardinero? —protestaba Malena, sucumbiendo a un ataque de tos que la dejó desmadejada sobre los almohadones—. Es pobre, y flaco, y tiene las uñas negras.

«Y los ojos como la miel de casa del tío Dimas», pensó, con un aleteo en el pecho, pero se guardó mucho de decirlo en voz alta.

—Pues vámonos esta noche —propuso Lola, en un arrebato—. Al jardín, cuando se duerman todos.

—¿Qué dices, boba? —exclamó la mayor—. Si casi no nos tenemos en pie…

—Yo os ayudo. Por la puerta de atrás, que es menos trecho. Primero a ti y luego a Nati.

—Eres tonta sin remedio —bostezó Malena, haciéndose un ovillo—. Nos vamos a partir el cuello bajando esa escalera.

—Al menos terminaríamos rápido —musitó Natalia, con aquel silbido de escarcha que le apagaba la voz.

A Lola no le hizo falta más. Nunca había podido resistirse a una travesura.

—En cuanto se duerman todos, salimos —insistió, con el brillo de la osadía en la mirada.

—¿Y para qué, loquita? —inquirió Malena, medio vencida por el sueño.

—Para bailar entre los cerezos —jadeó Natalia, con una sonrisa febril—. Y luego saldremos volando por encima de la tapia.

—Y cruzaremos el mar y no pararemos hasta llegar a Cuba —coreó Lola.

—Eso —convino Malena—. Y viviremos en una mansión como la de la prima Fernanda, y haremos bailes todos los jueves…

Lola saltó de la cómoda y se arrebujó entre las sábanas al oír los inconfundibles pasos de Herminia por el corredor. La puerta se abrió con un chirrido y la oronda mujer entró en el dormitorio, atravesando el haz de luz que languidecía ya sobre el suelo pulido.

—¿Siguen de cháchara las condesitas? —espetó, con su rudeza tierna—. La medicina y a dormir.

—La medicina para qué… —replicó Natalia, sin aliento.

—Un poco de fe, desagradecida —regañó Herminia, meneando la cabeza.

Diluyó los polvos en tres vasos y removió con energía, guardándose la cuchara de alpaca en el bolsillo.

—Hale, que ya se va el sol —dijo, distribuyendo los brebajes.

Solo Lola le notó el temblor de la barbilla.

—¿Qué le pasa, Herminia?

—¿A mí? —dijo la mujer, dando un respingo—. Que soy vieja y me duelen los juanetes.

Se volvió en el último momento, acomodando colchas y colgando las finas batas de niñas bien en el armario. Maldijo para sí la blandura tontorrona y contagiosa de Azucena. Ella nunca flaqueaba. Como bien decía el doctor Zúñiga, la compasión mal entendida era un veneno.

—¿Ya estamos? —apremió, recogiendo los vasos—. A dormir, pues, condesitas. Y no olvidéis vuestras oraciones, que el diablo anda siempre atento.

Bajó renqueando por la escalera de servicio, mascullando contra las corrientes, la humedad y sus huesos gastados. Pasó por la cocina para hacerse una manzanilla. El dichoso repollo de Angustias aún le retorcía las tripas desde el mediodía. Guillermo, el jardinero, daba cabezadas sobre la mesa. Le espabiló con un par de palmadas.

—Vete a acostar, pan sin sal —le increpó—. Te espera tajo mañana.

El chico se persignó a toda prisa. De sobra conocía la habilidad de Herminia para adivinar cuándo habría una muerte.

—¿A quién le toca esta vez?

—A las Medina —respondió la enfermera sin inmutarse.

—Rediós, ¿las tres?

—No blasfemes, animal. Sí, las tres. Se lo he visto en los ojos, y ya sabes que nunca fallo. Así que tira.

Ya se había puesto el camisón cuando unas risas ahogadas le llegaron desde el exterior. Intrigada, se acercó a la ventana y atisbó entre las cortinas. La impresión la dejó helada.

—¡Jesús bendito! —chilló, echando a correr y llamando a voces a Azucena.

No estaban en sus camas. Tampoco en el jardín. Las buscaron por todo el Hospital, inspeccionando hasta el último de los rincones, movilizando al personal en pleno e incluso a los peones de las granjas vecinas. Nunca hubo cruces para las condesitas, y la historia de su desaparición se convirtió en un mito que perduró varias décadas.

El doctor Zúñiga murió aquel invierno, de un ataque repentino. Herminia dejó el Hospital poco después, con la cabeza un tanto trastocada y yendo a parar al asilo de Santa Águeda. Se convirtió en un tormento para las monjas, despotricando siempre por lo bajo y acusándolas de querer matarla con los polvos blancos. Veinte años después de que cerrara el Hospital, aún seguía contándole a todo el mundo cómo bailaban las niñas Medina entre los cerezos.

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