Ateniéndonos al término acuñado a raíz del título de la canción de Nacha Pop, “chicas de ayer” son las que lo fueron en los años 80. Sus atuendos, el desparpajo de sus modales, su incomparable idiosincrasia… irradiaban un aura de modernidad que iluminaba cuanto dejaban tras su paso. Me atreveré a jurar que cuantos las conocimos en los bares de Malasaña, y el resto de los lugares entonces al uso, no las olvidamos. Junto a ellas, las noches de entresemana parecían de sábado: todo eran risas, todo era ponerse hasta las cejas, como si esa vida adulta —que entonces empezaba, tanto para las chicas como para quienes las admirábamos en sus madrugadas memorables— no estuviese aguardando a primera hora de la mañana del día siguiente.
Y también es cierto que, en puridad, chicas de ayer son todas las chicas, con independencia de la época de sus madrugadas memorables, que han inspirado un recuerdo a todos y cada uno de cuantos las admiraron entonces. A buen seguro que allí, en esa memoria, colectiva y a la par íntima, al evocarlas permanecen incólumes. Las chicas de ayer en su remembranza no envejecen, siguen siendo como a los pocos años; eternamente como cuando se es joven.
Nacida en su amadísimo Camden Town (Londres) en 1983, Amy Winehouse no es una chica de ayer desde la perspectiva del canon de la canción homónima: no fue una chica de los años 80. Aún no había nacido en los días del «London Calling» y era una niña en aquellas madrugadas laborables de Malasaña, alegres como si fueran a dar paso a una fiesta entresemana.
Ahora bien, como cuantos murieron en la juventud —con independencia de aquel cadáver bonito, que al parecer resta al final, si el viaje ha sido corto—, nació con forma de recuerdo. Y como, aunque no lo parezca, la memoria también es subjetiva —que se lo pregunten si no a cuantos reinterpretan la historia de España—, voy a intentar explicar por qué Amy Winehouse me recuerda a las chicas de mi época: las de las noches de Malasaña y los días del «London Calling». Me di cuenta tarde, con ella ya muerta. Las cosas, como es bien sabido, sólo se comprenden cuando se han acabado o perdido.
Todas las personas que aman a su ciudad tanto como yo a Madrid, la mía, son merecedoras de mi más sincera admiración y todo mi respeto. Fiel a mi norma, en mi última visita a Camden Town rendía el tributo debido a la memoria de Amy, allí donde sus vecinos han alzado esa escultura que la honra, cuando recordé que de allí mismo, de Camden Lock y el resto del Camden Market, se traían las primeras chupas de cuero, los primeros buggies y tantas otras muestras del atuendo de la modernidad de mi juventud: aquel con el que las chicas de ayer pusieron fin con sus extravagancias y su colorido al torpe aliño indumentario de los progres, la tediosa canción comprometida y la manida revuelta.
De haber seguido bebiendo, aquella tarde de 2015 hubiera honrado a la enemiga de la rehabilitación con una buena borrachera. Pero dejé de hacerlo al cumplir 50 años. Llega un momento que no hay alternativa: abandonas los vicios o te sale al encuentro la Parca. No sé si la gran Amy tuvo tiempo de verse en dicha disyuntiva o si, ya inmersa en esa gloria incierta que da el don de la ebriedad, murió creyendo que era un nuevo pasote su último trance.
El caso fue que el 27 de junio de 2011 Amy Winehouse se convirtió en leyenda. Tal y como rezaban los titulares de los obituarios que le dedicó la prensa internacional, tras la noticia de su fallecimiento a consecuencia de una intoxicación etílica, fue a cumplir con el destino que ella misma había buscado, jactándose, además, siempre que pudo, de estar haciéndolo. Cuando vino a Madrid, a la edición de Rock in Río de 2007, si no actuó borracha le faltó muy poco. Había volado hasta nosotros en un jet privado e insisto, lo más probable es que, durante todo el viaje, estuviera volada ella misma. Se quejaba de los zapatos y quería volver a Camden lo antes posible. ¡Era una estrella!
Y era también una intérprete clave de la banda sonora de mis últimas noches memorables de rara comunión con la botella. Nunca hizo rock, pero en cuanto al jazz, el rhythm & blues y otras “músicas con sentimiento”, que con tanto acierto las llamaba mi amigo el hippie de Carabanchel, fue una de las mejores vocalistas que se recuerdan. Me quedo con su versión de «Will You Still Love Me Tomorrow?» por encima de las demás —incluida la de Norah Jones—, y eso que todas, empezando por la de Carole King, la original, son buenas.
Las últimas chicas que vi en los bares, entre las sombras de la noche, se vestían como ella. Yo ya era mayor —mi época, debo insistir, fueron los años 80— y siendo ya consciente de que mi tiempo en las sombras se había acabado, de que cualquiera de aquellas noches podía ser la última, una sonrisa, una palabra, era cuanto pedía a aquellas chicas. Los galanteos propiamente dichos concluyeron para mí con el fin de mi soltería. Eso fue en el segundo de los años 90, cuando me casé con la que, a fe mía, sigue siendo la mejor de las chicas de mi época. A partir de entonces, todas las chicas de los bares fueron como camaradas de la noche, amigas, como pudiera serlo cualquiera de los tíos con los que bebía. Eso sí, más dulces al hablar y con la cara más bonita.
El paso del tiempo me ha dado mucho más que lo que me ha quitado. No cambiaría el sosiego que me ha traído la senectud ni por 100.000 noches seguidas de borracheras. Ya cincuentón con creces, ya abstemio, comprendí aquello que sostiene Agnès Varda acerca de que la verdadera dicha de las cosas está en su recuerdo. Amy Winehouse sintetizaba tanto el de las chicas de mi época —por sus orígenes en Camden Town, por sus afanes autodestructivos—, como el de las que moraban entre las sombras de los bares animados por su música en mis últimas borracheras. Unas y otras, junto a la exhibición cinematográfica a la antigua usanza, constituyen una de las grandes nostalgias de esta serenidad del otoño de mis días.
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