Si puede decirse que Jane Birkin fue la última chica yeyé, es porque con ella las canciones pasaron de evocar aquel universo de besos robados antes de las diez, que nos sugerían las candorosas piezas de Sandie Shaw —Tell the Boys, Long Live Love, Monsieur Dupont…— a las alusiones, apenas veladas, de los placeres de la carne —para la perdición de las almas— en Je t’aime… moi non plus. Ya en ese derrotero, cuando el tiempo de los yeyés tocó a su fin, la dulce Jane fue de las primeras que se quitó la minifalda y las medias de color para convertirse en toda una heroína de la revolución sexual.
No podría precisar cuándo supe de Jane Birkin por primera vez. Es de suponer que fuera al descubrir Je t’aime... Bien pudiera haber sido así, porque aunque el gran éxito de Serge Gainsbourg de 1969 fue prohibido en España, como en el Reino Unido y en tantos otros países, aquí también se escuchaba más o menos clandestinamente. Una vez oída, la canción no era para tanto. Si acaso los jadeos de la dulce Jane. Por lo demás, la letra era en francés y, salvo lo del vaivén entre las caderas, predominaba en ella un lenguaje poético —“Tú eres la ola, yo la isla desnuda”— cuyo sentido último —una exaltación del sexo sin amor— solía escapársele a las audiencias más verdes en la lengua de Baudelaire, quienes traducían el célebre título, Je t’aime… moi non plus (Te amo… yo tampoco) con un “Te amo, yo no más”.
Del mismo modo ignoraban —aunque de haberlo sabido les hubiera traído sin cuidado a quienes estaban a lo que había que estar cuando se escuchaba Je t’aime…— que el célebre “Te amo, yo tampoco”, aludido en el título, es una reinterpretación de cierta perla que dedicó Dalí a Picasso. Fue en la conferencia que el primero pronunció sobre el segundo el doce de noviembre de 1951 en el teatro María Guerrero de Madrid: “Picasso es comunista, yo tampoco”.
En fin, ya en las postrimerías del franquismo, aquellos inquisidores que prohibían las cosas no bastaban para perseguir a todos los particulares que volvían de Francia con el disco del gran Serge y la dulce Jane. Y no eran pocos si se considera que el deseo del fin de la censura que vetaba el softcore —aquellas cintas con desnudo de la chica, como Emmanuelle (Just Jaeckin, 1974), que se iban a ver a Perpiñán— era mucho mayor que el habido por la legalización de los partidos políticos. De hecho, cuatro décadas después, el destape ha quedado como el aspecto más feliz de la Transición.
Pero hoy vengo a exaltar a la Jane Birkin anterior. Recuerdo haber bailado Je t’aime… moi non plus en la España de Franco, en el verano del 74, en aquellas fiestas celebradas en casa de los amigos cuyos padres estaban de viaje. Me recuerdo abrazándome a la chica como si fuera de azúcar. Todo en ella era esa “gracia antigua, fugaz como un reflejo”, de la que nos habla el sabio y yo verifiqué fascinado en las compañeras de mi adolescencia y mi juventud. Con todo, pese al lugar que la canción, esas reuniones y esas jóvenes ocupan en mi mitología personal, no puedo asegurar que fuera aquella mi primera noticia de Jane Birkin.
Mi primera referencia de la última yeyé bien pudiera haber sido con los yeyés ya barridos por el viento de la historia, en cualquiera de esas comedias de Claude Zidi, que mi dilecta protagonizaba junto a Pierre Richard —La mostaza se me sube a la nariz (1974), Las carreras de un banquero (1975)—, y yo veía en el cine Rialto de la Gran Vía madrileña. En aquellas películas, la dulce Jane Birkin estaba mucho más cerca de la jovialidad de las chicas divertidas de mi época —que, aun siendo maravillosas, no se mostraban afectadas por su encanto— que de las procacidades de su dueto con Gainsbourg. Y no deja de ser curioso, porque fue de las más pródigas en el softcore de los 70: sus piernas largas, su desparpajo, su sonrisa luminosa… Sin embargo, más que como un mito erótico —la chica que fingía los jadeos en la canción con la que los yeyés perdieron la ingenuidad—, ya entonces la admiraba como a una de las grandes mujeres de los 70, un prototipo de la femineidad en los días de la revuelta que, en su concepto más amplio, fue el norte de la juventud de aquella década.
A diferencia de las grandes glorias del softcore —Corinne Cléry, Laura Antonelli, la queridísima Sylvia Kristel, por supuesto— cuya filmografía fue a menos en los 80, Jane Birkin comenzó a colaborar con algunos de los grandes autores del cine francés. Con Jacques Rivette lo hizo por primera vez en el 84, protagonizando El amor por tierra. Cuatro años después, ya era una mujer tan singular y notable que inspiró un documental a Agnès Varda, referencia obligada del cine feminista: Jane B par Agnès V.
Inglesa que aún canta en francés —el idioma ideal de la canción yeyé—, la dulce Jane se ha aplicado tanto en su práctica de la lengua de Baudelaire que Varda le confió una recreación de Juana de Arco. Fue la propia Jane quien tuvo que recordar a la realizadora que, habida cuenta de su acento británico, no le parecía muy apropiado interpretar a la Doncella de Orleans. No hará falta recordar que la patrona de Francia fue enviada a la hoguera a instancias de los ingleses.
Particularmente, también fue en los 80, siendo yo ya cinéfilo, cuando descubrí el encanto de Jane Birkin en su totalidad. Su filmografía arranca en el Londres que la vio nacer en 1946 y se remonta a El knack y cómo conseguirlo (1965), la obra maestra de Richard Lester que también debe entenderse como un filme que presagiaba el Swinging London.
Y cuando aquella edad dorada de la capital británica floreció, Jane Birkin fue una de sus musas más sobresalientes, de modo que, además de la última, también fue una de las primeras yeyés. Tan procaz como Marianne Faithfull y tan encantadora como Pattie Boyd, el primer escándalo que protagonizó Jane Birkin fue su desnudo en Blow Up (1966), el filme londinense del gran Michelangelo Antonioni y uno de los títulos fundamentales del repertorio del Swinging London.
Y hubo más: antes de instalarse en Francia y vivir su gran amor junto a Serge Gainsbourg —el compositor por antonomasia de la canción yeyé—, tuvo tiempo de protagonizar Wonderwall (1968), un filme psicodélico de Joe Massot sobre un guión de Guillermo Cabrera Infante producido y musicalizado por George Harrison, de modo que todo en ella ya era modernidad cuando viajó a Francia para incorporarse al reparto de La piscina (Jacques Deray, 1969) junto a Romy Schneider, Alain Delon y Maurice Ronet. En una de sus secuencias, la maravillosa Jane fue la primera —antes que Sylvia Kristel— que convirtió en un objeto erótico un sillón de mimbre. Tres décadas después, cuando protagonizó junto a Dirk Bogarde Nuestros días felices (Bertrand Tavernier, 1990) ya era una de las mejores actrices europeas de la segunda mitad del amado siglo XX.
Dejó de ser todo modernidad, dejó de ser como las chicas más joviales de mi época en La bella mentirosa (1991), la cinta con la que el gran Rivette —“el más fanático de nuestro grupo de fanáticos”, según el gran Truffaut— acabó por destacar en la cartelera española. De hecho, Liz, el personaje que Jane incorpora en esta adaptación de La obra maestra desconocida, el célebre cuento de Balzac, es la esposa y antigua musa de Edouard Frenhofer (Michel Piccoli), un artista al que ha dejado de inspirar.
Y también fue en una colaboración con Rivette donde admiré a Jane por primera vez hecha una anciana, recreando a la Kate de El último verano (2009). Las procacidades de Je t’aime… moi non plus y el sillón de mimbre de la piscina en las proximidades de Saint-Tropez habían quedado en la distancia, cuarenta años atrás. La Jane Birkin de las piernas largas, la sonrisa luminosa y el softcore era toda una señora mayor. Eso sí, aún conservaba la suficiente gracia para pasearse por el alambre del circo en el que está ambientada la cinta como una funambulista de veinte años. Me conmovió. En Crónicas diplomáticas (2013), una de esas delicias con las que tan a menudo nos sorprendía Tavernier, Jane Birkin se nos presenta aún más anciana. Pero fue en El último verano donde el invierno de los días de la actriz me tocó el corazón. Fue como ver de pronto a todas las chicas de mi época tan viejas como yo. Fue como si la película fuese verdad.
Buscando aquella chica icónica de los años 70, al punto revisé las comedias de Claude Zidi. Y ahora que ir al cine comienza a ser un recuerdo, he comprobado cómo la imagen de Jane en ellas —disparatada tal la de las actrices de la comedia screwball— también me devuelve las sesiones en el Rialto. Lo que no he hecho ha sido volver a escuchar Je t’aime… moi non plus. Serge Gaisnbourg forma parte de mi banda sonora particular desde que descubrí sus éxitos para las yeyés francesas —France Gall (Les Sucettes), Françoise Hardy (Comment te dire adieu), Anna Karina (Sous le soleil exactement)…— pero desde que busco en Jane Birkin ese rastro de mi adolescencia, tiendo a escucharlo en las múltiples versiones que ella le dedica.
Considerando que las últimas entregas de la discografía de mi dilecta han sido variaciones sobre distintos temas del hombre de su vida, hay dónde elegir. Me quedo con La Javanaise, que también habla de un baile fugaz como un reflejo, un amor que dura el tiempo de la canción.
Esto que cuentas, ¡ojalá lo entendiesen todos! Me atrevo sumar «Aline», que aunque no lo cantaba una mujer, pareciere. Se la dedico a Mademoiselle Hardy.
Caballero! No le puedo permitir que deje por fuera «Je suis venu pour dire que je mén vais», en cualquiera de sus tórridas versiones (en boca de la Birkin siempre serán tórridas). Esta flaca mal vestida y despeinada siempre tuvo más sex-appeal que cualquier gringa siliconizada y encuerada. Hágame el favor!