El 14 de febrero de 1993, el cuerpo sin vida de James Patrick Bulger fue hallado cerca de una línea de ferrocarril en Liverpool. Su desaparición había tenido lugar dos días antes en un centro comercial, fecha que sería posteriormente confirmada como la de su muerte. Tenía tres años de edad. Las imágenes de las cámaras de seguridad del centro lo captaron por última vez siendo acompañado por otros dos niños de diez años. Estos dos menores serían acusados del asesinato del pequeño.
Y las cámaras de vigilancia no pudieron prevenir y evitar la muerte del niño.
No voy a entrar en los detalles escabrosos del episodio, y lamento que haya podido entristecerte o incomodarte. Yo tenía diecisiete años cuando aquello sucedió y aún conservo horrorizado la noticia en mi mente.
Con toda seguridad sí recuerdes o hayas oído hablar de los atentados de la torres gemelas el 11 de septiembre de 2001, que acabó con la vida de 2.996 personas, 24 desaparecidos y 25.000 heridos.
A partir de ese momento, y al hilo de este tipo de sucesos que no entraré a valorar, se recrudecieron las medidas de seguridad. (No quisiera adelantarme, pero tengo la impresión de que la pandemia COVID supondrá un incremento de las mismas).
Evidentemente, estos procedimientos no devolverán la vida a James Bulger o las personas que fallecieron aquel 11-S. Mas, de acuerdo con las autoridades, sí podrán proteger las vidas de otras muchas personas.
La insidiosa pregunta que algunos, puede que incluso tú también, se han formulado es: ¿cuál es la delgada línea que separa la seguridad de la vigilancia y el control de la población?
Más allá de la «comodidad» por la que aceptamos la publicidad personalizada o la sugerencia de series y películas en las plataformas digitales, es del todo legítimo preguntarse qué sentido y qué uso puede hacerse de nuestros datos y de los frutos de la intromisión en nuestra vida privada. Ya hemos estado hablando de esto en otras entregas, especialmente en la anterior.
Yendo un paso más allá, quisiera ampliar algunos aspectos. Si te pasa como a mí, es más que probable que te molesten las llamadas cookies, que no es un tipo de galleta que adoro sino a esa información almacenada en el buscador que solemos utilizar (de aquí el juego de palabras que da título a esta sección). El pretexto que se nos suele ofrecer a los usuarios para justificar su presencia es agilizar las funciones de navegación. Pero, si te has tomado la molestia de investigar un poco, habrás descubierto que la cosa va mucho más allá. Las páginas web almacenan tu información, la ceden a terceros y éstos la utilizan con diversos fines.
Ahora bien, ¿dónde se almacena dicha información y durante cuánto tiempo? ¿Dónde van a parar esas publicaciones temporales y efímeras que desaparecen de tu cuenta de Snapchat o Instagram pasadas veinticuatro horas? ¿Desaparecen realmente? ¿Un simpático fantasma es suficiente para proteger tu intimidad, o existen «magos» capaces de rescatarla del olvido? ¿Piensas que el modo de navegación privada es verdaderamente privado?
Ha llegado el momento de ponernos un pelín conspiranoicos y hacer un poco de ciencia-no-tan-ficción.
Imagina por un momento una de las siguientes situaciones: en el pasado has practicado sexting con una pareja sexual, o has buscado cómo fabricar una bomba casera por simple curiosidad o para documentarte para una novela o para un exótico trabajo de la universidad. Supón ahora que años después vas a buscar trabajo, o pretendes presentarte a Presidente del Gobierno de tu país… y de repente, voilà!, aparece sobre la mesa tu historial de búsquedas, tus preferencias sexuales, tu juvenil filiación política, un tuit que enviaste siendo adolescente, o cualquier otro «fantasma» del pasado —por cierto, mucho menos amable que el de Snapchat—. ¿Qué cara se te quedaría?
Ya sé que en estos momentos quizá no seas capaz de ponerte en la piel de tu yo futuro, o no te hayas parado a pensar en ello. También me parece escucharte protestar: «¡Pero eso sería ilegal!». Y no lo niego, pero ¿acaso no creías que también era, o debía ser, ilegal que tus dispositivos electrónicos llevasen a cabo escuchas aleatorias —o aleatorias en principio, ya que cabe la posibilidad de que no sean tan random como crees y que se disparen cuando emitas una palabra recogida en una «lista secreta» (comida, sexo, coches, política o cualquier cosa que puedas imaginar)—? Y, sin embargo, ya hemos visto que, de hecho, se realizan.
Lo que quiero decirte es que no conviene dar muchas cosas por sentado. Tal y como hacen los gatos, ¡y ellos saben muy bien lo que hacen!
¿Por qué nos molesta tanto la violación de nuestra privacidad cuando somos nosotros los que damos nuestro consentimiento tácito a Facebook, que también puede comerciar libremente con las imágenes que subes o con tus datos? Lamento decirte que, aunque no hayas leído las condiciones del contrato —descuida y no te culpes por ello: es una auténtica lata—, tú les has autorizado a hacerlo. Y lo mismo con sucede con Google y otras plataformas. ¿Recuerdas que cuando no pagas por algo, no eres el cliente sino el producto? ¿Por qué, pues, sigues utilizando la tarjeta de cliente en el supermercado o en la gasolinera?
Es probable que, en el fondo, lo que te moleste sea que esas otras prácticas se lleven a cabo a espaldas tuyas —aunque de un modo sutil hayas sido prevenido—; porque no eres tú quien decide… o quien cree decidir.
No pienses que pretendo asustarte o culpabilizarte. Con todo esto, lo que quiero que veas son los peligros de la hipertrofia del yo, y su ceguera e ingenuidad. Sé que resulta doloroso, pero alguien tenía decírtelo de un modo muy poco zen.
No olvides, empero, que mi finalidad a la hora de hacerlo es que te muestres más atento y precavido. Tanto como un gato.
La comodidad, la diversión y el ocio también pueden ser el gancho para que piquemos un anzuelo mucho más amargo. Un anzuelo que, en algunos casos, puede hacer que el mundo tal y como lo conoces salte por los aires, arrasándote por completo.
No obstante, si todavía sigues albergando dudas, keep calm y sigue leyendo… la siguiente entrega: «Deepfake, Inteligencia Artificial y el colapso de la realidad».
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