Luis Bravo se alzó con el II Premio de Poesía Pablo García Baena con un poemario, Hojas de acanto y rosas, que es una invitación a sumergirse en la naturaleza y en la condición humana desde una perspectiva que desafía la estética posmoderna. El autor demuestra una vez más que es uno de los exponentes más destacados del nuevo romanticismo.
En este making of Luis Bravo abre las tripas de su poemario Hojas de acanto y rosas (Cántico).
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Uno desconoce por qué escribe poemas. A veces, por razón de meditar sobre otros escritores y sus motivaciones literarias, es posible sacar las causas o asumir las ajenas como propias. Pero en el fondo todos los que escribimos estamos seguros de la falta de certitudes que nos llevan a ese cabo. Y estamos contentos por ello. Creo que somos una cierta mayoría los que preferimos esa ausencia, esa inseguridad que resulta benigna a la hora de sentarnos a la tarea. Por otro lado, están quienes entienden estos propósitos como un designio porque se consideran a sí mismos artistas mucho antes de tener una pequeña suma de libros que puedan justificar tan alta cualificación otorgada, y su evidente falta de talento quiere verse compensada —siempre por ellos antes que nadie— mediante un tenaz empeño en seguir escribiendo y escribiendo, con decreciente interés, por supuesto. También está el grupo que vive la creación literaria como algo que debe expulsarse de uno, porque hiere la carne o porque debe herirla, aparte de otros malditismos performáticos tan habituales de quienes se consideran dentro de la modernidad que gana premios o huye de ellos, según mande la ciclotimia. Pero en el mayor de los casos, no se tiene una respuesta cuando la pregunta surge. Lo prefiero así. Permite más rienda suelta.
La pregunta adecuada podría ser: ¿para qué seguir escribiendo? Cualquiera puede ser consciente de lo peligrosa que resulta esta opción. Hace que te detengas y pienses el porqué de todo esto, del continuar suponiendo que lo que haces es esperado por alguien, que va a poder interesar a alguien, si acaso deslumbrar o vender algunos ejemplares de más. Esas disquisiciones no importan, porque el oficio artístico nunca está entre los que se consideran importantes. Se hace, se entrega la vida por y para ello, pero independientemente —o muy pendiente— del resultado, que según corra la suerte acabará por ser meritorio u olvidado sin pena ni gloria. ¿Entonces?, puede insistirse, ¿por qué unos y otros y los que vengan seguimos en la brega? Porque ya hemos empezado, por gusto, porque no nos apetece rendirnos. Porque sí. ¿Qué haríamos? ¿Cuál sería la alternativa? Ante ese silencio, claro, es preferible seguir en lo que uno sabe, como mejor se pueda. Ya habrá tiempo para buscar razones o inventarlas.
Se conoce que cuando uno empieza a publicar descubre que ahí estaba la dificultad, que el esfuerzo no residía en terminar un manuscrito sino empezar a moverlo. Llegan la ristra de noes y rechazos que irán secando o nutriendo esas páginas que nos han llevado meses, años, despachadas en un educado correo de tres líneas o desguazadas con supuestas opiniones de mejora que no hemos pedido saber o no sabremos encajar. Esas negativas serán decisivas para probar si nuestro trabajo tendrá alguna valía o por el contrario ha de acabar desestimado. Con el primer intento, suele ser más descorazonador cuando hemos de aceptar el tirarlo a la papelera. Con los siguientes, también, pero ya existe cierto callo y sabemos dónde hemos de dirigirnos. No hay una táctica. La casa editorial que creemos más segura puede defraudarnos y allí donde no pensaríamos que tenemos cabida resulta ser donde nos esperan. El acopio de paciencia que se requiere es ingente. Los más afortunados, aciertan al primer o tercer intento. Los que no, barajan hasta que sale la carta adecuada. Mientras tanto, nos apoyamos en las anécdotas variopintas que rodean a libros muy famosos que vivieron un perpetuo rehusar por parte de las editoriales o que no vieron la luz hasta después de muertos sus autores. Vienen a ser como una nana que arrulla nuestro temor al fracaso, esa música de espera hasta la resolución positiva. Inquietan y estimulan, conduciendo a la cuestión de qué lado caerá uno.
Este libro, Hojas de acanto y rosas, es el tercero de poemas que publico, y pensé que la ocasión merecía ser acompañada de todas estas dudas mencionadas sobre las que uno vuelve y discute habitualmente con los amigos y conocidos poetas. Como no podía ser de otro modo, ha tenido su sorteo de baches, desde el envío a un par de premios hasta la baja de otra editorial que inicialmente iba a publicarlo. Son gajes que uno debe asumir. Si finalmente es editado, divierten por el cotilleo, sobre todo porque su edición vino ayudada por la concesión de un premio. La llamada informándome del mismo llegó durante una mañana de resaca, lo cual no impidió que al día siguiente saliera con los amigos a celebrar de nuevo, ahora con mejor excusa.
Como los poemas que me gusta hacer suelen caracterizarse, según me han repetido quienes los han leído o comentado, por su mucho motivo de la naturaleza y un talante otoñado y triste, quería en esta nueva tanda hacer una división. Por un lado, una serie de poemas que fueran todo lo lúgubre posibles y ambientados en paisajes reales o recreados. Por otro, una serie que celebrara y compensase esa tristeza mirando, como dijo Keats, con renovados ojos los mismos temas y escenarios de siempre. Los jardines de Ciudad Rodrigo, Oporto o Madrid, las calles de un barrio periférico de San Sebastián, algunos paisajes sorianos. Los lienzos de Klimt, Monet o Wyczółkowski.
¿Tiene sentido una poesía tan ensimismada cuando la que llama la atención está encauzada en las tendencias? Tiene el sentido que uno quiera darle. El mundo del que escribo podrá no existir más allá del recuadro del cuaderno y la pantalla del ordenador y del folio impreso y de la hoja, pero sí puedo decir que puede resultar genuino por no atender más inspiraciones que los hechos, las personas y los lugares tangibles que los dotaron de ese primer latido. Cualquiera podrá decir lo mismo de lo suyo. No son más especiales los míos, pero la relevancia estará en quien sepa leerla, con toda su languidez y hondura pretendidas y neorromanticismo implícitos.
Tú eres muy becqueriano, me dijo mi amiga Candela en noviembre de 2023. Fue en el parque del Retiro, entrada la noche y caminando por los paseos que estaban cerrados al público por mantenimiento. Nos adentramos en ellos por el aspecto sugerente. Paseamos a su perro entre las subidas franqueadas de nogales y setos que componían una monótona negrura silvestre. La luna dejaba que las ramas más altas se recortasen en el cielo despejado, oscuras e inmóviles hasta que alguna ráfaga las crujía, pero era imposible ver nada más en torno. El que uno fuera diciendo el nombre de ciertos árboles hizo que mi amiga, sea por atajar con humor ese derroche innecesario de conocimiento o por constatar una evidencia, me calificase de ese modo. Reímos, era cierto. Estábamos, según ella, en lo que más me gustaba, en la sugestión absoluta por los ambientes naturales. Oímos que algo se movía, vimos en el trecho recóndito del camino una figura acercarse; las bromas restaron el canguelo y apretamos el paso para salir de ahí mientras su perro tiraba ansioso de la correa por una nueva curiosidad. Ya en el paseo de Cuba, la tranquilidad de otros solitarios, deportistas rezagados y hojas secas arremolinándose. No le dije a Candela cómo se llamaba ese sonido que no parábamos de hacer según pisábamos los montones alfombrando los senderos, pero qué importancia tenía el nombrar la charabasca si la vivencia ya tenía fuerza de por sí.
Uno escribe poemas porque no hay manera de traducir el viento en los árboles.
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Autor: Luis Bravo. Título: Hojas de acanto y rosas. Editorial: Cántico. Venta: Todos tus libros.
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