Otro veintidós de septiembre, el de 1792, le es dada la gloria al francés Charles-Gilbert Romme. Montañero simpatizante de los jacobinos —La Montaña se llama al grupo que ocupa los bancos más altos en la Asamblea Legislativa, que en 1791 ya cuenta con Romme—, también es miembro de la Convención Nacional de Francia por el departamento de Puy-de-Dôme. Más aún, en enero de 1793 es uno de los que votan a favor de la muerte de Luis XVI.
Lo más curioso es que a Romme, como el creador del nuevo almanaque que es, con la inestimable ayuda de los astrónomos Joseph Jerôme de Lalande, Jean-Baptiste Joseph Delambre y Pierre-Simon Laplace, su momento estelar le es dado con carácter retroactivo. En efecto, la Convención Nacional lo decreta el cinco de octubre de 1793, según el calendario gregoriano. La nueva era empieza el veintidós de septiembre del año anterior, porque ése es el día en que se proclama la República en el Jeu de Paume. El anacronismo de la situación hace que a los doce meses que se van entre el comienzo de la nueva era y la entrada en vigor del nuevo calendario sea llamado Año Uno de la Revolución.
Desde sus primeros días, la humanidad ha precisado calendarios para destacar y mantener la regularidad de los acontecimientos históricos. También desde sus albores, estos almanaques han marcado la vida social. En un principio, el paso del tiempo se mide por el amanecer y el ocaso, las fases de la Luna, la sucesión de las estaciones o cualquier otro ciclo de la naturaleza. De una u otra manera, todos los calendarios están basados en los periodos de tiempo empleados por la Tierra en la rotación sobre su eje, el movimiento de la Luna alrededor de la Tierra y la traslación de ésta alrededor del Sol. Pero, a medida que la humanidad va avanzando en los distintos lugares del planeta, se impone un sistema en el que también pueden encuadrarse los acontecimientos pasados y futuros. La astronomía, las matemáticas e incluso la creación artística marcan el camino a seguir.
Es un largo recorrido —y varios los almanaques— hasta que el papa Gregorio XIII, poniendo en marcha uno de los acuerdos del Concilio de Trento (1545-1563) y preocupado por el adelantamiento de la celebración de la pascua de resurrección, nombra una comisión de sabios para la enmienda del calendario juliano, impuesto por Julio César en el 46 a. C. De sus trabajos surge el calendario gregoriano, que a partir de 1582 se va imponiendo en Europa y hoy rige el paso de los días en casi todo el mundo.
Pero el republicanismo, por racionalista, suele ser ateo. El español, además de ateo, es anticlerical. Tanto que en la retaguardia de la II República, durante la Guerra Civil, se perpetra la mayor matanza de curas de toda la historia de la cristiandad. Ni la Primera República Francesa es tan furibunda con el clero. Eso sí, el principal motivo de su calendario es suprimir de sus días el santoral y demás referencias religiosas; el segundo, su adaptación al sistema decimal.
Jacques Nicolas Billaud-Varenne, diputado por París en la Convención y uno de los oradores más brillantes de entre los jacobinos, es quien sugiere la idea de fechar los acontecimientos y actos públicos a partir del primer año de la República. La denominación del Año Uno no viene hasta ese cinco de octubre de 1793 que retrotrae el calendario al veintidós de septiembre del año anterior.
Aunque nacido en Riom (Auvernia) en 1750, Charles-Gilbert Romme llega al París que, a partir de 1790, tras la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano el año anterior, acoge con los brazos abiertos a los llamados “peregrinos de la libertad”. Son los simpatizantes con los acontecimientos que se están viviendo en Francia, ilustrados entusiastas que saben lo que está pasando al otro lado de los Pirineos merced a las gacetas y a las logias masónicas, que dan noticia de las jornadas que están cambiando el curso de la historia. De Alemania, de Inglaterra… Hasta desde España, donde las primeras enseñanzas de la Revolución son condenadas por la Inquisición, llegan “peregrinos de la libertad”.
Romme arriba a París como preceptor del príncipe ruso Pável Stroganov. Contratado por la familia Stroganov apenas terminó sus estudios (1799), el futuro revolucionario ha pasado en San Petersburgo más de diez años. El París que le recibe a su regreso ya no es aquel que conoció siendo estudiante. Entusiasmado con los acontecimientos, se despide del príncipe y, en enero de 1990 organiza —junto con Anne-Josèphe Théroigne, una destacada revolucionaria— el Club de Amigos de la Ley. Convertido el propio Romme en un revolucionario, ya miembro de la Montaña, una vez en la Asamblea pasa a formar parte del Comité de Instrucción Pública. Es entonces cuando comienza a elaborar —junto a los colaboradores ya citados— el nuevo calendario.
En dicho cómputo, el año empieza con el equinoccio de otoño. Los meses siguen siendo doce. Vendimiario (veintidós de septiembre), brumario (veintidós de octubre) y frimario (veintidós de noviembre), son los correspondientes al otoño; nivoso (veintiuno de diciembre), pluvioso (veinte de enero) y ventoso (veinte de febrero) conforman el invierno. Siempre alusivos a los fenómenos meteorológicos y a las labores del campo, la primavera está integrada por germinal (veinte o veintiuno de marzo), floreal (veinte o veintiuno de abril) y pradial (veinte o veintiuno de mayo). Por último, el verano republicano discurre entre mesidor (diecinueve o veinte de junio), termidor (diecinueve o veinte de julio) y fructidor (dieciocho o diecinueve de agosto). No hay semanas, sí tres décadas en las que se reparten de diez en diez los treinta días del mes correspondientes. Cada jornada recibe el nombre de un mineral, animal, planta o herramienta. Además del día de la Revolución, se festejan la opinión, la virtud, el trabajo o el talento.
La revolución, recuerda Mao Tse-Tung y un somero repaso a la historia así nos lo demuestra, no es un ejercicio estético. Siempre es un acto violento —si no hay violencia es otra cosa— y siempre, empezando por la francesa, requiere del terror para imponerse mediante el miedo frente a sus enemigos. Es más, el fin último de todo revolucionario es el ser policía de la revolución que puso en marcha. Y cuando la revolución —todas son iguales— requiere la sangre de tus antiguos camaradas, el revolucionario les entrega al verdugo sin miramientos. Todas las revoluciones que conoció el siglo XX, a ambos lados del espectro político, están llenas de víctimas de sus antiguos correligionarios. A Charles-Gilbert Romme también le llegó su hora. Aunque simpatizante jacobino, se enemistó con Robespierre cuando se convirtió en uno de los promotores del Culto a la razón durante los años Dos y Tres de la República (1793 y 1794 del calendario gregoriano), los días del Terror puesto en marcha por el Comité de Salvación Pública de Robespierre.
Con las mismas que se opone a Robespierre cuando hay que hacerlo, hace otro tanto contra los girondinos del nuevo gobierno, apoyando otra vez a los jacobinos contra la Convención el doce de germinal del año Tres (primero de abril de 1795). Detenido por ello, es condenado a muerte. No espera a la guillotina. Decide quitarse la vida el mismo. Así, el primero de pradial del año Tres (veinte de mayo de 1795), se da muerte acuchillándose. “Muero por la revolución”, grita con su último aliento.
La gloria le sobrevive hasta que Napoleón, después de autoproclamarse emperador en 1804 y de sacralizar a una nueva nobleza en 1805, en la medianoche del diez de nivoso del año Décimo Cuarto (primero de enero de 1806), puesto a acabar con el “delirio republicano” decidió suprimir su calendario y volver al gregoriano y a su santoral para congratularse con la Iglesia.
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