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Cibercircus (II): El enemigo eres tú

Cibercircus (II): El enemigo eres tú

¿Quién no conoce el estribillo de «Piel canela», el bolero compuesto por Bobby Capó y que cuenta con innumerables versiones? Es muy probable que en alguna ocasión te hayas visto tarareando este estribillo: «Me importas tú y tú y tú, y solamente tú y tú y tú // Me importas tú y tú y tú, y nadie más que tú». Letra que se transmuta, con la llegada del siglo XXI, en: «Me importo yo y yo y yo, y solamente yo y yo y yo // Me importo yo y yo y yo, y nadie más que yo».

¿Se debe esta variación a una mutación espontánea?

Quizá hayas leído o escuchado aquella frase que dice que Dios ha muerto. Si eres creyente, sea cual sea tu religión, es probable que o bien no estés de acuerdo o que incluso dicha afirmación te parezca molesta e irrespetuosa. Si bien el filósofo y filólogo alemán Nietzsche había anunciado la muerte de Dios, a lo que se refería era a la muerte de Dios como discurso totalizante y símbolo de una moral represiva que culpabiliza al ser humano.

"La Verdad con mayúsculas, una verdad única y válida para todos, con todas las dificultades que este concepto entraña, deja paso a una verdad con minúscula"

Por su parte, Jean-François Lyotard firmó el «acta de defunción» de tales relatos (especialmente el encarnado por el relato científico) e inauguró lo que dio en llamarse la posmodernidad, caracterizada por el cuestionamiento de la autoridad —incluida y, quizá en particular, la autoridad intelectual— así como la relativización del concepto de verdad. En La condición postmoderna (1979), el filósofo francés afirma que «no es preciso, por tanto, concederle [al saber] un valor provisional con respecto a la realidad, sino estratégico con respecto a la cuestión planteada».

La Verdad con mayúsculas, una verdad única y válida para todos, con todas las dificultades que este concepto entraña, deja paso a una verdad con minúscula, dependiente de la sociedad y el momento histórico en el que surja. Llevado al extremo, aplicable sólo al caso particular; al individuo.

Este individualismo ha sido analizado por diversos autores, entre los que me gustaría destacar a Gilles Lipovetsky, con su obra La era del vacío: Ensayos sobre el individualismo contemporáneo (1983), y Vicente Verdú con Tú y yo, objetos de lujo: El personismo, la primera revolución cultural del siglo XXI (2006). Ambos sociólogos dan buena cuenta del talante individualista de nuestra época, un factor muy vinculado al avance imparable del capitalismo.

A fecha de hoy, parece que las principales redes sociales nos hayan acompañado casi desde el origen de los tiempos —al albor de la humanidad o el descubrimiento del fuego—, cuando lo cierto es que cuentan con apenas dos décadas. Facebook fue lanzado en 2004, Twitter en 2006; el buscador Google vio la luz en 1998, aunque tuvo que esperar hasta 2012 para que superase a Internet Explorer, lanzado por Microsoft en 1995 (si has nacido a finales de la década de los noventa del siglo XX o a principios de 2000, quizá ni siquiera te suene), y YouTube llegó a nuestras vidas en 2005. En este relativamente corto periodo de tiempo, empero, su impacto no ha hecho más que crecer.

"El individuo anónimo puede reclamar, y reclama de hecho, su minuto de gloria a base de retweets"

Estas plataformas han modificado de manera sustancial el modo en que nos comunicamos, en que nos relacionamos con los demás y con nosotros mismos, presentando todas ellas la característica de estar volcadas en el usuario.

A través de ellas se desarrolla una conversación horizontal entre el docto y el profano, entre ciudadanos sin mayor filiación y expertos en cualquier área, sin importar su relevancia objetiva. El individuo anónimo puede reclamar, y reclama de hecho, su minuto de gloria a base de retweets, midiendo su fuerza en un pulso con celebridades o autoridades en cualquier campo, estableciendo una potencial comunicación con ellas, algo jamás imaginado con anterioridad.

Las redes sociales se postulan como el escenario en que cada persona puede expresar sus preferencias, sus intereses, sus inclinaciones, sus opiniones. Y el pecado capital 2.0 reside precisamente en el cuestionamiento de dicha individualidad, de la esencia única e intransferible encerrada en uno mismo, por extravagante que sea o pueda parecerle a los demás. La jerarquía tradicional salta por los aires y nadie está legitimado a la hora de discutir dichas preferencias y elecciones personales.

Más allá de la libre expresión del self, las redes sociales se convierten en la sala del juzgado, y los usuarios en los policías, jueces y verdugos. A través de nuestras críticas en Yelp o Amazon podemos dejar constancia de nuestra satisfacción o disgusto.

Vuelven los Rolling Stones con su tema «Insatisfaction».

"Dejamos que el trol que hay en nosotros tome el control. Salvamos el mundo a golpe de tuit. Establecemos compromisos líquidos y efímeros"

Si nuestra línea telefónica deja de estar operativa unos minutos, si el cartero llegó tarde, si hemos encontrado un pelo en la sopa del restaurante, recurrimos a Twitter para quejarnos. Y no sólo quejarnos: estamos casi obligados a pulverizar al enemigo en aras de la justicia. Nos convertimos en «justicieros de sofá», enarbolando la bandera de una «ética indolora» —por emplear el término bosquejado por Lipovetsky en El crepúsculo del deber: La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos (1992)—. Dejamos que el trol que hay en nosotros tome el control. Salvamos el mundo a golpe de tuit. Establecemos compromisos líquidos y efímeros. Aplastamos al contrario a través del meme, el humor, la bilis o el ingenio, como en la película Ridicule (Patrice Leconte, 1996). Si no has visto esta película, te diré que es algo así como una versión de Twitter en el siglo XVIII, en plena corte de Luis XVI.

La censura clásica, el recurso a la fuerza bruta, la violencia distópica relatada por George Orwell en 1984, se hacen del todo innecesarias e incluso contraproducentes, porque el panóptico ideado por Jeremy Bentham —esa edificación carcelaria consistente en una torre ubicada en el centro de la prisión, que no permitía a los reos ver a los guardianes, luego saber si estaban siendo observados o no y, por tanto, tendían a «portarse bien»—, y estudiado por Foucault en Vigilar y castigar (1975), se ha instalado en las redes sociales y en el corazón de las personas.

En este sentido, las intuiciones de Aldous Huxley noveladas en Un mundo feliz ganan por goleada a los análisis orwellianos; la saturación de información, de opciones, de artículos y productos, de formas de obtener placer, bastan para adormecer a la población y paralizar cualquier intento de rebelión. Ya no hace falta recurrir al silenciamiento porque los individuos reaccionan con virulencia. Y no sólo eso: abrazan con devoción una poscensura; se encargan ellos mismos de reprimir cualquier intromisión e intento de coerción.

"La Historia puede reescribirse dado que sólo cuenta el presente absoluto, y los hechos —como ya se ha señalado— importan muy poco"

Desde nuestros dispositivos móviles o desde nuestro ordenador llevamos a cabo linchamientos a personas, entidades y productos culturales, apelando a un moralismo etéreo. Poco o nada importa el supuesto delito, ya que el único crimen verdadero consiste en ser-otro-aparte-de-mí.

Podría considerarse que las redes sociales cumplen una función cohesiva, un modo de llevar a cabo una revuelta social o una forma de vinculación a los de nuestra misma especie (una forma de pertenencia al grupo). Pero la fragmentación y subcatalogación de las categorías dispara las alarmas. No basta con ser mujer para ser feminista (hay que comulgar con el ideario completo, aunque éste sea, por su propia naturaliza, plural y diverso); no todos los miembros del colectivo LGTBI son bienvenidos. Algunos de sus integrantes toleran el movimiento trans, y otros y otras no —sea esto dicho sin el menor ánimo de generar polémica, sino únicamente atendiendo a los hechos y a los múltiples debates que se plantean y que, por poco que hayas surfeado por el ciberespacio, habrás tenido ocasión de descubrir—.

En última instancia, el escenario ideal es aquel en el que el único socio legítimo del club… soy yo (es decir, tú).

Así pues, la retirada o vandalización de estatuas, o el revisionismo cultural —poco importa que se trate de novelas como Matar a un ruiseñor, Shakespeare, J. K. Rowling o los clásicos de Disney— está legitimado por el mero hecho de atentar contra nuestra moral individual. (Por otro lado, tampoco es necesario quemar libros, como en el Fahrenheit 451, de Bradbury, por la sencilla razón de que casi nadie los lee de todas formas).

La Historia puede reescribirse dado que sólo cuenta el presente absoluto, y los hechos —como ya se ha señalado— importan muy poco.

Retomando el tema de la entrega anterior, y llevándolo al extremo, se puede concluir que una noticia falsa es toda aquella que no se corresponda con nuestro punto de vista. Bueno, esto es una exageración, pues sí hay noticias objetivamente falsas; que tú no hayas podido comprobar si la Tierra es redonda en lugar de plana, o pisar la luna, no significa que otras personas no lo hayan hecho por ti.

"No es de extrañar que muchas editoriales rechacen un manuscrito debido a que el autor no cuente con un número suficiente de seguidores en redes sociales"

El personismo, o la conversión de las personas en artículos de supermercado, se ha instalado en el corazón del siglo XXI. El modelo capitalista avanzado y la economía de la atención han advertido el potencial monetario del individuo como elemento de consumo y el flujo de su nueva sensibilidad.

Así pues, no es de extrañar que muchas editoriales rechacen un manuscrito debido a que el autor no cuente con un número suficiente de seguidores en redes sociales, que una discográfica no lance el disco de una banda o solista, o que una empresa decida no concedernos el trabajo por las mismas razones.

Podría suponerse que esto se debe a que un gran número de seguidores se traduce, al menos de manera potencial, en un mayor número de clientes o en un indicador de tu popularidad y habilidades sociales. No obstante, la ya señalada conexión entre hipertrofia del yo y capitalismo sugiere que el verdadero producto es la persona (y la obra se convierte en mero souvenir, tal y como puede apreciarse en el auge de piezas firmadas —aunque no necesariamente escritas— por presentadores, periodistas populares, influencers, youtubers y un largo etcétera).

En este sentido, prolifera el storytelling, el personal branding y otras prácticas narrativas y de marketing centradas en la persona y en el arte de venderse a uno mismo, así como una especie de pornografía de la vida privada con fines comerciales en un sentido amplio.

Asumida, de buena o mala gana, la derrota y negación de una realidad objetiva, es lícito preguntarse: ¿y qué la sustituye?

En el próximo número hablaremos de cómo el mundo se convirtió en «Un mundo hecho a medida».

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