En la tarde del pasado viernes, bajo un cielo cárdeno que teñía de añil las lomas de la campiña, un coche avanzaba por el camino que separaba la capital cordobesa de uno de sus pueblos más cervantinos: Castro del Río. Los olivos, achozados de aceitunas prietas, parecían garantizar, en un paisaje en sombras, un año nuevo dorado de aceite, ese líquido sagrado que por ser tan nuestro desdeñamos como en otro tiempo hicimos con el Quijote de Cervantes. “Pero así son las cosas”, contaba resignado el chófer castreño a sus acompañantes, los escritores Arturo Pérez-Reverte y Juan Eslava Galán. Hace cuatro siglos más o menos, Castro del Río había sido juez y parte del castigo del pobre Miguel de Cervantes, hecho preso aquí, tal vez ya con la historia del Quijote fraguándose en su cabeza. Este año, la justicia poética, a la que los españoles somos muy poco dados, ha permitido que, felizmente, se reconozca esta localidad cordobesa como “una de las ciudades cervantinas”. Por ese motivo, la Fundación Cajasol y el Ayuntamiento de la localidad, con la colaboración de la Universidad de Córdoba, han organizado las primeras Jornadas Cervantinas de Castro del Río, que se han celebrado durante dos días de encuentros de expertos y amantes de la obra de Miguel de Cervantes. En la presentación oficial del acto, el presidente de Cajasol, Antonio Pulido, reconocía el orgullo de ver cómo el pueblo se había volcado con la memoria cervantina, asegurando que estas jornadas nacían “con vocación de continuidad”. Como no podía ser de otra manera, el hacedor, presentador y gran maestre de esta ceremonia fue Jesús Vigorra, voz imprescindible y una de las referencias del periodismo cultural más riguroso.
Arturo Pérez-Reverte inauguraba la tarde del viernes. Desde un territorio exhaustivo de lector minucioso, el escritor desgranaba las hermosas contradicciones de un personaje cobarde nacido de un autor heroico, pero lo más singular de esa tarde fue que, al mismo tiempo y de manera involuntaria, Pérez-Reverte iba exponiendo una triple faceta de vida, aventuras y escritura que a medida que avanzaba en su conferencia lo acercaba de una manera múltiple y sorprendente al propio Cervantes. Así, el reportero de guerra que Arturo fue durante veintiún años lee a don Miguel buscando la correspondencia con el soldado; el marino mediterráneo comprende y nos hace comprender la mirada que asoma con frecuencia en los textos del vencedor de Lepanto; y el novelista que es y sigue siendo, padre de Alatriste y manejador avezado de la parla de germanías, es capaz de degustar el lenguaje riquísimo, complejo, mestizo y vivo que Cervantes destila en su Quijote, proveniente de los años de Roma y Nápoles; de galeras, cárceles, tabernas, tugurios, juegos de naipes y patios de Monipodio. Un hombre de armas y de letras; un superviviente que, como afirmaba Reverte, “ya no escribía en el tiempo de los héroes clásicos, pues éstos habían muerto”. “Cervantes no pertenece al mundo de Héctor, el honrado defensor de la patria y la familia, sino al de Ulises, el de los mil trucos, el buscavidas de los caminos del mar”. Un Cervantes que también trataría de sobrevivir entre los puertos de las dos orillas del Mediterráneo, esos que tan bien conoce, porque los ha navegado, el capitán Reverte. Tal vez por todo esto los dos gustaron en su vida y su literatura de los héroes anónimos, las mujeres valientes y los veteranos de mar y de guerra. Y esa noche cervantina en Castro del Río, los espectadores pudimos ver cómo ambos escritores, distanciados por cinco siglos pero apenas distantes, de vez en cuando se cruzan por los caminos del Quijote reconociéndose en la suma de lo que han leído, lo mucho que han vivido, y un puñado de aquello que un día soñaron.
Juan Eslava Galán subía al estrado y, con el tono del narrador ameno que siempre es, defendía ante el público la memoria de “las Cervantas”, esas mujeres de la vida de Miguel: hermana, madre, esposa, hija bastarda, sobrinilla, criada. Un grupo de mujeres singulares que sabían (en un siglo donde muy pocas mujeres podían saber) leer, escribir, bordar, pleitear, viajar, dirigir conventos. Ellas también lograron cosas complejas e inequívocamente inspiradoras para las futuras mujeres literarias del escritor: supieron amar, buscar la libertad y la honra y acaso defenderse, en vida y después de muertas, de la supuesta deshonra. Fueron ellas las que soportaron la cárcel en Valladolid y las que buscaron el oro exigido por la Orden de los Mercedarios para poder comprar la libertad de su Miguel en Orán. Mujeres de armas tomar en una época en la que sólo tomaban las armas los hombres, estas mujeres —reivindica Eslava Galán— “más que “cervantas”, que siempre tuvo un carácter despectivo, deberían conocerse como “cervantinas” de pleno derecho, es decir, representantes de un territorio difícil e incomprendido, tan preñado de trabajos como escaso de dineros, fama y amores”.
Al final de la conferencia tomaron asiento juntos, en el escenario, los dos escritores. A la pregunta de una persona del público sobre “qué pensaría Cervantes de España si hoy levantara la cabeza”, Juan Eslava respondía: “Se sorprendería mucho de ver la cantidad de calles, plazas, monumentos y jornadas culturales que llevan hoy su nombre, en vez de llevar el de Lope de Vega, que era la estrella literaria, social y cultural cuando Cervantes murió”. Arturo Pérez-Reverte a esta misma pregunta respondía: “Cervantes miraría alrededor viendo la corrupción, el cainismo y la mala fe reinantes y no se sorprendería; al contrario, con una socarronería tranquila diría: «Efectivamente, estoy en mi casa». En España”.
El sábado cervantino de Castro del Río se inauguraba con la presencia del escritor Andrés Trapiello. Sentado en un escritorio de aires quijotescos y pidiendo que bajaran la luz que iluminaba el centro del escenario “porque soy fotofóbico y siento como si me fueran a someter al primer grado”, el humanista desentrañó las dificultades de entender aquellas lecturas que, por ser clásicas en el sentido menos útil o hermoso de la palabra, damos por sabidas, y lo que es peor, por leídas. Tendía el escritor, investido en esta charla de traductor apasionado del Quijote, puentes de comunicación necesarios entre la obra cervantina, su lenguaje arcaico y los lectores de hoy. “Cervantes tiene muy poco de literato, y eso es lo que lo mantiene cercano a nosotros”, afirmaba. “He traducido a Cervantes a nuestra lengua como habría traducido a Proust”. Estas declaraciones, que no dejaban en aquel contexto ensoñado de tener algo de quijotescas, venían refrendadas por la pasión confesa de Trapiello por esta grandísima obra: “Es una novela de novelas”, concluía. Poco más se puede añadir a esa verdad.
De las mujeres de Cervantes del viernes pasábamos con Espido Freire a las “Mujeres en Cervantes” del sábado. Escritora de ficción y filóloga inglesa de formación, cuyo sesgo aparecerá en esta charla subtitulada “Mucho más que musas”, Espido, con la elegancia nórdica que la caracteriza, nos llevaba, en un sutil viaje de ida y vuelta, de Shakespeare a Cervantes, de la castellana pastora Marcela a Isabela, la española inglesa, profundizando en un mundo femenino tan misterioso entonces como ahora. “Muchos buscan el humor en la obra cervantina, y claro que lo encuentran, porque es entretenida, llena de un ingenio que va desde lo escatológico a lo irónico, pasando por la broma abierta y la agudeza inteligente y resignada. Pero yo, como buena melancólica, he de confesar que me he quedado en numerosas ocasiones con el corazón prendido en mis lecturas cervantinas en aquellos momentos de mirada compasiva ante el infortunio”, confesaba Espido. Hablaba la escritora con emoción de los momentos en los que los lectores quijotescos asistimos a la certeza de que nadie comprende lo que pasa por la cabeza de Don Quijote excepto una sola persona: Dulcinea del Toboso. “Ella ha de entenderle porque ha nacido para completar todo aquello que él no encuentra en el mundo: la belleza, la pureza, la entrega. Esa mujer es su premio merecido; el de los días de trabajos, de esfuerzos y de lucha por los caminos polvorientos de un país cansado”. Nos recordaba la escritora que las heroínas cervantinas nunca son lo que parecen: son barrocas, juegos de espejos, mujeres llenas de defectos y virtudes, pero completamente vivas. “Y no nos equivoquemos”, concluye la filóloga, dando en el clavo, “no se trata de un feminismo moderno, sino de algo mucho más profundo: la defensa de la dignidad, la reivindicación de la libertad”. Y de eso el soldado, el cautivo, el fracasado escritor Cervantes, sabía más que nadie. Pastoras, damas de la corte, prostitutas, todas las mujeres cubiertas por la mirada cervantina aparecen en esta novela tratadas con el respeto de quien ha sido criado entre mujeres fuertes, mujeres de la infancia y la juventud de Cervantes que cargaron con las responsabilidades de un hogar itinerante, falto de recursos; que resuelven incluso la liberación del cautiverio del soldado Miguel”.
La historiadora de la lengua y catedrática de la Universidad de Sevilla Lola Pons proponía, tras el barroco título de “Lo que Cervantes dice que se dice”, un caminar erudito y ameno por los enigmas que sigue escondiendo nuestra lengua. En su ponencia nos invitaba a recorrer algunas de las palabras que aún debemos a Cervantes, como “soez”, “talante” o “corbacho”. La filóloga recordaba la influencia decisiva que Cervantes ha tenido en la construcción del canon literario, transmutándose, con el paso del tiempo, este novelista fracasado del Siglo de Oro que “escribía como hablaba”, en todo un símbolo del español, así como en una fuente inagotable de ejemplos lingüísticos, no solo en el diccionario español (recordemos el Diccionario de Autoridades de la RAE), sino también en lenguas extranjeras. Pons nos invitaba aquella noche cervantina a recordar que una de las razones por la que los lectores contemporáneos del Quijote se daban cuenta de “la locura” del caballero era precisamente porque “hablaba raro”, o sea, de manera anacrónica. La historiadora de la lengua, trasmutada ella misma al final de la charla en lectora quijotesca, invitaba al público a volver a leer el Quijote, pues “además de un rico repertorio lingüístico, hay dentro de esta obra un enorme catálogo de sentimientos humanos, de logros y de derrotas”.
Además de las ponencias, las jornadas contaron con la presencia de la lectura particular y cervantina del exvicepresidente del Gobierno Alfonso Guerra, sentado, como Trapiello, en una quijotesca mesa; lectura que precedió al broche de oro de estas jornadas: las voces profesionales, emocionantes, poderosas de los actores Juan Echanove y Lucía Quintana.
Para los que quieran seguir prolongando este vivo recuerdo cervantino, tienen la oportunidad de poder visitar en la biblioteca de Castro del Río, durante todo un mes, la magnífica exposición “Cervantes: Un viaje de Castro al Parnaso”, un recorrido por la historia libresca del Quijote hasta nuestros días, comisariada por el escritor y profesor de Estética de la Universidad de Sevilla Antonio Molina Flores.
Cervantes vive en Castro del Río. Y el año que viene, más y mejor.
Soy reportero de la nueva vieja guardia y no obstante, no sé si lo que leí, tan aradable e ilustrante, es crónica, reortaje o a qué genero del periodismo pertenece; pero sí se, como ya dije, que es muy ameno e ilustrante.