Esta entrega es, probablemente, la más densa de toda la serie. Ya sé que supone un riesgo enorme ponerla justo al principio, pues podrías desanimarte, dormirte, aburrirte y decidir abandonarla… pero en ella aparecen algunos conceptos clave a la hora de entender lo que trataré de explicarte a lo largo de varias entregas (y lo que está pasando al otro de la ventana de tu cuarto o a través de la pantalla de tu teléfono móvil u otro dispositivo, dicho sea de paso). Además, supone un perfecto ejemplo de lo que quería decirte en la presentación con eso de que, a veces, el lenguaje de la filosofía puede ser un poco complejo. Por supuesto, podría haberlo redactado de un modo más directo y simplificado, pero, como te he dicho, no quiero tratarte como a un niño.
¿Estás dispuesto a «sufrir» menos de cinco minutos, sentado cómodamente en el sillón de casa o en el no-tan-confortable asiento del metro? Te aseguro que el esfuerzo merece la pena.
Si es así, arranquemos.
En 2016, el periódico The Guardian, basándose en las noticias del diccionario de Oxford, publicó que el uso del término «posverdad» se había incrementado en un 2.000% respecto a 2015, declarándolo «término del año». Por su parte, el 20 de diciembre de 2017, la RAE lo incluyó en el diccionario, definiéndolo como «distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales».
El término, no obstante, no era del todo novedoso. El 13 de junio de 1992, The Nation publicó un artículo de Steve Tesich —el dramaturgo y guionista de origen serbio, ganador de un Oscar por el guión de El relevo (Peter Yates, 1979)— titulado «A Goverment of Lies», donde aparecía por primera vez el concepto «posverdad» como verdad adulterada que, de un modo u otro, el público y la ciudadanía acaba aceptando e incluso creyendo.
Un año antes había sido publicado el polémico ensayo del filósofo francés Jean Baudrillard La guerra del Golfo no ha tenido lugar, inspirándose en su provocadora teoría del simulacro —algo así como un mapa que fuera más real que el territorio físico, o la realidad aumentada; como la pornografía respecto al sexo, o la nitidez y resolución de una imagen 16K—. «Más real que lo real»… pero también, y en consecuencia, más falso que lo falso (por cierto, dudo mucho que mis ojos, ya no sé los tuyos, puedan apreciar esos tropecientos-mil-K).
En cualquier caso, no faltaron detractores y críticos, como Christopher Norris en Teoría acrítica (1992), que tildaron las ocurrencias de Baudrillard y de los posmodernos en general de meras estupideces.
Todavía antes, en 1984, el sociólogo y crítico cultural Neil Postman, en Divertirse hasta morir: El discurso público en la era del «show business», recogía esta idea de Ronald Reagan: «La política es igual que el show business», allanando el camino que nos ha traído hasta aquí.
Al hilo de esta discusión, resulta pertinente traer a colación algunas tesis de Guy Debord, tomadas de su conocido texto La sociedad del espectáculo (1967), donde el revolucionario filósofo y cineasta francés afirmó que «no debe entenderse el espectáculo como el engaño de un mundo visual, producto de las técnicas de difusión masiva de imágenes. Se trata más bien de una Weltanschauung que se ha hecho efectiva, que se ha traducido en términos materiales. Es una visión del mundo objetivada». Y añadía: «El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre las personas mediatizadas por las imágenes».
(¿Recuerdas que te comenté lo mucho que los filósofos tienden a enredarse con el lenguaje?).
Dicho en otros términos: las imágenes son determinantes en nuestra cultura contemporánea, en nuestra cultura visual y en nuestra pantalla global —tal y como la esbozan Nicholas Mirzoeff en Una introducción a la cultura visual (1999) o Gilles Lipovetsky y Jean Serroy en La pantalla global: Cultura moderna y cine en la era hipermoderna (2007)—, y nos condicionan.
A través de las redes sociales y el resto de dispositivos audiovisuales, la información se transmite tan acelerada como escasamente contrastada o directamente manipulada.
La posverdad, en última instancia, hace referencia a que los hechos objetivos son menos decisivos que las emociones y las opiniones personales. En este sentido, las creencias individuales tendrían mayor peso o valor de verdad que los argumentos racionales o las evidencias empíricas y, en consecuencia, éstos y éstas pasan a un segundo plano, razón por la que resulta endiabladamente complicado desmontar las teorías de la conspiración o disuadir a sus partidarios, con independencia de las pruebas que se aporten.
Por otra parte, el escenario de la posverdad es el caldo de cultivo de todo tipo de populismos —cuya máxima, formulada en un estilo de andar por casa, vendría a ser: «Dile al pueblo lo que quiere oír»—. Huelga decir que este mantra omite y esquiva un insidioso matiz, esto es, la necesidad de cumplir la promesa.
Sirva como ejemplo la siguiente situación que, en mayor o menor medida, te resultará familiar hasta el punto de suponer un siniestro déjà vu. Imagina una sociedad con un elevado índice de desempleo; supón un político con ansias de alcanzar el poder. Nada más sencillo que prometer que, en caso de resultar elegido, logrará aumentar la tasa de empleo. A partir de ese momento se pondrá en movimiento la maquinaria populista. Poco o nada importa que dicho político ofrezca medidas concretas y realistas y, en su lugar, se aceptaran propuestas como la bajada de impuestos (sin aclarar cómo ni qué partidas se verían afectadas), la expulsión de los inmigrantes, el abandono de un modelo opresor, o cualquier otra idea «tranquilizadora» pero irrealizable de facto —o moralmente reprobable—. Ésta es una de las causas de fenómenos como el Brexit o la victoria de Donald Trump, por mencionar dos casos recientes, y cuyas consecuencias profundas aún están por ver.
Asimismo, la verdad se olvida en cuestión de segundos en un mundo sobrestimulado y saturado de información y ofertas de ocio, en un mundo incapaz de mantener la capacidad de atención el mínimo tiempo para procesar la información, tal y como afirma Nicholas Carr en su profético Superficiales: ¿Qué esta haciendo Internet con nuestras mentes? (2011). Y así lo recoge también Zygmunt Bauman en Mundo consumo: Ética del individuo en la aldea global (2007): «Como señaló Milan Kundera en una novela apropiadamente titulada La lentitud, existe un lazo de unión entre la velocidad y el olvido: “el nivel de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido”». «En este sentido —apunta Eloy Fernández Porta en Homo Sampler: Tiempo y consumo en la era After Pop (2008)—, la aceleración es el espacio de los posmedia. Riesgo de la aceleración: la pérdida del sentido del mañana y de la relatividad de las noticias».
La propia maquinaria mediática se ve obligada a reaccionar a la velocidad y aceleración informativas, dándose la curiosa circunstancia de que, en la actualidad, en muchas ocasiones, los propios usuarios de redes sociales son más rápidos que los medios a la hora de difundir la información (o incluso de crear contenido informativo).
En esta línea encontramos el caso de la captura de Bin Laden, enemigo público número uno de los Estados Unidos durante más de diez años. Su supuesta detención fue tuiteada por Shoaib Athar casi por accidente la noche de 1 de mayo de 2011. La búsqueda del terrorista se dilató, de acuerdo con la versión oficial, una década, lo que contrasta con el hecho de que fuera capturado, eliminado y olvidado… en apenas veinticuatro horas. Las fotografías de su cadáver circularon por la Red, si bien todo apunta a que se trataba de montajes e imágenes trucadas. Posteriormente, el 21 de mayo de 2015, Seymour Hersh —periodista ganador de un Pulitzer— publicó un artículo en la London Review of Books donde desmentía la información acerca de la intervención de los Navy SEAL, incluido el detalle de que el cuerpo sin vida fuera arrojado al mar.
Los medios tradicionales se ven empujados a publicar noticias sin contrastar o a recurrir a los titulares sensacionalistas que susciten la curiosidad del lector, aunque el cuerpo de la noticia se demuestre a la postre banal o directamente inexistente —el denominado clickbait, analizado, entre otros, por Ryan Holiday en Confía en mí, estoy mintiendo (2013)—. Cualquier estrategia es válida si se trata de monetizar el tráfico en la Red.
Publicar primero, verificar después. Éste parece ser el procedimiento que poco a poco se va imponiendo.
Esta dinámica alienta la propagación de fake news, noticias falsas o bulos.
Resulta tentador en este punto —y estarás de acuerdo conmigo en que no es difícil encontrar opiniones en esta dirección— demonizar a quienes muerden el anzuelo, tildándolos de fanáticos o ingenuos, cuando la realidad es, tal y como verás en apartados posteriores, notablemente más compleja.
La existencia de «filtros burbuja», recurriendo a la terminología de Eli Pariser (2017), la infoxicación (o la saturación informativa), los canales que se desarrollan por debajo del radar de la verificación (grupos de WhatsApp o Telegram, foros como 4Chan en Estados Unidos o Forocoches en España, o redes sociales como Parler y otras plataformas que pretenden sustraerse y puentear la «censura») nos hace pensar que las fake news no son algo que afecte únicamente a analfabetos o anti-intelectuales, como los retratados por Vicente Verdú en algunos pasajes de El planeta americano (1996) o como se sugiere en determinados círculos culturales, sino que es la propia maquinaria informativa y mediática la que sesga la información y hackea los mecanismos de fact-checking (por no hablar del ya mencionado componente emocional, mucho más resistente que la argumentación racional).
El historiador griego Polibio, basándose en las tres formas de gobierno establecidas por Aristóteles (monarquía, aristocracia y república), acuñó el término oclocracia para referirse al gobierno de la masa, de la turba, constituyendo una de las perversiones y desviaciones de la democracia, a su vez, una corrupción de la república, de acuerdo con los parámetros aristotélicos (por si te lo estás preguntando, yo no considero que la democracia sea una corrupción de nada, sino algo más que deseable).
Por otro lado, Rousseau, sin referirse explícitamente al concepto, dedicó el capítulo III del libro II del Contrato social a esta cuestión. En él se preguntaba si la voluntad general del pueblo coincide con la suma de las voluntades individuales, llegando a una conclusión negativa.
A pesar de que resulta extremadamente complicado establecer qué sea eso de «la voluntad general» —sobre todo si se considera, como se sugerirá en el siguiente capítulo, que en la actualidad el mundo se reduce al mundo de cada individuo—, sí se puede afirmar que en nombre de la misma se practican todo tipo de linchamientos y excesos.
Pero, ¿en qué momento se produjo el cambio de paradigma, el paso de la democracia a la oclocracia 2.0?
Te daré algunas pistas en la siguiente entrega: «El enemigo eres tú».
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