Vuelvo a Zenda para presentar un proyecto un tanto atípico: un breve ensayo filosófico por entregas; una serie de textos que, espero, ayuden a comprender cómo las nuevas tecnologías, internet y las nuevas formas de comunicación pueden hacer que el mundo tal y como lo conoces salte por los aires.
En un universo paralelo, he dedicado más de una década a investigar acerca de las cuestiones que aparecerán a lo largo de estas páginas, si bien no fue hasta el 6 de enero de 2021 cuando advertí que el mundo estaba a dos pasos de transformarse para siempre. No quiero decir con esto que el riesgo no estuviese presente mucho antes (en realidad, el mundo siempre está en perpetuo cambio), sino que en ese preciso instante yo llegué a la conclusión de que quizá aquellas reflexiones que se habían limitado al ámbito académico pudieran resultar útiles a una audiencia más general.
Básicamente, fueron dos las razones que me movieron a redactar este pequeño volumen por fascículos. La primera es de carácter personal: quería saldar mi deuda con la filosofía —rindiendo un claro homenaje a mi padre, quien jamás ha dejado de confiar en su valor— y reconciliarme con ella. A pesar de suponer la base de mi formación universitaria, siempre he tenido la sensación de estar huyendo de ella (en breve te explicaré por qué). La segunda tiene que ver también contigo, y te afecta directamente: he llegado a la conclusión de que el avance imparable de la tecnología, las nuevas formas de comunicación y las redes sociales —a pesar de las innegables ventajas y beneficios que nos aportan— presentan un reverso tenebroso. Concretamente, amenazan con hacer saltar por los aires la esfera pública.
Por una u otra razón, me he pasado una gran parte de mi vida leyendo y escribiendo textos más que complicados. La filosofía, como el resto de narraciones eruditas y sesudas, encierra valiosísimas reflexiones que pueden hacernos comprender mucho mejor el mundo que nos rodea y a nosotros mismos. El problema suele residir en que está expresada en un lenguaje tan árido, críptico, y en ocasiones soporífero (un verdadero tostón), que rara vez sus ideas suelen llegar al ciudadano de a pie.
Yo mismo tuve una desagradable experiencia en este sentido.
Cuando era un muchacho e iba al instituto, se me ocurrió pedirle a la profesora de filosofía que me pusiera un ejemplo de lo que estaba diciendo (creo que hablaba de Platón). Recibí una de las respuestas más desalentadoras en materia educativa que un joven puede recibir. Lo que aquella buena mujer, pero mala docente, me contestó fue: «En filosofía hay cosas de las que no se pueden poner ejemplos». Su respuesta me desagradó profundamente. Si no había ejemplos de algunos de sus temas objeto de estudio y reflexión, ¿para qué servía entonces la filosofía? ¿Se trataba de un sofisticado entretenimiento u otra forma de pensamiento abstracto? ¿En qué se diferenciaba de las matemáticas, mucho más precisas, ya puestos?
Aun así, o tal vez debido a dicho malestar, acabé matriculándome en filosofía y más tarde llegué a doctorarme en el mismo campo. Esto no hizo que el resquemor desapareciera, y mis reservas respecto al modo en que las ideas se expresaban fue creciendo cada vez más. Ésta es la razón por la que me he pasado tanto años huyendo de la filosofía —o recurriendo a ella de mala gana o con recelo, lo que viene a ser algo parecido—. Si sus valiosas aportaciones sólo podían ser entendidas por unos pocos, y muy pronto te pondré algunos ejemplos para que veas de qué hablo, ¿no sería mejor recurrir a la literatura?
Mi intención con esta serie de artículos es tratar de transmitirte algunas ideas de forma clara y directa, a fin de que te ayuden a comprender un poco mejor determinados aspectos de la época que nos ha tocado vivir —y cómo hemos llegado a este punto—, aspectos que te afectan de manera directa, aunque en estos momentos puede que no lo sepas (tal vez no te hayas parado a pensar en ello debido al ruido mediático, a las mil cosas que llevamos en la cabeza o al lenguaje técnico y bastante confuso que se suele utilizar para explicárnoslo —o despistarnos—).
No pretendo polemizar en exceso, pero tampoco sería honesto si no te dijera que en ocasiones te confrontaré y pondré a prueba tus creencias y opiniones. No te lo tomes demasiado en serio y, en ningún caso, como algo personal. La filosofía es similar al deporte o la meditación: cuesta un poco al principio, pero rápidamente adviertes sus beneficios.
Mi función aquí es minimizar el esfuerzo que tengas que llevar a cabo, pero no pretendo tratarte con condescendencia y evitar que pienses por ti mismo. Eso impediría que te hicieras preguntas (hacer preguntas es el primer paso para obtener respuestas). Y seamos sinceros: el ser humano no se mueve si no siente la piedra en el zapato.
Como te he dicho, fue el 6 de enero de 2021 cuando llegué a la conclusión de que debía escribir esta serie de ensayos breves. Lo hice tras ver cómo un grupo de simpatizantes de Donald Trump asaltaba el Capitolio de los Estados Unidos, interrumpiendo la sesión en la que se certificaría la victoria de Joe Biden.
Uno de los aspectos que más llamó mi atención fue el carácter bufo de una ocupación que apenas duró unas horas pero que se cobró cinco víctimas mortales. Seguramente tú también contemplaste estupefacto cómo hombres y mujeres asediaban el Congreso, robaban objetos, se fotografiaban con los pies sobre la mesa de Nancy Pelosi —la Presidenta de la Cámara de Representantes— o paseaban ataviados como un chamán (como el caso de Jacob Anthony Chansley, autodenominado «Q-Shaman», en un claro guiño al movimiento QAnon). Fuera del edificio, otros asaltantes trepaban por las paredes o trataban de colarse por las ventanas, teléfono móvil en mano.
El detonante de la toma del Congreso fue el supuesto fraude electoral que otorgó la presidencia al candidato demócrata. A pesar de la inexistencia de pruebas que lo demostrasen, los partidarios de Trump decidieron tomarse la justicia por su mano, llevando a cabo lo que, en cierto sentido, podría considerarse un conato de golpe de Estado.
Más allá de las connotaciones e implicaciones políticas del asedio, destacaba el carácter espectacular y casi festivo de la actuación. Visto a través de una pantalla, daba la sensación de que aquellas personas no tuvieran la impresión de estar llevando a cabo un acto de graves consecuencias, como si se tratase más bien de una película (bastante mala, por cierto), una performance o un videojuego.
Una de las pregunta clave a la hora de aproximarse a situaciones como ésta, y a la que yo llevaba tiempo dando vueltas, es: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
El siglo XXI ha supuesto la confirmación y constatación de que nos hemos adentrado en un mundo en el que las comunicaciones han tomado el poder y son capaces de dirigir las corrientes de opinión de acuerdo con intereses de diversa índole (políticos, comerciales, ideológicos, identitarios, etc.).
Al igual que el filósofo francés Michel Foucault trazase en 1966 una cartografía de las ciencias sociales en su célebre texto Las palabras y las cosas: Una arqueología de las ciencias humanas, dibujando el modo en que los diversos saberes se hallaban íntimamente conectados —y probando que no estaban exentos de intereses particulares—, pienso que es posible establecer una relación entre factores contemporáneos aparentemente desconectados.
Así pues, cabe plantearse cuestiones tales como ¿acabarán las noticias falsas socavando los cimientos de los medios de comunicación tradicionales? ¿La razón ha sido definitivamente desplazada por la emoción? ¿Se está convirtiendo el mundo en un episodio de Los Simpson? ¿La libertad de expresión es ilimitada? ¿Cualquier opinión está legitimada y tiene la misma validez? ¿Puede el modelo capitalista satisfacer cada una de las aspiraciones y opciones individuales? ¿Está obligado a hacerlo? ¿Es ésta su verdadera función? ¿Corremos el riesgo de que llegue el momento en que no sea posible distinguir entre lo real y lo ficticio? ¿Podemos sumirnos en una profunda, y tal vez irreversible, crisis epistemológica (te explicaré en su momento lo que significa esto)? ¿Nos dirigimos hacia una polarización absoluta, a un modelo que abunda en las burbujas hechas a medida para cada usuario? ¿Cómo es posible que Internet nos ofrezca publicidad sobre artículos que no hemos buscado en la Red, pero sobre los cuales hemos estado hablando con nuestra pareja, los amigos o la familia? ¿Puede tu historial de navegación o tus redes sociales determinar si obtendrás o no un trabajo? ¿El populismo ha llegado para quedarse? ¿Debemos estar prevenidos ante la llegada de un nuevo totalitarismo? ¿Hay algo que podamos hacer al respecto?
A lo largo de las próximas entregas trataré de aproximarme y llevar a cabo un intento de respuesta a éstos y otros interrogantes no menos inquietantes —y, spoiler, menos desconectados de lo que pueda parecer a simple vista—.
Como señalé al principio, se trata de ensayos y, como su propio nombre indica, no suponen ni una profecía ni una ecuación matemática. Puede que me equivoque en muchos pasajes —y, de hecho, lo haré con frecuencia (especialmente en aquellos que tengan que ver con el futuro, pues, a diferencia de los gatos, carezco de la capacidad de adivinación)—. También en ocasiones te ofreceré algunas opiniones estrictamente personales con las que no tienes por qué estar de acuerdo de manera necesaria (recuerda que es muy saludable poder discrepar, siempre que seamos capaces de hacerlo desde una posición pacífica y tolerante). Pero otras muchas intuiciones, ideas y razonamientos incluidos en estas páginas sí te resultarán bastante familiares, resonarán contigo y, sin duda, te serán de gran ayuda. Al menos eso espero, y confío en que así sea.
Una vez hechas estas advertencias, y en caso de que queráis seguir acompañándome en este viaje, bienvenidos y bienvenidas a Cibercircus: el lugar donde lo real resulta irrelevante y donde sólo importas tú.
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