Publicado en 1964, Charlie y la fábrica de chocolate es el tercer libro para niños escrito por uno de los grandes maestros del género, el británico Roald Dahl. En él se cuenta la historia de Charlie Bucket, un crío que vive rozando la indigencia junto a sus padres y cuatro abuelos, y cuyo único lujo es, muy de vez en cuando, poder comerse a trocitos muy pequeños una de las barras de chocolate que salen de la fábrica que Willy Wonka, el excéntrico genio del ramo, tiene justo en su misma ciudad. Un día se anuncia que Wonka va a permitir a cinco niños visitar su famosa factoría, y la búsqueda de las cinco entradas doradas ocultas en los envoltorios de sus dulces desata una fiebre mundial. Cuando aparezcan los cinco ganadores y entren en la fábrica, cada uno se revelará como lo que es.
La obra ha sido adaptada dos veces a la pantalla grande, una en 1971, con Gene Wilder como Wonka y otra en 2005 con Johnny Depp en el mismo papel y Tim Burton como director. Es una de las historias más reconocibles de su autor, y una de las que mejor muestra su típica mezcla de comedia, sátira, ternura cálida pero sin sentimentalismos y toques macabros rozando a veces lo cruel. En ella queda claro lo que piensa de muchas cosas, y a la vez que tiene elementos heredados claramente de su propia niñez, también se nota a menudo que está escrita con el ánimo ya un tanto refunfuñón de un hombre que va camino de los cincuenta.
[Aviso de destripes en todo el texto]
Como suele ocurrir con la gente nacida en torno a los mismos años que él (1916), hay partes de la vida de Roald Dahl que podrían dar para su propia película (que alguna hay) o serie de televisión. Nacido en Gales de inmigrantes noruegos (lo de «Roald» es, por supuesto, en homenaje al explorador Amundsen), en las escuelas galesas se reían de él por su acento escandinavo y en las inglesas por su acento galés. A los 23 años de edad, a pesar de su 1’98 de estatura, fue piloto de combate durante la Segunda Guerra Mundial, con al menos cinco aviones enemigos derribados, lo cual le otorgó oficialmente la categoría de «as de la aviación», y pasó por Kenia, Tanzania, Iraq, Egipto, Grecia e Israel en el desempeño de sus cometidos bélicos. De los dieciséis aviadores de su promoción, trece murieron antes de acabar la guerra.
Su paso a la literatura fue gradual, tomando como base inicial sus propias experiencias vitales. Lo primero que publicó, en 1942, aún en plena contienda, animado por un encuentro con el novelista CS Forester, el creador de Horatio Hornblower, fue A Piece of Cake, una historia basada en sus aventuras de guerra, que apareció en el Saturday Evening Post con el más belicoso título de Shot Down Over Libya. Al año siguiente apareció su primer libro para niños, The Gremlins, usando como inspiración a esas pequeñas criaturas de leyenda que estropean los motores de la maquinaria de guerra y a las que se culpa de todo cuando no funcionan (no es, pues, algo que se inventaran Chris Columbus y Joe Dante en los 80). Tras iniciar un segundo estilo de novelas más adultas, más oscuras y con sorpresa final, no volvió a lo infantil hasta los 60, con James y el melocotón gigante, y luego el libro que nos ocupa hoy. En él se pueden apreciar varias de las características más habituales del autor: un abnegado protagonista infantil con difíciles circunstancias familiares (Charlie); otro personaje peculiar y diferente a quien muchos aborrecen y solo los elegidos comprenden (Willy Wonka, el genio chocolatero); y varios otros destinados a servir de estorbo, fuente de conflictos o escarmiento en cabeza ajena (los otros cuatro ganadores del premio y sus padres).
La historia es muy poco sutil con respecto a lo que se ensalza y lo que se critica: mientras que Charlie es el nieto ideal (formal, atento, sensible y nada quejica, incluso en medio de las estrecheces de su vida), los otros cuatro ganadores son auténticas caricaturas de ciertos vicios infantiles, animados o consentidos por sus padres: el primer ganador de la entrada es Augustus Gloop, un chaval obeso y obseso de los dulces, del que se dice que compraba tantos que lo raro habría sido que no encontrara uno de los premios. La segunda es Veruca Salt, mimada, consentida y caprichosa hasta el punto de que su padre, dueño de una fábrica de frutos secos, pone a todos sus trabajadores a abrir tabletas de chocolate en lugar de cacahuetes. La tercera es Violet Beauregarde, cuyo crimen es mascar chicle sin parar (el mismo chicle todo el rato, habiendo batido incluso un récord), y el cuarto es Mike Teavee, un crío obsesionado con la televisión (véase el aún menos sutil apellido). El paso del grupo por la extraña fábrica, con sus cascadas de chocolate, sus barcos de remo, sus trabajadores enanos Oompa-Loompas y sus increíbles nuevos dulces en pleno proceso de invención, puede verse como una mera excusa para que cada uno de estos cuatro vaya desapareciendo de la excursión debido a sus vicios: Augustus intenta beber de un río de chocolate, se cae a él y es absorbido por una tubería. Violet se pone a mascar sin permiso un prototipo aún sin refinar de un chicle que contiene el equivalente, en nutrición y sabor, a una comida de tres platos, y acaba convertida en un arándano gigante (o sea, de color violeta, como su nombre). Veruca se encapricha de las ardillas que Wonka usa para abrir nueces en la fábrica y al ir a atrapar a una de ellas cae por el conducto de la basura. Por último, Mike tampoco hace caso de las advertencias de Wonka cuando este les enseña un método de reparto revolucionario en fase de pruebas, consistente en enviar los productos vía satélite, como las imágenes de televisión. El obseso de Mike no puede evitar la tentación de intentar ser el primer ser humano retransmitido por la pequeña pantalla y acaba convertido en una miniatura del tamaño de una tele de los 60, y después estirado en una máquina para acabar extremadamente delgado y midiendo tres metros de alto. ¿Y Charlie? Pues Charlie gana el premio final y definitivo, consistente en heredar la fábrica entera, ya que Wonka se va a jubilar, con el espacio suficiente para poderse llevar allí a sus padres y abuelos. «Hay miles de hombres inteligentes que podrían hacerlo», le dice, «pero no quiero adultos. Un adulto no me escuchará ni aprenderá. Intentará hacer las cosas a su manera, no a la mía. Así que tengo que tener a un niño».
En definitiva, más que una historia o una novela, es más bien una fábula con todas las letras, de las de lección ética a cada paso y moraleja final, con recompensa para el vencedor y estrambote añadido en forma de verso/canción compuesto por los Oompah-Loompas para escarnio adicional de cada jodío crío que se va quedando por el camino. Se dice a menudo que los niños son bastante crueles de natural, que dados rienda suelta son más Señor de las moscas que Heidi, pero aquí más de un adulto se habrá sorprendido a sí mismo deseando su merecido a más de uno de los tiernos infantes que van desapareciendo. Ahí es donde, como se decía antes, se nota que la historia está escrita por un cuarentón que nunca creció con teles ni chicles ni caprichos ni comida de sobra, y que ya va siendo un poco cascarrabias con esta nueva generación que no sabe lo que es una buena guerra.
Aparte de todo esto, el libro es también una destilación de varias de las partes más duras y más dulces de la niñez del autor. Dulces literalmente, porque la famosa marca Cadbury, aún existente hoy, usaba a los alumnos del colegio al que iba Dahl para probar sus nuevos productos gratis (si hay un ejemplo más claro de uso de un detalle biográfico real como idea global para una posterior novela entera, me gustaría verlo). Y duras porque una hermana y el padre de Dahl murieron cuando el futuro escritor tenía tres años, pero la madre decidió quedarse en Gales porque el padre pensaba que los colegios británicos eran los mejores del mundo. A los ocho años él y su pandilla de cuatro amigos cometieron la travesura de meter un ratón muerto en un bote de caramelos en una tienda, y se llevó una azotaina, con bastón de caña y todo, por parte del director de su escuela, la Cathedral School de Llandaff. A los trece años empezó a ir al colegio en Inglaterra, en Derbyshire, a tiro de ferry, y allí se encontró un ambiente de novatadas, palizas y abusos de los alumnos mayores, que prácticamente usaban a los menores como sirvientes personales, y que dejaron en él una honda impresión y un gran odio hacia la crueldad y los castigos corporales.
En 1971 Mel Stuart dirigió la primera de las dos adaptaciones cinematográficas. Dahl aparece en los créditos como guionista de la película, pero la verdad es que él no acabó el guion a tiempo y, contra sus deseos, dado el draconiano contrato que había firmado, se contrató a David Seltzer para terminarlo. Los cambios que este hizo, añadiendo números musicales con letras diferentes a las que Dahl había escrito para los Oompa-Loompas, metiendo citas literarias para aumentar la excentricidad de Wonka (Wilde, Coleridge, Shakespeare, etc) y alterando el final, provocaron que el escritor repudiara el film al completo. Su actor favorito para encarnar a Wonka habría sido el surrealista cómico inglés Spike Milligan, que estaba dispuesto a hacerlo e incluso se afeitó su característica barba para hacer un casting. La segunda opción habría sido Peter Sellers, que llegó a suplicar hacer el papel, pero tampoco fue el elegido, e incluso se llegó a saber que todos y cada uno de los seis miembros de Monty Python también querían este rol.
A Dahl tampoco le gustó que se cambiara el título de la historia a Willy Wonka and the Chocolate Factory, ya que así se ponía más énfasis en este personaje que en el de Charlie, cuyo padre además desaparece de la historia sin comentario ninguno: no sabemos si ha muerto, si se ha divorciado, si está fuera por cualquier motivo… Simplemente, en la historia solo está la madre y esa famosa cama para los cuatro nonagenarios abuelos, colocados dos a los pies y dos a la cabeza. Sin embargo, a pesar de ser este el respetable punto de vista del autor, lo cierto es que Charlie, cuyo dickensiano patetismo nos lo hace simpático en la primera parte de la obra, desaparece hacia el fondo del escenario una vez que se presentan sobre él Wonka y los otros críos, así que es lógico que en cada nueva adaptación la noticia más importante sea quién va a hacer de Wonka y qué matices le va a añadir al personaje. Wilder tenía muy clara su escena de presentación: descrito en el libro como un personaje alegre y vivaracho, bajito, flaco, de pantalones verdes y casaca violeta, él entra en la película caminando encorvado y cojeando hasta llegar a la verja de la fábrica… donde de repente da una voltereta, revelando que su cojera era una broma. ¿El objetivo de todo esto? Provocar en los espectadores, tanto los que hayan leído el libro como los que no, una sensación de inseguridad: con este Wonka nunca sabes si está hablando en serio o en broma, o si va a seguir lo que había en el libro o no. A esto contribuyen, como pasa en la novela, las fantásticas invenciones del empresario: ¿chicles que sustituyen a una comida entera? ¿Dulces de chupar que no se acaban nunca? ¿Helados que jamás se derriten por mucho calor que haga? ¿Caramelos cuadrados que parecen redondos (square candies that look round)? No, son caramelos cuadrados que miran a su alrededor (square candies that look ‘round). En general, la actuación de Wilder hace parecer a Wonka como alguien que lleva demasiado tiempo en soledad, dedicado a un único y absorbente trabajo, lo que le ha dejado manías a modo de secuela como la de hablar para sí mismo más que para los demás. El toque sesentero de las luces psicodélicas en el túnel es quizá lo que mejor lo retrate, como dejando caer que el chocolate quizá no era lo único a lo que Wonka le daba.
Sin embargo, lo que peor le sentó a Dahl fue el truco final de Wonka. Durante la visita a la fábrica, en el libro Charlie es el único que siempre obedece las normas (básicamente, no tocar nada), pero en esta película cede a la tentación curiosa típica de un chaval de diez años y decide probar un nuevo refresco, aún también experimental, con burbujas tan potentes que pueden hacer flotar a una persona en el aire. A diferencia de los otros niños, que desaparecen de la fábrica debido a sus desobediencias y sus «accidentes», Charlie y su abuelo logran revertir a tiempo los efectos del refresco a base simplemente de eructar hasta que el gas va saliendo de sus cuerpos y pueden volver a aterrizar. Todo esto ha ocurrido sin que Wonka ni los demás lo vean, pero al final del film Wonka le echa una bronca tremenda al abuelo y a Charlie, quitándoles el premio final por incumplimiento de contrato. Charlie, avergonzado, devuelve a Wonka un caramelo que había robado antes de la fábrica para pasárselo a un chocolatero de la competencia y así aliviar la indigencia de su familia (otra trama que el libro original no tiene), y es entonces cuando Wonka le revela que ha pasado la prueba y que ha ganado.
La película también provocó que Dahl accediera a hacer un cambio de cierta importancia en su libro: los Oompa-Loompas aparecían originalmente descritos como «pigmeos africanos», y por mucho que se suponga que hayan sido generosamente rescatados por Wonka de una situación difícil en su país de origen, todo el tema suena demasiado a parodia de lo africano y de la esclavitud industrial, hecha por un colono alto y blanco. Tras quejas de la influyente NAACP, Dahl cambió la descripción de estas criaturas a algo más parecido a unos hippies de piel blanca, sin mencionar en qué continente se supone que está su país de procedencia, Loompaland. Por cierto, que al principio Charlie también iba a ser un pobre niño negro, cosa que se cambió a sugerencia de su agente literario, debido simplemente al intento de buscar más lectores y mejores ventas. En la película los Oompa-Loompas aparecen interpretados por diez actores con enanismo, y con esa inconfundible piel naranja, cejas blancas y pelo verde.
La frustración de Dahl y sus sucesores con el resultado de esta película (que por otra parte tuvo un éxito moderado al principio, pero es considerada un clásico del cine infantil ahora) hizo que se tardara mucho en hacer otra versión, a la que su viuda, Felicity, solo accedió a cambio de control absoluto y decisión final sobre el director y los actores. La lista de posibles futuros Wonkas era impresionante e interminable: Nicolas Cage, Jim Carrey, Bill Murray, Brad Pitt, Will Smith, Robin Williams, Dustin Hoffman, incluso Robert De Niro o Marilyn Manson… y de nuevo, tres de los Monty Python. Cuando Tim Burton se hizo con el proyecto, sobre todo dado su éxito anterior con otro libro de Dahl, James y el melocotón gigante, era inevitable que Johnny Depp fuera el escogido, y el actor hace aquí otro de sus famosos cócteles inspirados en otros personajes: si para Jack Sparrow en Piratas del Caribe se había fijado en el Rolling Stone Keith Richards, aquí el look de Wonka se basó en el de de Anna Wintour, la editora de Vogue, y en los manerismos de varios presentadores de concursos televisivos.
Al igual que hizo Francis Ford Coppola con Drácula, quejándose de la falta de fidelidad de las adaptaciones anteriores de ese libro para luego meter sus propias morcillas en su versión, Burton también promete fidelidad para luego inventarse cosas como un padre para Wonka y también un toqueteo al final de la historia. En Eduardo Manostijeras el tándem Burton-Depp ya había explorado lo que hay detrás de un personaje incomprendido, rechazado y marginado por ser diferente, y aquí no se resiste la misma tentación, como se puede ver también en Big Fish: resulta ahora que Wonka de pequeño tenía un padre dentista, interpretado por el gran Christopher Lee (cuya voz también narra la historia al principio y al final), que no solo le quitaba los dulces de Halloween a su hijo, sino que le había puesto uno de esos monstruosos aparatos dentales que dan la vuelta a toda la cabeza. Por esa razón, de mayor ahora tiene una dentadura tan recta, brillante y perfectamente alineada que precisamente por eso parece falsa. Obviamente, esto produjo en el joven Willy una obsesión con los dulces que acabaron llevándolo no solo a probarlos a escondidas sino a dedicar todo su genio a fabricarlos, y también le ocasionó la imposibilidad fisiológica de pronunciar la palabra «padres», así como un rechazo instintivo de todo contacto físico (sus guantes más parecen de aséptico látex desechable que cómodos accesorios contra el frío).
Heredada de la versión anterior se mantiene la nueva nacionalidad de Augustus (alemán, ya que la primera película se rodó en Bavaria), y también el suspense añadido de que alguien encuentra el quinto envoltorio premiado antes que Charlie, pero pronto se descubre que este era falso: en la primera película el tramposo era paraguayo y en la segunda ruso. Los Oompa-Loompas aparecen esta vez encarnados por un solo actor de 1’32 de estatura, el anglo-indio Deep Roy, multiplicado por ordenador. Los demás niños son iguales en lo básico, con algún pequeño retoque: Violet no solo sigue mascando chicle, sino que hereda el carácter excesivamente ultracompetitivo de su madre, antigua campeona majorette (o «bastonera», como dirían Les Luthiers), y Mike, en lugar de pasivo televidente, es un hiperactivo y arrogante adicto a los videojuegos y a las armas de fuego reales, además de experto hacker, capaz de encontrar uno de los tickets dorados comprando una sola tableta de chocolate, sabiendo que estaba premiada debido a sus «jaqueos». Es más, ni siquiera le gusta el chocolate.
Y al final de la historia, Charlie también tiene que pasar una última prueba: Wonka le dice que si quiere heredar la fábrica tendrá que abandonar a su familia, ya que para hacerlo bien deberá dedicarle todo su tiempo, como hizo él al irse de casa de su padre. Charlie rechaza la oferta, se vuelve a casa, Wonka se deprime, su empresa decae, pide consejo a Charlie y este lo lleva a ver a su padre, que solo lo reconoce por sus dientes. Wonka ve que su padre, por debajo de su rígido exterior, ha estado recopilando recortes de prensa sobre su hijo, y se reconcilian. Finalmente, como en el libro, la destartalada casa entera de los Bucket es trasladada al interior de la fábrica, que Charlie hereda como propietario.
En definitiva, el genio de Roald Dahl radica en este relato en que a pesar de lo evidente de las quejas de un adulto aguafiestas (¿qué niño se quejaría de los chicles, el chocolate, la tele o sus varios caprichos infantiles?) y de la abrumadora intención moralizante, aún así ha producido un clásico lleno de fantasía, de humor, e incluso de la típica crueldad de golpetazos al estilo Tom y Jerry (que también han adaptado la novela en un largometraje animado), que sigue fascinando a niños de sucesivas generaciones.
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