Todos los veranos, entre finales de julio y primeros de agosto, los neomods de media Europa acuden a Gijón. Tras más de un cuarto de siglo celebrándose, el Euroyeyé, el festival que allí los lleva, se ha convertido —junto a la Semana Negra— en una de las grandes citas del verano de esta ciudad asturiana. Hay conciertos de rhythm and blues en la Plaza Mayor y ciclos de cine de culto de los años 60. Los alrededores del monumento a Don Pelayo, en la plaza del Marqués, se llenan de scooters. Toda Cimadevilla, con los nuevos mods entrando y saliendo de sus bares, cobra un colorido que hace que aquello parezca el Brighton de 1964. Para los gijoneses, ir a ver a los yeyés es la mayor amenidad de aquellas jornadas.
Ya con esa serenidad que el otoño está aportando a mi existencia, cada vez que vuelvo a Gijón, voy al encuentro de mis fantasmas de Cimadevilla. Ahora siempre es de día y han cerrado los bares de mi época. Pero veinte años de noches memorables dejan huella. Al volver sobre aquellos compañeros, me imagino que, de haber algo más difícil que resolver el motivo del óbito de Keith Moon, eso hubiera sido convencer a aquellos mods de que Marisol fue la chica yeyé española más genuina.
La contestación yeyé —una de las más comedidas manifestaciones de la sedición juvenil que conoció el siglo XX a partir del nacimiento del rock & roll a mediados de los años 50— en España arraigó con tanta fuerza que chicas yeyés, propiamente dichas, amén de las mods inglesas —Sandie Shaw, Dusty Springfield, Petula Clark o Marianne Faithfull—, solo hubo en Francia —Françoise Hardy, Sylvie Vartan, France Gall, Marie Laforêt, Jane Birkin, inglesa que canta en francés—, Italia —Patty Pravo, Rita Pavone— y aquí. Con un poco de manga ancha, hasta podría decirse que Nancy Sinatra tuvo algo de yeyé en álbumes como Nancy in London (1967). Pero Marisol, quien fue presentada en Nueva York en el show de Ed Sullivan en el 61, tres años antes que The Beatles, lo fue más.
Si en nuestro país, pese a ser uno de los pilares del universo yeyé, esta tímida contestación juvenil siempre se tomó a broma, fue debido a que en Historias de la televisión (José Luis Sainz de Heredia, 1965), una de las películas más populares de su temporada, Conchita Velasco interpretaba un twist jocoso —La chica yeyé—, llamado a ser una de las canciones más oídas en los años 60, en el que se ridiculizaba a tan entrañables jóvenes.
Ahora bien, la misma guasa de aquel twist era la prueba irrefutable del protagonismo que habían adquirido las chicas yeyés en la sociedad española, así como de su rebeldía. Su contestación no iba mucho más allá de escuchar ese rhythm & blues, ese rock & roll, ese twist y el resto de las músicas que los adultos siempre consideraban ruidosas, sin olvidar el eterno deseo de estar los chicos con las chicas, que entonces no era algo tan natural y cotidiano como lo es ahora. A eso y poco más se reducían las incipientes manifestaciones de una identidad yeyé, irguiéndose frente al mundo adulto, como uno de los primeros capítulos de la sedición juvenil del siglo XX.
Lejos de tomárselo a broma, como también hicieron Rosalía, Renata y Gelu, las primeras intérpretes de La chica yeyé, Marisol encontró en la revolución yeyé el clamor contra todas las corrupciones, explotaciones y miserias a las que fue sometida, cuando era una niña prodigio, por los adultos que dirigieron su carrera. Las ya proverbiales desdichas que sufren estos genios tempranos —a quienes se les sustrae la infancia para que empiecen a ganar dinero— en ella alcanzaron el paroxismo. Cuando aún concedía entrevistas, comentó que a los quince años le fue diagnosticada una úlcera de estómago, parece ser que a consecuencia de toda la quina que tuvo que tragar durante el camino que la llevó desde una agrupación de coros y danzas de la Sección Femenina de Falange a protagonizar, con tan sólo once primaveras, esas películas de Luis Lucia —Un rayo de luz (1960), Ha llegado un ángel (1961), Tómbola (1962)—, que la convirtieron en una de las estrellas infantiles más destacadas de medio mundo. Todas las niñas de España querían ser como Marisol. Parece ser que incluso iban a visitarla las hijas de los prohombres del régimen a los rodajes. Y ella, tanto con aquellas niñas como con los emigrantes españoles en el extranjero, a quienes iba a cantar siempre que se lo pedían, era todo gracia y simpatía.
Ahora bien, a diferencia de otros niños prodigio, a quienes se olvida cuando la voz les cambia, era la propia Marisol quien, sin haber cumplido aún los quince años, ya quería abandonar las servidumbres de la fama y de la gloria y empezar a ser la persona que no había sido hasta entonces.
Hubo muchas Marisoles antes de que Pepa Flores acabase con todas ellas. La que se expresó entre la niña prodigio y la mujer concienciada políticamente, además de la novia de España entera, fue una yeyé inequívoca. Otra cosa es que, vista en la distancia, más de medio siglo después, la Marisol yeyé haya quedado desdibujada entre la niña de los vestidos de volantes y la militante comunista.
Ya en uno de sus últimos filmes como estrella adolescente —Los novios de Marisol (Fernando Palacios, 1964)—, la joven actriz, bailarina y cantante —sólo tenía 16 años—, sin abandonar aún esa canción española con la que se había ganado a las audiencias adultas, iniciaba un acercamiento a la música joven. De ahí que protagonice la cinta junto al Dúo Dinámico, en aquellos tiempos uno de los ejemplos del rock & roll patrio.
En Las cuatro bodas de Marisol (Luis Lucia, 1967) llega aún más lejos: canta en inglés, como manda el canon, Johnny. Se trata de un tema original de Fernando Arbex, el compositor de Los Brincos. Puede y debe decirse que la Marisol yeyé nació entonces. Más aún, para que no hubiera dudas, La Tarara, una de las canciones populares de Federico García Lorca, es objeto de unos arreglos, modernos y sincopados, que fueron a corroborar que la joven malagueña era tan yeyé como pudieran serlo las francesas o las inglesas.
Guapa, moderna, desenvuelta, divertida, la Marisol yeyé nació entonces. Tenía poco que ver con la niña de los vestidos de volantes, y menos aún con la militante revolucionaria que vendría después. Bien es cierto que, al comenzar a entonar Corazón contento, había algo en su expresión que denotaba cansancio, un anhelo de esa vida que hasta entonces le había sido negada. La novia de España, siempre muy profesional, sonreía tal y como se esperaba de ella. Dejó de hacerlo a medida que también se apoderó de Marisol ese eterno agravio en el que se debate la gente con conciencia política.
Como el resto de sus pares, la Marisol yeyé también fue efímera. Ya en los años 70, destacó en giallos como La corrupción de Chris Miller (Juan Antonio Bardem, 1973), cuyo protagonismo compartió con Jean Seberg. Grabó canciones tan arrebatadoras como Te pido que me ayudes a pasar la noche e hizo historia con su posado para Interviú. Ahora lleva una vida discreta y está bien que sea así porque ella así lo ha querido. Al fin ha alcanzado esa paz, que buscó denodadamente desde la adolescencia. Ojalá que todo le vaya tan bien como se merece aquella chica que cantaba Johnny, en inglés y con el pelo alborotado, y era mucho más yeyé que Nancy Sinatra.
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